el primer pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es la escapada, la libertad palpable […] en pocos segundos el horizonte limitado se libera, el paisaje se mueve. Estoy en otra parte, soy otro y sin embargo soy más yo mismo que nunca; soy ese nuevo yo que descubro. 

Marc Augé, Elogio a la bicicleta

El día en que comencé a redactar estas líneas hubo dos grandes acontecimientos para el ciclismo mexicano. Dos acontecimientos que parecen ir en direcciones opuestas. Gerardo Ulloa, mi coetáneo, ganó el oro en una carrera XCO-MTB (ciclismo de montaña) en Brasil. La noticia llegó hasta la gobernatura estatal de nuestra tierra, Guanajuato, y sacaron cartelito oficial de orgullo y felicitación. El tremendo esfuerzo de Geras, su velocidad para cruzar un lodoso y disparejo circuito es un mérito agenciado por el equipo Massi, ellos le pagan para que gane. El compa Geras vive el sueño de ser ciclista profesional. 

El otro evento de relevancia para el ciclismo nacional es la locura de carrera que empezó esta madrugada en el zócalo de la CDMX y cuya meta se encuentra a casi 800 km de distancia, en Puerto Escondido, Oaxaca. “El infierno del sur” es un ultrafondo autoabastecido (es decir, una carrera cuya distancia no se puede recorrer en una jornada y en la que el propio corredor es quien gestiona su hidratación, alimentación y descanso, no hay un equipo que lo asista), organizado por Le Tour de Frankie. Es una carrera amateur, en tanto lxs que compiten no viven de ganar carreras en bicicleta (aunque muchos sí vivan de andar en ella, como la mucha pandilla bicimensajera que participó). Esta justa ciclista es única en su tipo en México, es su segunda edición y creció comparativamente a su versión inaugural en cuanto a distancia y competidores. El premio de esta carrera no parece ser el incentivo para el pedaleo de tremenda hazaña, pues consiste en algunos pesos y modestos obsequios de los pocos patrocinadores, acaso lo más valioso sea la gloria de cruzar la sierra mixteca en menos de 110 horas. Los patrocinadores son apenas los necesarios para que sea posible, pues al igual que todo, tal como es hoy el mundo, organizarla cuesta dinero. No es posible transmitirla en vivo, aunque sí ser solidario, alentar y emocionarse junto a los corredores mediante las actualizaciones por redes sociales. Como afirman en una entrevista los organizadores, esta carrera no busca hacerse masiva, no busca lucrar, ni invitar gente, lo que busca es alentar a andar en bici por todos lados, sin límite, con toda la libertad que nos quieran prestar nuestras piernas: “y si algún día quieren hacerlo de manera competitiva, aquí está el tour de Frankie”[1]. Lo que mueve a lxs comptidorxs es el placer que da la libertad de andar en bici, los paisajes, un poco del juego estratégico para llegar de un punto a otro antes que lxs demás, darle sentido a la bravura del contrincante de día, de noche, con lluvia, a más de 35ºC, en cimas de más de 3700 msnm, en asfalto sofocante, en terracería traicionera. Gran signo de la nobleza lúdica de esta carrera: el premio más ostentoso, una bici Alubike (donada por esta marca patrocinadora), fue rifada entre lxs competidorxs que terminaron la carrera y la ganó el último en cruzar la meta.

Aquel día tan emocionante para las bicis en México puso a andar en mí alegrías y preguntas acerca de nuestro jugar con ellas. Yo soy un ciclista urbano, mi uso cotidiano de la bicicleta consiste en la movilidad alternativa (y siempre riesgosa) que me proporciona. Realmente son escasas las veces que me subo a la MarielA (mi clica) para jugar con ella, para disfrutar el recorrido o bien como entrenamiento deportivo. El apuro y la necesidad de trasladarme es lo que me llevan de un punto a otro de la ciudad. Claro, eso no significa que no disfrute los viajes, pero casi siempre voy con la mochila y la cabeza llena de pendientes, y aquel día se me antojó una como ligereza de andar en bici solo por disfrutar ese viento, esa liberación del horizonte, esa respuesta de la máquina al deseo de la punta de los dedos de mis pies, de la que habla Auge[2]. ¿Qué es eso que me llamaba? Me pregunté: ¿por qué jugamos a andar en bici?, ¿por qué la usamos no solo como un medio de transporte, sino como un juguete?

