El misterio de su mirada siempre me ha parecido apenas un poco menos fascinante que el de su pequeño libro rojo. La conocí hace veinte años en la vieja Librería Internacional del Bulevar Saint-Germain. Hasta entonces había ido pocas veces a ese lugar, porque siempre preferí la impersonalidad corporativa de Gibert Jeune al carácter triste y doméstico de esa pequeña librería de cuadra. Todavía no sé qué me llevó allí esa vez: me gusta pensar que ese día necesitaba encontrarle una respuesta a un enigma indescifrable y compulsivo, pero la verdad es que entonces comenzó este vicio mío de complicarme la vida sin razón.
Al abrigo de un profundo silencio monacal, detrás de un velo de cochambre y polvo, Ana Cristina leía su librillo rojo cuando entré a la librería. Esta muchacha delgada, pálida y pecosa tiene los ojos verdes y cuarteados como su vestido. Su cabello castaño y ondulado cae como lava sobre su hombro derecho, y su mirada es el epítome de la inocencia montaraz. Su figura, límpida y piadosa, su abundante melena y su rostro, opaco como la plata y adusto como el carbón, me conmovieron cuando la vi sentada allí, en su vieja poltrona, sin mover un solo músculo y sin pestañar. La forma en la que ella me devolvió la mirada —la única vez que ha volteado a verme desde que nos conocemos— me provocó un escalofrío.
Parece que la luz la rodea sin tocarla. Es casi como si ella no tocara la vida, como si fuera apenas una excepción indecible y caótica entre las cosas de este mundo, o como si flotara entre la vida sin afectarla y sin que la vida la afectara a ella. Ana Cristina es el límite, la frontera entre el mundo y lo que no tiene nombre, lo que te ve al otro lado del espejo y te sonríe con rencor, esperando a que te distraigas para robarte, pedazo a pedazo, todo tu muelle de realidad.
No sé cuánto tiempo pasé pensando estas cosas mientras la admiraba. Y tampoco sé en qué momento caí en la cuenta de que había encontrado en sus ojos un mundo lleno de tormentas inofensivas, de fuegos benignos que depuraban mi alma. Desde que regresé a mi casa aquel día, esos fuegos y esa furia ya me hacían falta para vivir. Durante meses seguí yendo a ese lugar solo para verla: era tan bella que no podía mirar otra cosa en el mundo. Comencé a creer que, si miraba algo más, si contaminaba mis ojos con otra luz y otra dicha, ese rincón beato donde ella aguarda indemne se corrompería a mi mirada, o se mancharía para siempre con el círculo azuloso que se posa en las pupilas cuando somos insensatos y miramos directamente al sol (la idea es de Víctor Hugo).
Jamás he sabido qué le atrae tanto de su libro. Sé que no lo lee, porque nunca ha pasado de la misma página. Está enmarcado por unas betas doradas, y en la cubierta tiene una mancha negra que la penumbra y la inclinación exangüe han deformado irremediablemente. En una de las esquinas de la tapa, a la izquierda, es posible leer, bajo la cicatriz del lienzo, una pequeña inscripción en letras negras y delgadas: 18 Iyyar 5640, Vilna.
En todas mis visitas, siempre la encontré en la misma posición, con el mismo vestido y esa inmovilidad fatal de un monje entregado a su devoción callada. Al cabo de unos meses, el misterio de ese libro y de su mirada esquiva se volvieron más bien una fría y obligada sombra que no se apartaba de mi lado. Ella era un fantasma que me hacía temblar desde un lugar incierto, con el eco de un hervidero de parásitos que resonaba en la cueva de una eternidad maldita. Dormido en mi oscura y cenicienta habitación, infestada de ratas y cucarachas que cada noche festejaban un horrendo aquelarre bajo las maderas podridas del suelo, sabía que ella soñaba conmigo, con esa otra vida donde no existen los sueños ni el amor y yo soy el de la carne fétida, el delirio de los gusanos y la risa del diablo.
Pero una vez, solo una vez, yo soñé con ella: soñé que me hablaba con su voz de Medusa, que pronunciaba para mí unas palabras ininteligibles, pero bellísimas. Soñé que Ana Cristina estiraba su mano para tocarme, y cuando alcanzaba mi mejilla todo mi cuerpo se consumía en una llama azul e indolora. Soñé que su mano rozaba mis ojos con el régimen de un colibrí y yo intentaba cerrarlos; ella hundía sus largos dedos en mis pupilas y de ellos comenzaba a emanar un río de sangre que crecía sin cesar a mi alrededor. No podía flotar ni nadar en él; sentía que el centro de mi vida se entregaba sin reservas a sus meandros soberbios por la acción de una fe insólita en mi propia inmortalidad. Y de repente, sin que me diera cuenta de la metamorfosis, yo me convertía en ese río, y mis riberas acariciaban las raíces de mil árboles, las faldas de mil montañas y los arreboles de mil atardeceres. En uno de mis márgenes había un muelle, y allí estaba Ana Cristina, esperando que acercara mis olas sagradas para hundir en mí su pequeño libro rojo.
Desperté en la madrugada bañado en sudor y con una sed horrenda cuando en mi sueño volvía a mi cuerpo y estaba parado frente a ella, y sobre la cubierta de ese libro caían las cenizas de mi mano carbonizada.
La dichosa tortura de mi peregrinaje cotidiano se evaporó de improviso cuando me enteré de que alguien había comprado la librería para convertirla en gimnasio. Un mal día de invierno, el propietario me advirtió que tenía un mes para amasar todos los libros que pudiera, porque se llevaría el resto de su catálogo de vuelta a España. Pero yo no deseaba ninguno de sus libros; me apenaba tener que renunciar a la apacible contemplación de mi muerte y de nuestra tregua dichosa. Lloré con la idea de perderla para siempre, y de perder con ella la tranquilidad que inundaba mi corazón desde que la conocí. Traté de convencer al librero de que me la vendiera, pero se negó por las mismas razones.
Durante varios días, una idea me consumió los sesos como gusanos sobre un cadáver. Dejar de contemplarla hubiera significado mi ruina, la estocada final al hábito que justificaba la renovación cotidiana de mi aliento; hubiera sido el regreso a esa habitación gris, a esos libros polvosos, a esa dura cama, a ese frío y a esa ceguera demoniaca de las bestias infernales que chillaban el réquiem de mi último adiós. Si no podía tenerla, perdería el punto de comparación, la medida de la noche que aún separa mis sueños de los suyos.
Finalmente la robé. No: la salvé. Me la llevé de su alcoba sentada en su sillón adusto, con su concierto de afinidades enmohecidas, envuelta en una sábana blanca. Cuando llegamos a mi casa, ella seguía con la mirada impasible de siempre. Solo trajo su pequeño libro rojo y su vestido impoluto. En seguida la coloqué allí, encima de la chimenea, desde donde puede seguir ojeando el abismo de nuestra suerte, mientras yo escribo el recuento de esta farsa vital. Todos los días la veo, la admiro con sus ojos de muerte, recargada sobre el muro donde también descansan, me sonríen y me extrañan los espectros de mi padre y mis cuatro hermanos. A ella le construí un nicho, porque el fuego puede derretir su óleo.
Imagen tomada de Wikimedia Commons