Para Alfonso Reyes, para quién más.
A veces, cuando los vientos imponen su ritmo frenético y se disipa la porquería flotante; a veces, cuando los coches y fábricas acuerdan, inconscientemente, el resguardo y la quietud; a veces, solo a veces, los habitantes de las grandes ciudades nos deshacemos de ese indecible sabor a gris para contemplar el espectáculo de las nubes. Lujo escasamente ostensible, como fruta de temporada, las nubes se organizan cada tanto para recordarnos eso que, cegados por el afán de progreso y placeres inmediatos, hemos vuelto anacronismo, pintura extranjera que solo viene de paso.
Y como su ausencia nos provoca escozor, también odiamos su libertad. Para vengarnos, hemos pedido auxilio a la cárcel de las clasificaciones a fin de mantener atadas, aunque sea de manera simbólica –nuestro peor es nada–, a esas entidades rebeldes. A fuerza de aplacar su vagancia cínica y despreocupada, su perpetua adolescencia, las hemos querido disciplinar aplicando nombres y tareas: los cirros inducen el buen tiempo; los cirrostratos anuncian un frente cálido; los altostratos significan lluvias débiles y continuas.
Para proyectar nuestro complejo de oficinista, hemos deseado que también sean víctimas de la sobreespecialización. Por los pasillos se cuenta que un día el dirigente de un gobierno tecnocrático, enfadado con ese simple existir sin rumbo, y convencido del aprovechamiento que podría obtener de su control, se acercó a los nimbostratos –“los menos queridos”, alegaba– y les ofreció cursar un diplomado a fin de que solo se dedicaran a trasladar lluvia y granizo. Las nubes, rebeldes como ellas mismas, se carcajearon durante dos horas con 26 segundos y luego respondieron que solo adoptaban nuestras tristes clasificaciones para que tuviéramos el privilegio de distinguir la variedad de sus peinados majestuosos.
El gaseoso, el estado rompemadres de la materia. Acaso nos hemos confundido. Acaso, cegados por nuestro logocentrismo, hemos creído pertinente comunicarnos con Dios por medio de palabras; mientras Él ha mandado, siempre en vano, hermosos mensajes encriptados en las nubes. No se equivoca la niña que mira por la ventana y baña de significado a las formas que se organizan en el marco para devenir caballos, rostros, marejadas. Pasa la blanca tribu de las nubes, dice el poeta. Tal vez algún día la ciencia conozca algo así como un giro nuboso y aprendamos a abstraer mensajes más complejos; así podremos decir: “Mira, esa nube trae una raíz cuadrada” o “¿notaste el aforismo de ese grupo de nubes?”.
No obstante, hemos podido establecer una conversación con Dios, aunque no sea consciente ni efectiva. A sus halagos níveos hemos respondido con frases grises. Discursos pomposos que provienen de fábricas, insultos nacidos en los escapes de los autos. El humo del cigarro, ¿es un haiku o microrrelato? Incoherencias que han dejado absorto al creador, ahora acostumbrado a contemplarlas en un acto de mutua incomprensión.
Solo los aviones nos han acercado a su poder y lo han ultrajado: nuestro único madrazo. Al pasar por las nubes, el transporte aéreo las destroza, dibuja una línea recta como declaración de odio a todo lo que no se adapta al plano cartesiano. Desde el suelo las personas festejan esa burla. Pero la envidia nace del amor no correspondido. Solo el avión nos aproxima a una apenas caricia, nos coloca a su altura y permite saberlas con el tacto; entender por qué somos miserables allá abajo. Tal vez por eso Carlos Pellicer, que se sentía hastiado de las ciudades, no pudo más que concluir:
¡Los grupos de las nubes! Quién pudiera ser eterno volándose quietudes
Imagen tomada de hare of the pup.
| Alexis Aparicio Díaz (Ciudad de México, México, 1999). Investigador y crítico literario. Estudió la Licenciatura en Letras Hispánicas en Iztapalapa. Ha publicado cuento, poesía y ensayo en las revistas Marabunta, Reverberante, Katabasis, Irradiación, Saranchá y Alcantarilla. Actualmente es becario del proyecto CONACYT-Ciencia de Frontera «De la edición a la escena. Rescate, edición, estudio y puesta en escena del teatro virreinal de los siglos XVI a principios del XIX». Sus intereses y temas se centran en la literatura, el cine, la historia y la sociología. |
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