Los contrapuntos de los juegos ciclistas que se manifestaron aquel día apuntan a distintas respuestas. Para el caso de Geras, la respuesta a “por qué juega a andar en bici” se nos revela, para lxs amantes de las bicis, siempre sorprendente: es su trabajo; es tan bueno bailando con los pedales entre circuitos disparejos, su capacidad de reacción y equilibrio en las bajadas de lodo es tan impresionante, que lo ha contratado un equipo internacional, lo entrena y le da sustento para que enfrente a otros igual de buenos que él. Esas justas son tan impresionantes que se transmiten en vivo como un espectáculo bastante lucrativo. Ya Huizinga, el gran antropólogo e historiador de lo lúdico, advertía, para 1938[3], que la profesionalización de los juegos (no solo de los deportes, sino que él habla, por ejemplo, del ajedrez, así como hoy podríamos hablar de los e-games) exige una pérdida de lo lúdico para el jugador y el juego en sí mismo. Pues las reglas se afinan y se vuelven tan rigurosas a la par de la selección de jugadores, haciendo que el juego pierda su espontaneidad y disfrute, se juega más bien como espectáculo, con las metas y reglas del gran capital. 

Este jugar profesional explica fácilmente por qué se juega de cierto modo, y podemos estar de acuerdo con la dilución de lo lúdico en la profesionalización, pero prefiero dejar esta discusión para otro momento. Ahora me interesa volver y profundizar en aquella otra forma de jugar, esa que parece más “ociosa” y ha quedado dibujada con El Tour de Frankie. Este jugar amateur de la bicicleta podría asociarse a la teleología de la salud: uno recurre a la recreación deportiva para mantener sano el cuerpo. Pero la recreación extrema que es “El infierno del sur” desmiente ese motivo pues, en tanto carrera autoabastecida por caminos, sierras y carreteras federales, parte del juego consiste en exponerse a un Infierno (del sur) de riesgos, cuya estrategia consiste en quién se burla mejor de él, aparentando un lindo y disfrutable paseo en bicicleta. Parece haber algo más que la salud, pero menos que lo económico. Esta clase de esfuerzos son coléricamente vistos como ociosos por la moralina capitalista, porque son fines en sí mismos improductivos. “Gente sin quehacer” es quien participa de ellas. Quisiera seguir la reflexión sobre lo lúdico compartiendo otra intimidad que me ha hecho detenerme a pensar sobre esto y que se presenta, para este espíritu productivista, como un gran miasma ocioso: los videojuegos.

Camino antes que destino

Los videojuegos suelen ser colocados en las antípodas de las actividades saludables por ser sedentarias. Además, hasta hace unos años se le sabía sin retribuciones reales, aunque los tiempos y los capitales en su avanzar han hecho lucrativo ese “ocio” mediante los streamers y los e-games. De cualquier forma, son muy pocas las personas que alcanzan ese peldaño y el juego de video sigue estando asociado a la haraganería, quizá más recientemente a la violencia, pero esta también es otra historia. El hecho es que, al ser juegos “virtuales”, se pone de manifiesto de manera muy contundente que, más allá de su mónada, no hay un objetivo: son las andanzas virtuales por lo que uno está ahí.

