En el zócalo de la ciudad, una multitud gritaba consignas contra los “desviados sociales” y a favor de la patria, la familia tradicional y la religión, en espera de que terminara de hablar el orador, y explotó en aplausos y vítores cuando por fin apareció el presidente, Jonás Márquez. 

El discurso comenzó con agradecimientos a la base electoral que había logrado lo que parecía imposible: que un partido de representación marginal lograra superar a políticos del establishment, a pesar de la burocracia electoral ineficiente y el consorcio de medios woke. Ahora, tras dos años de mandato, se allanaba el terreno para una nueva época de orden y grandeza.

Una detonación cortó la algarabía. Las bocinas emitieron un chirrido ensordecedor. Un remolino se abrió entre la multitud, que comenzó a disgregarse en sus orillas. Varios guardaespaldas escoltaron al presidente electo hacia la camioneta estacionada junto al templete, la cual dejó marcas de llanta al arrancar.

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Habían pasado seis meses desde el asesinato de su esposo, y el doctor Mejía hubiera querido tumbar puertas, allanar escondites y derruir muros para encontrar al culpable. Su mente analítica era incapaz de concebir la crueldad a la que había sido sometido Joaquín durante sus últimos momentos en la tierra. 

Se mantuvo alerta por si surgían más casos y, cuando empezaron a multiplicarse, Mejía notó un patrón. Fue entonces que se le ocurrió una idea, pero para llevarla a cabo era necesaria la colaboración de otros y el presupuesto del instituto de investigaciones de la universidad. Tras conseguirlo, convocó un grupo multidisciplinario compuesto por una psicóloga, un sociólogo, una criminalista, dos ingenieros de datos, una lingüista experta en análisis de discurso, un puñado de posgraduados en diversas especialidades, y puso en marcha el Proyecto Casandra: dedicado a crear un modelo de lenguaje especializado en la detección de individuos que exhibieran rasgos sociopáticos y psicopáticos. 

Aquel algoritmo surcó las redes, devorando petabytes de información hasta que, seis semanas más tarde, regurgitó sus primeros resultados. Los investigadores se congratularon al encontrar los perfiles que ellos mismos habían sembrado en la red a modo de control. Dentro de los parámetros clínicos impuestos por el experimento, el modelo funcionaba. Pero excluyendo los perfiles de control, ¿quiénes eran aquellos individuos señalados? Mejía esperaba que el asesino de Joaquín estuviera entre ellos. 

Cuando las autoridades, por cuenta propia y sin ayuda del Proyecto, aprehendieron a un feminicida serial que se hallaba en la lista de resultados del modelo, el doctor Mejía decidió filtrar la información, y varios medios nacionales realizaron reportajes al respecto. Una vez que todos se enteraron de la existencia del modelo Casandra, las redes sociales de la fiscalía nacional, de las diversas fiscalías estatales y de múltiples policías municipales se anegaron con mensajes que exigían su implementación oficial en la seguridad pública.

Poco después Mejía recibió una llamada del licenciado Gómez, subdirector de la fiscalía. Se reunieron en un restaurante de lujo. Al terminar la cena, Gómez anunció sus intenciones de coordinar una comisión especializada en apresar a gente como el asesino de Joaquín. Sabían que eran muchos los psicópatas peligrosos y violentos libres en el territorio nacional y que el Proyecto Casandra podría salvar innumerables vidas. 

Al mes siguiente entró en vigor un operativo secreto de monitoreo de usuarios de redes sociales y otros servicios móviles del país y de espionaje dirigido a los individuos ya identificados por el modelo como amenazas potenciales, a algunos de los cuales, de hecho, las autoridades vincularon con casos de homicidio y feminicidio. Órdenes de cateo de dudoso fundamento se hicieron valer y pronto se reunió evidencia suficiente para condenar a varios asesinos. Pero entre ellos no estaba el de Joaquín. 

Cuando se comunicaron los resultados, el operativo fue un éxito de aceptación pública. La ciudadanía, por una vez, alabó la eficiencia de las fuerzas policiales. En medios se habló de aprobar leyes en el Congreso que permitieran la aplicación sistemática del modelo y se sostuvieron debates sobre derechos humanos y el Estado de vigilancia.  

El secretario de seguridad, Guillermo Azcuénaga, y el licenciado Gómez se reunieron con Mejía para ofrecerle dirigir la Unidad Especial de Investigaciones Preventivas. “Piénselo”, le dijeron, “es la única manera de abatir la inseguridad”. 

El doctor lo meditó. Por la noche se sirvió una copa y deambuló por su casa hasta el pequeño estudio de Joaquín, en donde además de lienzos, bocetos y acuarelas había algunos libros. Entre ellos Vigilar y castigar, de Foucault, marcado con pestañas adhesivas de colores. Presa de la nostalgia, se sentó a hojearlo. Algunas de esas frases sonaban naturales en la voz de Joaquín, a pesar de que no fueran suyas. Se quedó dormido y se vio a sí mismo recorriendo un pasillo franqueado por archiveros gigantescos. Desesperado, incapaz de hallar una salida, cegado por aquella luz artificial, abrió una gaveta y vio que estaba llena de cadáveres calvos, de cuerpos promedio, sin rasgos distintivos. Fue a la pared de enfrente y abrió otra gaveta, que también estaba retacada de cuerpos. Probó varias más, con el mismo resultado; entonces, al correr y gritar, se despertó. Mientras se limpiaba los ojos miró una foto de ambos en el portarretratos y estalló en llanto. 

