Las altas montañas se resquebrajarán y derrumbarán y las colinas se rebajarán y fundirán, como la cera ante la llama.
Libro de Enoc (1:6)
Durante mi vida he hecho muchas cosas con la magia, pero la más importante ha sido la de crear montañas. Es relativamente sencillo una vez comprendidos la naturaleza de la tierra y los materiales que forman las rocas presentes en cada uno de los paisajes. Mi método consistía en sondear el terreno durante varias semanas hasta sentirme familiarizado con la región encomendada, tras lo cual trazaba cuidadosamente una línea con cal de varias millas. Esto conllevaba una larga caminata y al finalizar conjuraba las palabras que harían retumbar la tierra. Entonces, se elevaban las rocas, los peñascos y crujían los monolitos. Tras unas horas, días y semanas, la montaña estaba lista. Así fueron muchas veces las que trabajé para muchas personalidades.
Por ejemplo, señores de reinos lejanos me pidieron hacer montañas con el fin de proteger a sus ciudades de las tormentas, otros de los ejércitos enemigos, y algunos querían las cordilleras nuevas para el deleite de sus ojos. De esta forma, donde antes solo había un terreno plano ahora existían bellas elevaciones. Cuando llovía el agua creaba nuevos ríos y lagos, atrayendo a nuevas criaturas y formando nuevos bosques. Otras veces las cumbres se convirtieron en el nuevo emblema de una nación.
Otras veces, era llamado para revertir la existencia de otras montañas naturales. Algunas de las razones de estos llamamientos estaban en que las cordilleras impedían el paso del aire entre una región y otra, o dificultaba el comercio entre dos naciones amigas. Entonces, recorría las pendientes durante meses, estudiándolas con gran atención, y tras conjurar las fuerzas geológicas, los abultamientos terrestres disminuían de tamaño. Los pueblos eran comunicados y se formaban nuevas rutas. Pueblos que siempre habían estado aislados entre la sierra, ahora podían tener acceso al mar y descubrir nuevos lugares; ciudades que estaban muy en lo alto y que sufrían de hambrunas por los inviernos de su elevada ubicación, ahora poseían un clima más templado y sus cosechas eran prósperas.
Así era mi vida, en relativa calma, conociendo nuevas tierras, personas y culturas. Viendo mi obra a la distancia, me enorgullecía contemplar los nuevos montes alzados sobre el horizonte, devorando al sol en el atardecer, deformando las nubes en su curso natural y dotando de formas y variedad al mundo.
Pensaba en esto durante mi último viaje, cuando fui solicitado por el señor de un país que lo tenía todo. Había buenos bosques, buen clima, buena cosecha. Pero el deseo del señor era encontrar la inmortalidad con los elementos de la tierra:
—Hay en este reino varios yacimientos de sales minerales que llaman salitre, ¿sabía usted? Y cuando se les pone fuego a estas sales, expulsan gran cantidad de luz, como si por momentos se volvieran estrellas. Los sabios de por aquí lo llaman la medicina del fuego y creen que la semejanza con las estrellas indica que se está cerca de alcanzar la plenitud e inmortalidad de las estrellas del firmamento celeste—me explicó el rey al recibirme en su palacio.
—Entonces, Majestad, ¿cree que se pueda hacer un elíxir con esa sustancia?
—Es lo que dicen, pero también comentan que es inestable. Se necesita… ¿cómo decirlo? Alguna otra sustancia, una que compense su reacción tan súbita. Por eso quisiera su ayuda. En estas tierras tenemos este salitre y también carbón, ambos elementos que, al contacto con el fuego, dan llamas de distintos colores.
—Su Alteza… —respondí, haciendo una reverencia —. Solo hago montañas. No sé sobre elíxires.
—Lo sé muy bien, por eso lo necesito —interrumpió —. Quizás haya algo en estas tierras, algo oculto que, al ser levantado, en nuevas sierras y cumbres, pueda ser aprovechado para este último fin. No sabemos qué esperar. Haga, pues, varias montañas nuevas—ordenó el rey —. Alce la tierra lo más que pueda y veremos si mis mineros encuentran algo.
No dije nada más y me encaminé directo a los senderos del bosque de aquel reino. Estudié el lugar, tracé mi línea de cal y conjuré las palabras para que la tierra sufriera los espasmos de la creación telúrica. Enseguida, al temblor le siguieron las elevaciones. Los árboles se retorcieron, fueron devorados entre fauces de piedras y las entrañas pétreas continuaron su excrecencia hasta tapar al sol con un muro altísimo en forma de cono invertido. Era una montaña imponente la que se alzó.