A mis 28 años, luego de haber renunciado en la preparatoria a los videojuegos con ideas infantilizantes y ociosas, he vuelto a caer en sus bugs. Esta vuelta al barro de la culpa fue algo que me dejó la pandemia. Durante el naufragio del mundo en el veinte veinte, mi amigo Sangabriel me lanzó un juego que ayudaría a salvar mi vida y cordura durante el encierro (cuyo impacto los volvería de nuevo parte de mi vida incluso pasada la contingencia). Hollow Knight, el juego en cuestión, emplazaría desde el Xbox de mi hermano un enorme, desolado y hostil reino habitado de insectos; uno viaja entre sus laberínticos paisajes, buscando su sentido, su pasado, y, casi sin querer, termina salvando a sus habitantes de una antigua infección. Hollow Knight es un juego independiente, categorizado como un metroidvania (es decir, una especie de Mario Bros, de saltos y plataformas, pero con mecánicas de combate). Team Cherry, su desarrollador, está conformado por un equipo de cuatro personas australianas; esta obra maestra es casi su opera prima (habría un prototipo con el cual se darían a conocer). Debido a lo pequeño del estudio, su desarrollo fue costeado mediante una plataforma de micro mecenazgo, en la que cualquier persona puede apoyar el proyecto. Estas circunstancias hacen que el juego sea baratísimo (alrededor de $150 pesos mexicanos al momento en que escribo esto), en comparación de los llamados juegos AAA, que son aquellos juegos producto de gigantescos proyectos de desarrollo realizados por las grandes industrias de videojuegos (y cuyo precio ronda los $1,500 pesos). Que no engañe esta accesibilidad económica: Hollow Knight, además de una gran cantidad de horas de juego, tiene una trama impresionante, un guion profundo y lleno de poesía, una atmósfera artística de coloridos biomas y ambientación musical memorable, todo ello vivido desde mecánicas de juego impecables, que, vale decir, tienen una dificultad considerable. El juego ha sido un parteaguas en la industria de juegos indie, reconocido como uno de las más grandes revelaciones recientes de la escena, y se ha vuelto muy popular pese a su dificultad considerable. Esta avasalladora presencia tuvo eco en mi derruida vida durante la pandemia. 

Mi experiencia en videojuegos venía marcada por shooters de primera persona, eminentemente por Halo 3 y su multijugador en línea. Estos juegos, una suerte de simulación de guerras (espaciales o no), son señalados por la competitividad cruenta, rayando en la apología bélica. Aquella inmersión pandémica a Hollow Knight fue redescubrir una nueva forma de jugar virtualmente, de participar de historias y experiencias de forma muy alternativa que no están mediadas por las grandes influencias del capital, lo que lo vuelve muy accesible e innovador. En definitiva, la dicha que sentí al redescubrir esta otra manera de jugar, y más en el contexto del encierro debido al COVID-19, fue análogo al primer pedaleo (al que alude Auge en el epígrafe de estas reflexiones) de aquella autonomía y libertad palpable, recobrada de nuestra primera escapada en bicicleta. 

A mi primera partida de Hollow Knight durante el 2020 le dediqué casi 100 horas para llegar a su primer final. Jugar le daba una profundidad enorme a mi habitación, la pantalla era una puerta a un lugar donde adquiría habilidades fascinantes y secretos sobre mí mismo y la historia del mundo se me revelaban a cada paso. La única recompensa si se me deja llamar material a tanta dedicación devota fue poder cambiar la interfaz del menú del juego. Así como @sebaselquemas, ganador de El Tour de Frankie, compartió en redes que fue de CDMX a Puerto escondido en bici solo a tomarse un café. Uno atraviesa Hollownest o la Sierra Mixteca en bicicleta nomás por el puro placer del camino.

El juego de la libertad, el derecho a jugar

La experiencia inmersiva de los juegos suele ser comparada con las experiencias estéticas, con el placer, la alegría, lo revelador o cautivador que es ver una pintura, una película, presenciar una obra de teatro o una pieza musical. Esta continuidad del juego con el arte se prolonga hasta lo religioso desde el mismo Huizinga. Esta triada es retomada también por Bolívar Echeverría, y conjurar su forma de pensar lo lúdico es la recta final a donde van a descansarse estos pensares.

