Las distopías han logrado crear un espacio de reflexión para los límites de los argumentos, por los cuales es necesario, y hasta razonable, mandar al caño a la civilización actual. A la par, en la búsqueda de otros mundos posibles, no deja de persistir la vitalidad de pensar los espacios oscuros de la decadencia proverbial de la humanidad y, de tanto en tanto, hacer convivir nuestra esperanza con la desilusión, para que nuestras utopías sean una provocación y no una burbuja de cristal.

Este es un campo abierto para las narrativas menores (como Deleuze tenía pensada a la literatura de Kafka), para la ruptura pragmática de los límites en tensión, para la clandestinidad política para formar corporalidades contestatarias de lenguajes incendiarios y para la apertura de nuevos mundos comunitarios que no se limiten en representarse a sí mismos ni a sus esperanzadoras o desgarradoras transformaciones.

¿El diseño de mundos nuevos se plantea el desmantelamiento de los anteriores? Destruir, infectar, invadir, incendiar, digitalizar, acelerar y colonizar quedan como verbos de horizonte argumentativo, con o sin la sustanciosa saliva del progreso y del capitalismo con sus jerarquías culturales.

En este aparato de letras aparece una pregunta: ¿nuevos mundos requieren nuevos géneros para el nacimiento de sus dispositivos de enunciación? La pregunta aquí se germina y en estas líneas no se cultiva, pero nace un rizoma en su interior:

¿Qué mundos se agotan en este momento de delirio cuando se tocan y ejecutan circunstancias que exceden el tejido de los espacios excéntricos en el mito del posmoderno Proteo (dios del mar que sabía el presente, pasado y el futuro, que podía profetizar, pero que, sabiamente, cambiaba de forma para evitar a los humanos)?

¿Cómo adelantar un ápice o un carajo cuando todo parece fuera de sentido?

Se confunde la realidad “estable” y la disposición pública de los enunciados que nombran el presente donde convivimos con las máquinas que funcionan dentro de nosotros: aparatos visuales de lenguaje axiomático, dispositivos semánticos de IA, dispositivos de vigilancia narrativa con posicionamiento moral geolocalizado, mónadas hipersexualizadas de rituales psíquicos, cuerpos de datos bélicos y regímenes de signos medicalizados, trampas geográficas de desterritorialización Necropolítica, territorializada en una Tánato-ética (del derecho de quién para una muerte digna: suicidio-blanco, al genocidio neocolonial de la muerte para todxs).

La aceleración de los contextos impacta como un meteorito de disposiciones. Lo imaginado y lo vivido rozan mientras la tecnología desarrolla espacios públicos donde las circunstancias exceden la enunciación de “acontecimientos” y su tratamiento para nombrarlos más probables que “reales”.

Quitarle la posibilidad especulativa al mercado es un llamado al combate para los imaginarios. Cuanto más soñamos, más necesario una ficción de la que el sueño esté desterrado, que sea nómada.

¿Para quién sirven estas especulaciones, las fabulaciones y los delirios?

El uso del sueño y la imaginación no son actividades parasitarias de la coherencia y la racionalidad; son capacidades sin las cuales el pensamiento correría el riesgo de pasar al estado pantanoso fascista que vuelven reales los agenciamientos para una razón-abismo: el antivacunas regenera las células KKK, no por un exceso de imaginación, sino por el desbordamiento de una realidad que ya no puede habitar sin la intolerancia como principio de razón suficiente.

Y es en el razonamiento de la razón suficiente de la antropogénesis donde somos criaturas bañadas en Ubik (misteriosa substancia, que aparece en la novela homónima de K. Dick, cuyas propiedades casi mágicas son capaces de revertir la entropía y restaurar la realidad), con una metafísica sin fondo, un abismo de diferencias sin propiedades; seres sobradamente individualizados en el caos, fuera del ser, sin diferencias.

Aún cubiertos de Ubik, la promiscuidad de las grandes tragedias continúa y acaba con algo más que el mundo habitable; deteriora la capacidad de configurar las microdesgracias que se despliegan en el espacio íntimo: en la selección de series composibles donde ya no hay imaginación para el mejor de los mundos posibles, y únicamente queda espacio para el final del peor de los mundos realizados.

La inocencia que muere en la guerra no es Derrida con su libro Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía. Y aquí una astilla: los guiños al fin del mundo como una especulación estética evaden la praxis. La desgracia es tomada como contemplación o como inspiración y en el horror configuran la fascinación ominosa y macabra, lo mismo que atrayente y seductora, marcada por el sendero del fin del mundo, un sendero compuesto y dotado de memoria.

¿Cuántas veces no hemos visto el fin del mundo representado en música, películas, series, pinturas, estatuillas?

Para Frank Kermode, crítico inglés y autor de El sentido de un final, existe la búsqueda de un cierre narrativo para explicar la escasez que se centra en la necesidad cultural de una narración apocalíptica que despega de una visión utópica, la cual puede tener un continuum. Sin embargo, la visión apocalíptica dota a la narrativa de una dialéctica entre el bien y el mal donde se enfrentan con violencia.