Apenas se vistió, marcó al número de Azcuénaga para decirle que era un honor aceptar su propuesta de dirigir la unidad preventiva, siempre y cuando se cumplieran ciertas condiciones: 1) no se encarcelaría a nadie por el solo hecho de aparecer en el modelo; 2) este quedaría como una base de datos para usarse solamente con autorización de jueces y en investigaciones en curso; 3) se crearía una oficina de transparencia. Gómez habló con el secretario y ambos consintieron hasta la última demanda de Mejía. 

Con el paso de los meses, el modelo del Proyecto Casandra llevó a juicio a decenas de individuos con rasgos psicopáticos y sociopáticos, la mayoría de las veces con suficiente evidencia para sentenciarlos. Aunque surgieron objeciones de organizaciones defensoras de los derechos humanos, poco pudieron contra el clamor popular que defendía el programa. 

La base de datos del modelo crecía constantemente, pero al doctor comenzaron a interesarle en particular aquellos que tenían cierta influencia y, por tanto, eran matrices generadoras de psicopatía social. 

Entre ellos había todo tipo de influencers y gurúes, pero uno en particular ganaba fama a un ritmo apabullante. Su nombre era Jonás Márquez, un ex actor convertido en analista político, rubio, ruidoso, carismático, con un temple imperturbable y un dominio que intimidaba a quienes lo conocían y apabullaba a sus rivales durante los debates en los noticieros. Más artero que elocuente, capaz de tergiversar hasta lo grotesco las posiciones contrarias, y de confeccionar las simplicidades más atractivas para el público. Ni sutil, ni refinado, sino crudo, pero, a su manera, creativo. Sus mensajes eran misóginos, clasistas, deshumanizantes, disolventes de la empatía y la solidaridad; sus palabras, venablos envenenados. 

Mejía sospechaba los intereses que podían estar detrás de alguien con semejante discurso, pero no tenía elementos para señalar a nadie. Mientras continuó en funciones al frente de la comisión preventiva, no dejó de observar el crecimiento preocupante de Márquez. 

Un día el secretario se apersonó en las oficinas de la comisión para notificar a Mejía que las directivas habían sido modificadas y que ahora el modelo debía tomar en cuenta una serie de parámetros nuevos que consideraría rasgos sociopáticos. Al leer la lista, el doctor no dio crédito, ya que la mayoría de ellos eran características que eludían las clasificaciones psiquiátricas al uso y que tenían una evidente finalidad política. 

Márquez asumió la candidatura a la presidencia por parte de un partido político de extrema derecha y representación marginal. Dos días después, el secretario Azcuénaga renunció y se sumó a la campaña junto con el licenciado Gómez. El candidato comenzó a crecer en las encuestas. Sus redes sociales estaban en llamas debido a las innumerables erupciones de un odio que Mejía no lograba entender, pero cuyo reflujo en ocasiones lo arrastraba consigo. Era como si súbitamente se abrieran las compuertas del inconsciente y un destilado amargo y pútrido lo inundara todo. 

Cuando Mejía presentó su renuncia a la Unidad y se reincorporó a la investigación académica, algunos de los anteriores colaboradores del Proyecto Casandra lo siguieron. Pero el acoso en redes se volvió insoportable, no solo por su posición política, sino también por su orientación sexual. A veces, mientras conducía de camino al trabajo, daba cuerda a su mente en discusiones imaginarias que sostenía con un ente abstracto y colectivo, un agregado de los mensajes y publicaciones de odio que leía a diario y le provocaban una rabia que debía reprimir, compactar, condensar bajo una presión insoportable. Pero el carbón deja de serlo bajo esas condiciones y Mejía, otrora un hombre afable y educado, tuvo la entereza de reconocer en sí mismo los estragos de esa presión, la reticencia de aquella cosa dura, inquebrantable, en que su odio se había convertido.

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Por decreto del presidente Márquez, la Unidad Especial de Investigaciones Preventivas adquirió nuevas atribuciones y fue rebautizada como Agencia de Seguridad Ciudadana y, mediante el modelo Casandra, se dedicó a identificar y perseguir a los “desviados sociales”, una quimera que confundía a feministas, socialistas, ambientalistas y colectivos de la diversidad sexual.

Despedido de la universidad, echado de su vivienda, incapaz de mantener un mínimo de dignidad, el doctor Mejía se deslizó entre la multitud congregada para uno de los escasos eventos organizados por el presidente Márquez. Se detuvo a unos metros del templete, llevó su mano al bolsillo y tomó un objeto duro, inquebrantable. 

Tras la detonación, Mejía fue reducido por elementos de seguridad e inmovilizado contra el suelo. El tornado de piernas y la estridencia de gritos le hicieron perder el sentido. La bala había dado en la tarima de sonido.

Durante el interrogatorio, Mejía descubrió que la Agencia lo vigilaba desde hacía tiempo y conocía sus intenciones, a pesar del cuidado que había puesto en evitar cualquier interacción virtual que las delatara. Entendió que solo le permitieron disparar porque necesitaban que Márquez fuera víctima de un atentado. Esa sería la excusa perfecta para que la Agencia ganara aún más poder.

Imagen tomada de Sinaloa en Línea.

distopía, modelo de lenguaje, política, posverdad, ultraderecha

Esteban Govea (Celaya, México, 1988) Narrador, poeta, guionista y doctor en Filosofía por la UNAM. Director de Editorial Grifo. Obtuvo menciones en los concursos 41º y 51º de la revista Punto de Partida, y en el 2° concurso Horroris Causa. En el 2011 ganó la beca de guion de largometraje del IMCINE. Su obra fue incluida en la antología El Lejano Oriente en la poesía mexicana, compilada por Elsa Cross. Es autor de los libros Los Onironautas y La poética robot y otros cuentos, y su novela Nigredo será publicada en Tierra Adentro. Ha publicado en las revistas Punto de partida, Opción y Consideraciones. 

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Escrito por:paginasalmon

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