A todes les habitantes y visitantes cotidianos de Barcelata, humanos y no humanos.
Todos los días sigo con disciplina mi rutina: ser puntual, ser constante con mis hábitos, cumplir mis metas, socializar lo suficiente. Mi cuerpo no se despega de ella, avanza firme tanto por sus recovecos obligatorios, como por la ruta de ida y vuelta, mientras se abstrae en las conversaciones ajenas, la música en los audífonos, curada por mí, y la observación de mi entorno. No espero que algo nuevo aparezca de pronto. Lo aparentemente nimio me es sorprendente.
Trabajo en la Oficina de Asuntos Sin Importancia (OFASIM), ubicada en Rama Torcida, Árbol Nunó. Llegué por necesidad, no por convicción: buscaba un lugar que me dejara dedicarme a mis estudios de geografía y botánica, gigante y minúscula. Resultó, por otro lado, más interesante de lo que esperaba. Me ofrecieron un puesto en el Departamento de las Jacarandas, donde nos dedicamos a asegurarnos de que siempre haya flores en estos árboles durante su temporada: no importa cuántas se caigan. Y, el resto de las temporadas, a que ninguna de las flores crezca si no es momento. En la OFASIM cumplimos las necesidades imperceptibles del mundo de los Otros.
Al salir del trabajo, camino por Rama Torcida durante cinco minutos hasta la estación AVE más cercana; tras diez minutos de vuelo, bajo en la estación Árbol Chueco, descendemos por el teleférico hasta Rama Hueca y continúo mi caminata otros cinco minutos hasta unas escaleras que me llevan a mi colonia, Buganvilia Barcelata, Rama 18B.
En los días de lluvia todo cambia, las AVE no pueden volar y todos tomamos los CANAL, unos botes techados que nos llevan en dirección de la corriente de manera paralela a las estaciones aéreas, siguiendo la ruta de grandes murallas de piedra. Para que gente como nosotres pueda andar por los troncos, las ramas y las raíces de los árboles en temporada de lluvia, existe un servicio especial de sombrillas que cubren por lo menos seis cuerpos, y nos llevan al teleférico o rama más cercana. Si lo tomas, no es necesario esquivar las gotas de agua que pueden herirnos.
Por una fe ciega en mi puntualidad innata, luego de que mi reloj dejara de funcionar justo antes de dormir, hoy llegué tarde a todo: al desayuno, al trabajo, a la comida, a la hora de la salida y, por supuesto, a tomar el último CANAL. Está cayendo una tormenta como hace mucho no sucedía. Estoy molesta y angustiada, pero debo pensar rápido y planear una ruta hacia mi casa. Mientras tanto, me resguardo sentada debajo de una raíz curva; mis botas e impermeable amarillo, a juego, ayudarán a no mojarme demasiado.
Lo maravilloso de habitar una ciudad llena de jacarandas está en la cantidad de flores moradas cuyos pétalos atraviesa la luz y tiñen todo de ese color en cualquier rama que te encuentres. Durante la primavera, de inicio a fin, transitamos entre tonalidades que extrañamos el resto del año, y en cada jacaranda de esta ciudad, Guadalupe Inn, celebramos el Festival de las Luces. Por las noches, nuestro gobierno, en coordinación con mi departamento en la OFASIM, instala lámparas en cada flor, y los árboles, terroríficos en la oscuridad, adquieren una emoción que ni las luces artificiales de las casas de los Otros, durante lo que llaman “Navidad”, podrían lograr; lástima que nunca se van a enterar: nunca miran hacia arriba. En verano, por otro lado, no hay flores moradas; son entonces las raíces las que nos emocionan. Agradecemos y celebramos sus formas inesperadas, ninguna es exactamente igual a la otra. Además, como ahora a mí, nos resguardan del agua torrencial.
Miro las gotas gigantes. Estoy sola, no puedo ni imaginarme lo que me espera adelante, mi trayecto estará basado en suposiciones. Como normalmente viajo en AVE, no tengo claro el camino. Después de esto, deberé registrar todo en mi bitácora para no olvidarlo, aunque tampoco espero que me vuelva a ver metida en esta situación. Lo único certero es que debo seguir la ruta de los CANAL, y solo sé que siguen la corriente al lado de los muros que tienen dos funciones: dividir las planicies de piedra y marcar el límite de las raíces de los árboles. Los Otros llaman a esto “Banqueta”.