Al parecer, hemos territorializado el choque final, como si ese fuera el límite, como una pared que se aleja mientras la cámara sigue profundizando en la dramática escena. Más que una tradición dentro de la ficción, hay un método de unidad dentro de ella, que tiene la finalidad de explorar cierres narrativos para explicar la escasez de una esperanza generalizada.

Quizás no hay esperanza que tenga suficiente potencia para atravesar el desencanto actual. Esa es una de tantas tentativas de hipótesis (o afirmaciones tangentes). Afirmación que al mismo tiempo carece de un programa de afectos que pueda respaldar dicha afirmación.  

En “El perseguidor” de Julio Cortázar, Johnny Carter, saxofonista virtuoso, intenta lograr ver dentro de sus creaciones visiones apocalípticas que no puede comunicar, que apenas y puede describir y cuya única forma de expresión es mediante intensidades sonoras que todos toman por música virtuosa, cuando en realidad intenta comunicar la premonición de un destino ominoso:

¿Serán realmente urnas, Bruno? Anoche volví a verlas, un campo inmenso, pero ya no estaban tan enterradas. Algunas tenían inscripciones y dibujos, se veían gigantes con cascos como en el cine, y en las manos unos garrotes enormes. Es terrible andar entre las urnas y saber que no hay nadie más, que soy el único que anda entre ellas buscando.

Campos de urnas funerarias que bien podrían ser cabezas de misiles. El jazz es parte de los elementos inestables fuera de la inmanencia de toda estructura y orden que lo hace excluirse del pensamiento, en un orden del cosmos que corta el caos y lo aterriza en el sonido, condición animada de corporalidad.

El fantasma de quietud e inquietud mística acecha lo deseado y lo indeseable. ¿Pensamos en el fin del mundo como principio de razón suficiente para no desearlo? ¿Puede existir una inversión de la razón suficiente hacia su principio inexplicable, absurdo y siniestro? Entonces se invoca el apocalipsis como uno de los afueras del ser que puede ser experimentado desde el punto de vista que lo nombra y narra en la extensión donde se democratiza la carne y su potencial blasfemo que irrita al mismísimo creador:

Y los reyes de la tierra que han fornicado con ella, y con ella han vivido en deleites, llorarán y harán lamentación sobre ella, cuando vean el humo de su incendio, parándose lejos por el temor de su tormento, diciendo: ¡Ay, ay, de la gran ciudad de Babilonia, la ciudad fuerte; porque en una hora vino tu juicio! Y los mercaderes de la tierra lloran y hacen lamentación sobre ella, porque ninguno compra más sus mercaderías; mercadería de oro, de plata, de piedras preciosas, de perlas, de lino fino, de púrpura, de seda, de escarlata, de toda madera olorosa, de todo objeto de marfil, de todo objeto de madera preciosa, de cobre, de hierro y de mármol;

Apocalipsis 18:2-12

El apocalipsis como babilonia del lenguaje de programación que denuncia la corrupción material en la estética de intensidad (en tanto a un miedo sensible) que se comunica con la dialéctica de las ideas. Estética en cuando a teoría de la sensibilidad, analítica en cuanto a teoría del objeto, dialéctica como teoría que se extiende a la experiencia de la condición de la sonoridad del estruendo que se vuelven un campo de señales e indicios del final.

Engaños en el choque entre cuerpos, materialidad y subjetividades, sonido de entidades relacionales y colectivas.

El flujo animado por materiales que se desparraman en una agencia fantasmal con la capacidad de actuar a la distancia a través del mito del fin del mundo. Algo sucede y uno se pregunta: ¿ya pasó, está pasando, pasó? ¿volverá a pasar?

Escuchamos entidades extrañas que se desintegran en el caos: narraciones zombis cuya carne es perseguida por lo último que queda de la razón suficiente; fragmentos de noticias que ponen armamento en malas manos (como si hubiera las correctas); canciones que se mezclan con memes del disco Peace Sells de Megadeth: explota el mundo detrás y la siguiente línea es: “como te iba diciendo”.

El fin del mundo tiene agencia fantasmal: guarda la capacidad de des-fecundar los cuerpos y excitar las fantasías, ya previamente activa en la memoria, y despliega el espacio ontológicamente promiscuo para la superposición caótica de entidades: una casa embrujada por el énfasis en el individuo que encuentra un aliento en la soledad minúscula de la fantasía de ser el último en pie.

Atravesar la condición apocalíptica es atravesar la condición animada de la corporalidad y el trauma historiográfico que representa el sufrimiento de quien narre el fin del mundo.

¿Es posible otro fin del mundo que no sea “El fin” del todo?

El realismo y la ciencia ficción no difieren en cuanto a la lógica de expresar racionalidades discursivas dentro de un sistema narrativo establecido por las condiciones sociales de producción y reproducción. La función especulativa que la diferencia es la que encarna el extrañamiento que discute con el principio de razón suficiente, que hace desproporcionar la crisis premeditada.