Cuando los mineros llegaron a las faldas de la enorme cumbre encontraron en sus cimientos grandes cantidades de más carbón y salitre. Y en la cumbre de la montaña, en el pico de aquel cono, los mineros ascendieron hasta internarse en un gran cráter en donde encontraron un mineral amarillo.
—Dígame, buen mago, ¿qué es esta cosa? —preguntó el rey, al tomar con sus manos el compuesto amarillo traído por los mineros.
Este se deshacía entre los dedos con gran facilidad, convirtiéndose en polvo. Tenía además un olor bastante peculiar, como de podredumbre que resultaba fuerte para quien lo respirara.
—Parece que es azufre —contesté, estudiando la sustancia.
—¿Azufre? —preguntó el rey —¿Será esta la sustancia que hemos buscado tanto tiempo?
—Parece ser, Majestad, que las tres sustancias, el carbón, el salitre y el azufre, separadas dan un fuego de un color particular, pero juntas podrían compensarse —dije.
—Será preciso que los sabios experimenten con este compuesto —respondió el rey.
En lo que siguió al nacimiento de la enorme montaña cónica, los sabios de esa tierra mezclaron el azufre con el salitre y el carbón y obtuvieron un nuevo elemento que al contacto con el fuego explotaba como los rayos de las tormentas.
Algunos otros metieron esta nueva sustancia negra dentro de tubos de madera y al encenderlos, salían disparados como auroras por el cielo. Pronto, se unieron a la euforia algunos artesanos que dotaron de alas a estas invenciones y crearon así toda clase de prodigios que resultaron entretenidos para el rey, su séquito y para las gentes de aquellas tierras. Pronto, la búsqueda de la inmortalidad cedió a la búsqueda de divertirse con este elíxir mineral. Fui testigo de cómo en todo el reino, durante las noches, las gentes entre risas encendían las mechas de dragones, de mariposas, de alebrijes, y los impulsaban con el fuego de múltiples colores. Los animales de papel y madera volaban con gran ímpetu sobre el manto de la noche, rivalizando en brillo y belleza con las estrellas. Las explosiones del fuego antecedían a los chiflidos y cantos que la combustión del mineral ejercía. Por momentos, estas invenciones permitieron a los hombres crear sus propias estrellas, sus propias criaturas celestes y hacer que las frías noches fuera más alegres, coloridas y mágicas. Corrían por las calles toda clase de persona, desde adultos, madres, abuelos y niños.
La noticia de esta sustancia no pasó desapercibida, pues llegaron comerciantes de las fronteras para pagar con el fin de llevarla hasta sus lugares de origen. La invención de la sustancia del fuego y los colores fue admirada y querida por todos. El rey, gustoso, aceptó las peticiones de los mercaderes y me pidió hacer más volcanes para extraer el azufre, el carbón y el salitre. Sentí un gran regocijo en saber que mi magia, además de poder servir a la estética o a las cosechas, por la modificación de los terrenos, también comenzaba a hacer más prósperas en sus riquezas a las tierras que antes no lo eran. Incluso me sentí henchido de orgullo al haber contribuido a la ciencia de la alquimia de esos sabios. Me alegraba ver los fuegos inventivos tronando por los aires, a la gente eufórica.
El rey agradeció mis servicios y me permitió continuar con mi peregrinaje. Así, abandoné aquel reino, pensando en qué nueva montaña haría en mi siguiente destino. Al cruzar las nuevas fronteras, me encontré con los señores de aquellos feudos que, contrario a casi todos mis anteriores viajes, no querían embellecer sus paisajes con cordilleras nevadas o fructificar sus cosechas con montes en donde hubiera bosques y ríos para alimentar a los prados.
—Hemos escuchado hablar de que los volcanes son la fuente de la materia para hacer la sustancia negra del fuego —me dijeron los señores —. Y usted hace que la tierra se convierta en nuevas montañas, ¿podría hacer que nazca un volcán en estos dominios?
Accedí a los deseos de esos gobernantes, pensando en mi interior que ayudaría a la felicidad y prosperidad, que también ellos ansiaban producir su propia medicina del fuego para inventar nuevos divertimentos luminosos para agraciar sus noches. Tracé mis líneas en los valles y tras decir las palabras de la magia geológica, nació un alto volcán. Su boca humeaba y en sus yacimientos estaban el azufre, el salitre y el carbón.
Mi sorpresa fue que, en vez de usar la sustancia negra del fuego para el divertimento, los señores de esas tierras usaron el poder de explosión del compuesto, para crear armas capaces de lanzar proyectiles más rápido de lo que puede ver un ojo. Era extraño ver aquello. La magia que dio vida a las criaturas artificiales volando, ahora era una magia para la destrucción que reemplazó a las espadas y arcos de los guerreros del reino por extraños tubos alargados que, al colocar el compuesto negro del fuego, expulsaban lenguas flamígeras. Se inventaron tubos de metal muy pesado cargados de proyectiles de sólido hierro que bramaban y desintegraban muros, puertas y murallas en un pestañeo.
