Cuando Andrés era pequeño las tardes eran extensas. 

Después de la escuela, veía alguna caricatura en la televisión y cuando la comida estaba lista, bajaba a comer. Según el menú, comer podía durar más o menos. Por ejemplo: si había milanesas y espagueti, seguramente terminaría pronto y podría volver a la televisión sin perderse de mucho; en cambio, si había sopa de verduras, la hora de la comida podía extenderse infinitamente. Bueno, casi. Al menos lo suficiente para perderse Los Pitufos y hasta Las Tortugas Ninja completas; ya ni siquiera podría regresar a la tele, tendría que hacer primero toda su tarea.

Algunas tardes lo buscaban otros niños de su escuela, que vivían cerca de su casa, para salir a andar en bicicleta. A él le costaba trabajo dominarla, pero prefería batallar que no salir con sus amigos. Si se lo preguntaran, él habría preferido jugar stop, encantados o avioncito.

Volvía a su casa cuando aún había luz de día y era la hora de bañarse. Si habían traído pan dulce, no le permitían comérselo hasta que se bañara y ya tuviera puesta su pijama. A él le daba flojera, pero sabía que recién bañado y en pijama difícilmente le dirían que no podía comerse su dona de chocolate frente a la tele, viendo la última caricatura del día y su favorita: Los Thundercats. Después, le seguían novelas, noticias o algún otro programa aburrido.

Al terminarse el capítulo y el pan dulce difícilmente encontraría manera de no irse a la cama sin importar que aún no quisiera dormir, entonces, pediría que su papá le leyera un cuento, después, que le trajeran agua, más tarde, se levantaría para ir al baño… Si no tenía cuidado, su mamá empezaría a perder la paciencia, serían más o menos las nueve de la noche, ¡tardísimo!

Hoy Andrés se levantó temprano. Dejó casi todo listo la noche anterior, aun así desayunó como pudo un yogurt con un poco de cereal y se tomó su café durante un par de reuniones. Al salir, respondió varios mensajes que se habían acumulado. Muy pronto llegó la hora de comer, ¡se moría de hambre! Estaba terminando sus últimos trozos de lechuga cuando sus compañeros comenzaron a levantarse: es hora de continuar con el trabajo. “¿Tan rápido?” Pues sí, y él tenía bastante acumulado.

Un par de correos después, se conectó a la última reunión del día. Al terminar, dejó todo preparado para mañana. Una vez más no alcanzó a salir a tiempo y el edredón se quedará un día más en la cajuela de su auto, esperando que mañana sí alcance a ir a la tintorería.

En un momento de distracción sacó las cuentas: las tardes de su infancia debieron tener seis o siete horas, máximo. El día de hoy lleva unas diez. 

La tarde como la recordaba cuando era pequeño aún no comenzaba, sin embargo, ya pronto caería la noche, ¿cómo fue que él creció y las tardes se achicaron? Hoy solamente le alcanza para trasladarse. Al llegar a casa, la tarde ya se habrá terminado.

Imagen tomada de Revolución 3.0.

Claudia Elena Sharpe Calzada (León, México, 1983). Académica universitaria en áreas de formación humanista, comunicación, storytelling y lenguaje cinematográfico. Ha publicado textos en la revista Razón y Palabra. Sus intereses y temas se centran en lenguaje cinematográfico, guion, narrativa transmedia, guion y cortometraje.  

cuento, infancia, tiempo, nostalgia, adultez

Avatar de paginasalmon
Escrito por:paginasalmon

Un comentario en “La tarde | Por Claudia Elena Sharpe Calzada

Deja un comentario