Aroma arrastra su trasero por el concreto para acercárseme un poco más, acto que por causas electromagnéticas me provoca cosquillas en la frente y en los cachetes. La sensación es también similar a la comezón. 

«Tanque, así neta, ¿tú te has besado con un wey?».

De inicio, la pregunta me parece inofensiva porque me acabo de dar cuenta que Aroma tiene bordeados los labios, como un pez. Fácil entonces atender a lo rojo de su nariz y a sus múltiples marcas de piel. Asumo que dichos accidentes visuales son a causa de su falta de melanina ante la acción del sol. Pienso consecuentemente en las personas que se embarazan y les nacen manchas en la frente. 

«¿Te has embarazado?».

Se me queda viendo con la boca entreabierta y la mirada vasta. Es, entonces, evidente que está procesando prolongadamente lo que dije. Como entiendo más bien poco de la situación en general, se me sale una risa; luego, otra, en respuesta a la sorpresa de la primera.

«¿Cómo, wey? ¿A qué te refieres o qué?». 

«Pues a eso que te dije, wey, ¿a qué más me voy a referir?».

La verdad de las cosas es que se me había olvidado lo que pregunté. Pude notar un sinsabor en la expresión de Aroma. Comencé a preocuparme de que la estuviera pasando mal conmigo y, siendo honesto, supe que las circunstancias le habían despojado a mi cerebro la habilidad de entretener coherentemente a las masas.

«Pero yo te estaba diciendo otra cosa, ¿no? Y me está dando un dolor aquí», Aroma se señala el esternón. «Porque sé que era importante y ya no me acuerdo, cabrón. Siento un buen de frustración».

Si me percato de cómo su boca se frunce en mueca de incomodidad es porque llevo toda la oración viéndola fijamente, pero eso es algo que solo sabría un espectador externo; ni Aroma ni yo. 

Me quedo callado porque de golpe siento mucho miedo de decir algo que comprometa la imagen que Aroma tiene de mí. Me moja la vergüenza, pero resulta que la vergüenza es cera y se endurece sobre mi cuerpo en segundos. Bueno, Aroma, ¿y a mí qué me importa qué imagen tienes de mí? 

“Ya me acordé”. Miento.

“Sí, yo igual”. ¿Miente?

“Pues dilo”.

“Que si has besado a un hombre”. No miente.

“¿Y a ti qué te importa?”.

Se ríe, me río. Me percato de que uno de sus colmillos está un poco amarillo, pero resulta irrelevante el color cuando la sonrisa en la que se encuentra está tan bien formada, en mi opinión (amplio diente y tan solo una asomadita de encías). ¿Qué cosas habrá mordido? Zanahorias, de seguro. También las esquinas de sus ojos se fruncen cuando sonríe; me recuerdan a una pera o a una gota o a un jeroglífico. El par de arrugas de las comisuras de su boca se suceden curvilíneamente y luego dan paso al abrupto monolito que su pómulo significa. Yo me siento una gran bola de plastilina azul cuando veo la cara de Aroma, porque ahora vengo a notar que todo en él está tan definido que no hay lugar a confusiones: la ceja, punto; los ojos medio hundidos, punto; la mandíbula que no se pierde con el cuello o con las orejas, punto. Bueno, se entiende. 

Es entonces que sus grandes pantalones verdes son impulsados por el viento, como la arena en el infinito desierto, y en rebanadas aterrizan junto a la casa de terracota que constituyen los míos (pantalones). Es natural pensar en chícharos. Me pasa la mano sobre los hombros para abrazarme como si estuviéramos borrachos. Yo no entiendo, pues no estamos borrachos, y el desbalance que me provoca me conduce a ponerle la mano en la rodilla para no irme de boca. Según yo, no puedo distinguir el momento en que mi mano comienza a estar ya no encima de la articulación, sino del muslo. Digamos también que “encima” subestima la acción de mi tenaza, pues el objetivo es palpar el músculo, imposible de ignorar por motivos de volumen. El paso del deporte por el área estudiada es evidente, pero yo me pregunto… ¿cuál?

“¿Qué haces?”, Aroma responde tardíamente al acto. Es aquí donde siento que se me enfría toda la sangre. Perdí completamente de vista que el mundo no consiste en Yo y Pierna.

“Nada”. Mis dedos emprenden la retirada. Volteo a ver a mi amigo quien, después de una larga calada al porrito, cuyos humos usados me sopla en la cara, me casi-susurra un sonriente “no hay pedo, Tanque”. 

La mirada compartida se prolonga y yo sé que, en palabras concisas y simples, me estoy haciendo pendejo. Tan pendejo que por instantes se me llega a olvidar que me estoy haciendo pendejo y le pierdo genuinamente la pista al sentido de la escena. Oh, sálvame, Aroma, estoy tan confundidito. 

«¿Qué me ves?». 

«Pues nada», y mira hacia el frente con intenciones de ocultarme su expresión burloncilla.

Lo imito y me vuelvo extremadamente consciente de la masa energética que se contorsiona entre nosotros, empujándonos y jalándonos y haciendo que nos duelan los tendones de los ojos ante la anti-naturalidad del desdén con que tratamos el asunto. No puedo decir que me sorprende cuando Aroma enrosca sus dedos en la mano que ya incómodamente reposa sobre su pierna. Aprieto los labios y asiento a la nada sin rechazar el contacto. Entonces me siento como adolescente en el cine porque esa es una forma muy imbécil de reaccionar. Me pregunto, por tanto, si la ineptitud no se suelta en alguna etapa temprana de la vida, y si seguiré exhibiéndola si es que ligo en la tercera edad. 

Mi corazón comienza a sentirse dentro de mi caja torácica como una bolsa llenándose de agua en el océano. Entonces, quizá, me es tan ajeno como lo es propiamente el plástico flotando al lado de una medusa; progresivamente empuja los otros órganos, provocándome fiebres o intenso frío o hinchazón en las arterias del cerebro. Necesito la acción de Aroma, porque es claro que nos entendemos. Yo pienso que, si en este momento Aroma decidiera hacer algo, digamos, algo más intenso que tomarme la mano o besarme, yo accedería. Resulta que creo que esto es natural.

Lo que sí es sorprendente es la felina forma en que Aroma me arrebata su mano y con un buen empujón de nalgas se aleja de mí como medio metro. Antes de que mi violentamente fragmentada consciencia vaya a recolectarse a sí misma y a buscar respuestas en los ojos del Aroma, escucho la voz de Inés gritando alguna estúpida tontería. 

Mi percepción dicta que las blancas botas de vaquera interespacial de Inés resuenan estruendosamente con cada paso suyo que se estampa sobre la azotea. Mi percepción dicta, también, que comienzan a hacerse grietas en el concreto, por lo que me paro como resorte y me sostengo de la barda.

Me parece patética la manera en que Aroma se plancha la ropa con las manos cuando se pone de pie, como si de veras. No me volverá a dirigir la mirada en el resto de la noche. 

«¿Las conseguiste?».

Aroma, nadie le contará a Inés lo de tu travesurita. Tranquilo.

«¿Qué no ves, pinche pendejo?», Inés contesta risueña, alzando las tres tortas cubanas que sus puños cargan en bolsas.

«A huevo, Inés», y la abraza como me abrazó a mí hace rato.

Imagen tomada de hunter waldera.

Lennon Rosales (Ecatepec, México, 2000). Testeador de videojuegos profesional. Estudió la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas. Ha publicado en la Revista Espora. Sus intereses y temas se centran en las disidencias. 

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