—Gracias a esto, Gran Mago, no habrá enemigo para nosotros —dijeron los señores.
Quise dialogar con los señores sobre los peligros de usar una sustancia tan volátil. Intenté apelar a su buen corazón, decirles cómo mi magia siempre fue usada para el beneficio de las personas, de los paisajes, del espíritu mismo, pero ellos se limitaron a decir:
—Usted no se meta en asuntos de guerra. Solo limítese a hacer montañas.
Consternando emprendí mi huida. Vi cómo alrededor del volcán se habían reunido miles de personas; mineros, labrando la estéril tierra, extrayendo cubetas llenas de la materia amarilla, otras veces de salitre y carbón. A la distancia parecían hormigas entretenidas en un perpetuo frenesí.
Después, escuché los disparos de la guerra. El fuego se encendió y la muerte se hizo presente. Maldije mi magia, detesté mi obra y deseé no haberla hecho. Decidí usar unas palabras que, cuando se dicen, hacen destruir la memoria. Las pronuncié y al hacerlo olvidé toda mi magia. De esta forma no habría más montañas, no habría más volcanes. Fue una liberación, pero también una despedida a una parte importante de mi sentido de existir.
Continué mi peregrinación, ahora sin rumbo y sin propósito. Me encontré, para mi decepción, que las montañas en las otras tierras habían sido cercenadas para extraer minerales para la guerra. Metales de armaduras y espadas. Ya no había nevados, ni sierras ni montes como deleite a los ojos o arrastrando arroyos y ríos.
Decidí apartarme lo más lejos posible de la civilización, escapar hacia los rincones más inhóspitos para volverme un ermitaño, expiar mis crímenes en la más absoluta soledad, pero en mi trayecto fui capturado por unos piratas que, sin darme cuenta, me siguieron largo rato. Me llevaron en calidad de cautivo a uno de los tantos volcanes que había hecho. Este era uno enorme, que exhalaba inmensas humaredas.
Las cadenas me rodearon las manos y pies. Cargué grandes cubetas de madera sobre mis hombros que despellejaron mi piel. Al inicio era mucho el dolor, pero después me acostumbré hasta olvidar qué era sentir. Junto a otros prisioneros, escuálidos por no comer, subía las inmensas faldas del volcán hasta llegar al cráter donde había un calor indescriptible. Ahí llenaba las cubetas con las hojas de azufre y bajaba a donde la fábrica del compuesto del fuego que irían a parar a las armas. Había guerra por todas partes, se respiraba el aroma bélico por doquier.
Lo que nadie notaba es que un día el volcán se empezó a hinchar de los lados. Era más y más grande y el humo era cada vez más denso. Yo estaba en las faldas, a punto de subir, cuando los lados del volcán colapsaron. La montaña, en cuestión de segundos, se derrumbó y vomitó todo su interior. Todo se llenó de cenizas, pedazos de roca inmensos y calientes cayendo como estrellas fugaces. Luego salieron los ríos de lava, como torrentes de sangre derramada.
Caía fuego mientras el sol era devorado por la oscuridad y el frío hacía su impiadosa presencia.
No sé cuánto tiempo llevó todo esto. Quizás días, semanas, meses.
Sobreviví, sí, recorriendo cientos de millas, comiendo algunos arbustos maltrechos del camino, encontrando cadáveres de personas y animales sepultados por cenizas. Cadáveres congelados en el hollín, congelados en el tiempo, en su última pose antes de desaparecer todo rastro de vida.
Ahora, al recordar esto, ya no veo ni a las montañas, ni a los bosques ni a nadie. Solo la neblina opaca, impenetrable que, a cualquiera de las direcciones en las que mire, lucen exactamente igual.
El mundo se ha borrado.
Ya no sé a dónde ir.
Fotografía tomada de The New York Times
| Víctor Parra Avellaneda (Nayarit, México 1998). Biólogo y escritor. Ha publicado en revistas como Axxón, Cósmica Calavera, Penumbria, Espejo Humeante, Pirocromo (UAA), La Colmena (UAEM), Sci:fdI (UCM), Zur (UFRO), The Temz Review, Piker Press, Spelk, The Pink Hydra, Spillwords y Historias Extraordinárias (Brasil), entre otras. Autor del libro Más allá del horizonte (Ediciones del Olvido, 2022). Miembro de la ALCIFF, de la IASFA y del Gran Colisionador de Textos Especulativos. Premio Nacional de Literatura Fantástica de la Universidad de Sonora 2024 por la novela de ciencia ficción Cuando las nubes salen a cazar. |