Echeverría plantea, en el que siento como uno de los pasajes más oscuros y abigarrados de su Definición de la cultura[4], que lo lúdico emerge de una subversión que vuelve necesario lo contingente y contingente lo necesario. Vale decir que el contexto general de la obra analiza la manera en que la cultura, en tanto cultivo crítico de la identidad, forma parte crucial de la forma de reproducción de la vida social-material. Aquella sentencia interpretada desde este horizonte, apunta a cómo el juego sustituye las necesidades cruciales para la reproducción de la vida por arbitrariedades que son tomadas en serio como lo más importante para el jugador, como si su vida se le fuese en ello. Así, por ejemplo, alcanzar rodando una meta a 800 km de distancia es lo crucial, lo necesario, para alguien jugando al Infierno del sur; dormir, comer, hidratarse y demás necesidades corporales son contingencias para el juego y materia de estrategia. @sebaselquemas afirma haber dormido solo un par de horas en su travesía de alrededor de 50 horas para recorrer los 800 km de El Tour de Frankie. Echeverría llama placer metafísico a aquella experiencia de arrebatar al mundo sus fundamentos: convicción fugaz de que el azar y la necesidad pueden ser, por un momento, intercambiables. La libertad de subvertirlo todo por un instante.

Este lenguaje de necesidades nos deja insistir en algo que acaso a Bolivar se le escapa aclarar, a saber: la necesidad de jugar. Pues no solo el humano juega, sino también los animales, insiste Huizinga. La función del juego no puede tener una teleología humana fuera de sí, es pues una necesidad casi biológica, acaso la que menos comprendemos. Así, jugar no nos hace ni mejores ni peores personas, nos hace personas (o nos reafirma como seres sintientes). ¿Esa será acaso la sensación que experimentaba al jugar durante la pandemia, el recobrar mi cabalidad humana-sintiente?

Esta necesidad estaría (como lo está hoy todo en el mundo) mediada por la vorágine capitalista, haciendo que devenga toda actividad lúdica en mero producto de entretenimiento, que se queda muy lejos de poner en ejercicio aquella convicción y placer metafísico subversivo. La cuestión está, además de poder acceder a los medios materiales propios del juego (tener una consola de juegos, una bicicleta), en que, si el juego es una subversión de necesidades, este sacar de goznes las necesidades implica que estén cubiertas, que sean algo patente que pueda tornarse en una contingencia. Si no tengo cubiertas mis necesidades básicas, ¿cómo puedo subvertirlas? Es como querer darle la vuelta a un suéter que no tengo. 

Eso por parte del jugador. En cuanto al juego, éste también debe tener esa potencialidad subversiva. La profesionalidad del jugar parece poner en riesgo esto, por ejemplo. Mientras que los juegos de los que nos hemos ocupado, al estar jugándose al margen de las reglas enajenantes (en lo amateur, en lo indie), parecen ser cómplices de tomarse en serio el jugar. Es decir, no perseguir algo más allá del juego mismo y exigir a su jugador, en mayor o menor medida, su dedicación comprometida, devota, seria. 

Hollow Knight habría recompensado mi dedicación a su gameplay con la restitución de mi ser persona, de mi ser sintiente. Me habría ayudado a, en un mundo pandémico fuera de sus goznes, darle la vuelta y poner todo de nuevo en su lugar. De manera análoga, al tomarnos en serio y aspirar a jugar El Tour de Frankie, somos provocados a subvertir el mundo al correrlo, llamados a defender nuestro derecho a jugar, es decir, a ser personas cabales.

Fotografía tomada de Brian McHenry.

Aldo Federico Palafox Hernández (Xochimilco, México, 1995). Estudiante de posgrado y ciclista urbano en CDMX. Aprendiz del trabajo de la tierra y la escalada en roca. Estudia el posgrado en Filosofía de la Ciencia en la UNAM, donde investiga la complejidad de los quelites y sus conocimientos en lengua náhuatl. Sus intereses y temas se centran en filosofía, agroecología, poesía, pueblos originarios, deportes y videojuegos. 

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[1] Entrevista hecha para el podcast La persona detrás del casco, hecho por The Gang Esentials, 20 de abril del 2023.

[2] Augé, Marc. (2009). Elogio de la bicicleta. Gedisa.

[3] Huizinga, Johan. (2005). Homo Ludens. Fondo de Cultura Económica.

[4] Huizinga, Johan. (2005). Homo Ludens. Fondo de Cultura Económica, pp. 171-195.

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