Sobre mí, hay un montón de pedazos de corteza que puedo arrancar. Pruebo en varias salientes. Por fin encuentro una más frágil, la jalo con todas mis fuerzas hasta que se desprende. Esa me servirá para esquivar la lluvia que cada vez parece menos tupida. Está un poco resbalosa, normalmente no me detengo a tocar la corteza de los árboles, mucho menos cuando está mojada, es como un moho frío y sin verdor. Hace poco supe que ni los Otros ni nosotres tenemos la capacidad de percibir la humedad, solo el cambio de temperatura. Esa es solo una de las tantas cualidades que nos hermanan; escuché alguna vez que se refieren a nosotres como “personas miniatura”. Me da escalofríos pensar que podamos ser tan similares.
Respiro hondo y salgo de mi rama. En ella se escucha el repicar de las gotas cada vez más pequeñas. Me dirijo a la orilla del muro y miro abajo: es demasiado alto y me aterra pensar que pronto deberé saltarlo. Mi plan es esperar a que pase una hoja, aventarme a ella y navegar hasta que llegue frente a mi puerta; después, subir por la pendiente y listo. El único desafío será, primero, que la hoja no tarde mucho en pasar, y segundo, rogar para que no se vaya a voltear conmigo encima. También es cierto que nunca he navegado, pero no debe ser tan complicado. Las personas que manejan los CANAL lo hacen ver fácil, como si la ligereza fuera su virtud, aunque probablemente sea porque tienen muchos años de práctica.
Después de un rato, por fin se asoman las puntas amarillas de una hoja de álamo, surfeando las olas de la corriente. Tiene la forma perfecta para maniobrar y no caerme. No puedo cerrar los ojos como cuando tengo miedo, sería evidentemente letal. Me limito a contar hasta cinco, tengo que hacer todo al mismo tiempo: contar, respirar profundo, arrojar la corteza hacia atrás y saltar en el momento exacto en que la hoja vaya pasando casi frente a mí. 1, 2, 3, 4… 5: el aire bajo mis pies, recorriendo mis piernas y mi cara mientras caigo al vacío, aumenta el terror que siento de impactarme en el pavimento y ser arrastrada por la corriente de agua. Entonces sí, cierro los ojos. Caigo casi en la sección final de la hoja, que se hunde (no hasta el fondo), y no siento ningún golpe más que mi corazón volviendo a su lugar después de toda la adrenalina que suelto con un grito entre triunfal y de alivio. Me arrastro hacia las puntas y tomo dos con todas mis fuerzas. Ahora que lo hago, la corriente incontrolable de agua hace todo el trabajo, yo solo debo agarrarme fuerte y aguantar el repicar de las gotas cada vez más diminutas en mi cráneo y mi espalda.
Nosotres nos hemos adaptado a las condiciones de los Otros por mucho tiempo. Nadie tiene noción de cuánto. Construyen nuevas colonias, algunas son gigantes, como montañas blancas sin fin y, con eso, la luz que nos cubría desaparece y la sombra nos obliga a mejorar nuestra visión en la penumbra e instalar lámparas en donde antes no era necesario tenerlas. Lo más peligroso, sin embargo, es cuando cortan nuestros árboles y arbustos, aun cuando solo es para que se vean “mejor”. Es porque les estorban, como si el propósito de las ciudades fuera terminar lentamente con el territorio que les sostiene. Pero incluso cuando nosotres somos diminutes, notamos el egoísmo gigantesco de los Otros, más grande que ellos mismos. Muchos de mis amigues y conocides han perdido sus hogares porque los árboles caen. Al menos, mi familia y yo estaremos segures por un tiempo en nuestra buganvilia.
Finalmente, a lo lejos escucho las risas y la música del patio donde se encuentra mi colonia. Me preparo para volver a saltar la pendiente. 1, 2, 3, 4… 5. Ahora ya no me aterra el golpe: casi estoy en casa. Aunque la lluvia ha dejado de caer, hay un obstáculo más: debo pasar por debajo de la puerta verde de la entrada de la colonia, no está completamente a nivel de piso y puedo deslizarme por ahí. En realidad, el problema son dos grandes perras que olfatean la entrada durante el día y la noche: a una de ellas nunca la he visto dejar su puesto de protección de la casa; la otra más bien parece adormilada cada que la observo a lo lejos. Estoy segura de que la primera me olerá y me querrá perseguir, tengo que ser ágil, si no, la otra saldrá corriendo de su escondite a hacerle segunda.
El piso está mojado, me echo bocabajo con cuidado de no resbalarme, al cabo empapada ya estoy. Entonces, me encuentro con ella: una nariz plateada y negra de mi tamaño que olfatea fuerte en donde estoy. Su aspiración intenta jalarme a una de sus narinas mocosas, su respiración me hiela la ropa, la piel, y debo mantenerme firme para no salir despedida y desandar una buena parte del tramo recorrido. Cuento hasta tres, entro rápido y giro a la izquierda a toda velocidad. Ahora la otra perra está a mi lado, escucho ladridos disonantes que alteran mi equilibrio. Intento concentrarme en el camino, en no tropezar o caer con las piedrecitas que conforman las losetas del piso. La perra negra con blanco, de la nariz plateada, me sigue de cerca, la otra solo rodea ansiosa el perímetro.
Por fin, logro meterme entre la maleza verde, por donde se encuentran las raíces de la enredadera, mi colonia; la veo al fondo y me lleno de felicidad, lo que me da energía para llegar hasta ella y treparla con las últimas fuerzas de quien solo quería que el día fuera como cualquier otro. Las dos perras continúan ladrándome y, aunque me aturden, pronto se vuelve un ruido blanco.
Trepo por las texturas del tronco, una a una y con cuidado. Llego al teleférico de Rama Trenzada, por fin podré sentarme en algún lado a descansar, al menos unos minutos. Siento que el pecho, tan inflado de aire y agotamiento, se me quedará de este tamaño. Me falta la respiración y apenas ahora, postrada en el asiento, me doy cuenta de todo lo que he recorrido en unas horas solo para volver a casa.
Doy vuelta en rama 5A, entre hojas oscuras que intentan sacudirse el agua. Ya no tengo fuerza para esquivarlas y es tal vez mi hartazgo el que impide que me caigan encima. A lo lejos, la farola del final de la cuadra alumbra una puertita verde de madera. Coronada de hojitas moradas de buganvilia, mi casa espera. Y entonces corro hacia ella, aunque no haya más necesidad de seguir corriendo ni de apurarse. Tengo muchas ganas de llorar e intento contenerme, pero tengo la cara empapada: da igual un poco más de sensibilidad y menos firmeza, no tengo que mantenerme entera a la vuelta de mi hogar, ni en ningún lado. Tras esa consideración, me desdoblo aquí mismo.
Abro la puerta con lágrimas en los ojos. Me encuentro parada en medio del recibidor, huele a petricor y té de limón. A la izquierda, la cocina: está iluminada por la farola, todos mis utensilios diseñan sombras alargadas. Mis plantas, con su tonalidad nocturna, crean una armonía perfecta entre su verdor, las paredes amarillas y la oscuridad. Veo con ternura y fatiga mi tetera y una taza con mi nombre, verónica, a la mitad de la mesa, manchas de té y migas de pan regadas sobre el mantel durante el desayuno apresurado; no tengo tantos ánimos de algo caliente ni de limpiar, como creí durante todo el camino. Resignada al desorden, me sigo de largo, me deslizo automáticamente hasta mi habitación. Como regla general nunca me echo en la cama con la ropa de la calle, esta vez todo me importa poco, incluso el reloj que sigue descompuesto, y me quedo dormida en cuanto mi cuerpo toca el edredón blanco que acabo de lavar.
Imagen tomada de Getty Images.
| Andrea Ortiz Morales (Guanajuato, México, 1996). Editora y lector. Licenciada en Restauración por la ENCRYM, estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Comité editorial Página Salmón (2018-), coeditó Abisal. Antología de cuentistas (2020). Coordina Espacio Compacta, donde acompaña escrituras e imparte talleres. Ha publicado cuento y ensayo en Página Salmón, Cósmica Fanzine, Especulativas MX, Bastardilla, Irradiación, Punto de Partida y Nexos. Escritura poco constante en su blog Zárate Rendón, en Tumblr. Sus temas e intereses se centran en el estudio de revistas, las cocinas en la literatura, el ensayo literario, el cuento fantástico y la edición independiente. |