Especular también es devorar los acontecimientos, no para digerir su fundamento último (mostrar el final), sino para volcar el sin fondo y el sin sentido, lo que gruñe bajo la lógica y el razonamiento, para convertir cada acto ficcional en gritos filosóficos que subyacen en los límites de los marcos científicos. 

El diseño ficcional de ecosistemas de digestión especulativa puede especializar pensamiento e imaginación, allí donde se forman resonancias e interferencias. La ficción como el “otro devenir” que no es estructural. Estructura no es configuración. La estructura es un cierre de identidades, mientras que la configuración es una vista en diagonal de lo imaginado y, por tanto, perteneciente al mundo sensible: ya sea real o virtual.  

La configuración de la representación, en el campo ficcional, da señales de lo político del deseo social que atraviesa la tecnología y mira en el extrañamiento cognitivo de la catástrofe con la lógica de la metamorfosis, donde el elemento mítico se mezcla con ella, y la actitud científica queda liberada de una estructura científica: una idea visible a través de una lógica otra: es decir, donde las diferencias no son un abismo, sino la producción de nuevas superficies que emergen de la contradicción de los principios de razón suficiente y minan su fundamento de continuidad.

Ya procesado, ¿el fin del mundo puede cuestionar el derecho de quién es el hablante del devenir humano y balbucea el final de la antropogénesis como lógica extractivista de la ontología de la experiencia vital donde habitan las ruinas y las estructuras?

“Si el chamán se silencia, se cae el cielo”. La oración excede los límites de lo pensable ante la precariedad de la realidad y su generación de riquezas y abundancias en la lógica capitalista, donde las repeticiones de patrones de fatalidad parecieran estar anuladas por la lógica, mas cabe decir que existe la capacidad sensible de pensar que el chamán nos es un sistema-mundo, sino una configuración otra, una donde existe una relación otra de aperturas narrativas, y no solamente cierres narrativos traumáticos. Pero al decir “Si la bolsa de valores se silencia, se cae el cielo”, ¿qué sucede?

“Hacer oír un grito en las cosas visibles” es la consigna en la lógica de Deleuze. Gritos de peces, gritos de rocas. Gritos de lo inaudible. El grito del futuro donde se le pregunta al principio de la razón suficiente: “¿con qué derecho fuiste instaurado?”, y cuya pregunta es tan válida como las ficciones que la exploran. Cultivar el arte de escuchar y dejarse rodear por la voz espectral de Deleuze es el arte de lo que resiste.

¿El fin del mundo otorga inspiración para escuchar lo inaudible? O, acaso, ¿es una arqueología en el marco conceptual del mito del eterno retorno (que da lo mismo nacer porque todas maneras vamos a morir)?

Tematizar lo caótico occidental en un devenir lineal del tiempo es ignorar las sonoridades del ángelus novus de Walter Benjamin: el diseño acústico que se queja de la modernidad con la arquitectura de la iglesia del progreso diseñada para reproducir en su eco el sadismo con el que nos presentamos la idea de que solamente hay una forma narrativa que cobra vida como dispositivo: el desastre.

Eso sería permanecer ambientados en el fin del mundo sin realmente habitarlo, como describe Byung-Chul Han en su psicopolítica: “ […] ambientado(s) de un modo o de otro. El ambiente expresa un ser-así. Las emociones surgen precisamente al desviarse del ser-así… No hay, por el contrario, una emoción o un afecto cordial. El ambiente no es ni intencional ni performativo”.

Es un ambiente de autodestrucción que no se desmarca del orden y, al contrario, genera una autoagresividad que no convierte al explotado en rebelión corporal, sino en ruinas con problemas de aceptación, ruinas que sirven de inspiración y contemplación para el desastre generalizado, ciudadanos imaginarios habitando el destino, que no es lo mismo que habitar el futuro.

El Antropoceno de Donna Haraway en el estado psicoactivo donde pensar las ficciones y las narrativas sería solamente exhibir las intimidades congeladas, tal como las evoca Eva Illouz: “[…] en estas intimidades la angustia se vuelve un sentimiento que se es propio a una temporalidad que no es compatible con el afecto, es decir, un estado constante de la permanencia que caracteriza al sentimiento de carencia y precariedad y desolación”.

Sentimientos que alimentan al capitalismo de plataforma y su economía de los vacíos.

El fin del mundo como movimiento fractal, un fin sin fin que seduce al esquizofrenizar la muerte con una fascinación que la adorna, que nos arranca de nosotros mismos.

Adoramos la vida que vale la pena ser vivida hasta llegar al límite de nosotros mismos. Nos aferramos a los suspiros de vida para dejarnos llevar a los canales del tiempo donde nos espera el flujo del canto que rompa con todos los silencios.

La muerte no es nuestro propio fin del mundo más allá del límite de nosotros mismos. No es un riesgo aferrarse a la vida si existe la posibilidad de abrazar el polvo y las potencias que nos sujetan a la agencia de la experiencia de un límite cognitivamente inaccesible (hasta ahora), pero alcanzable narrativamente. Por medio de la imaginación accedemos a la acción política donde todo lo que hacemos se desvía de su curso natural hacía el simulacro donde la melancolía y la furia del fin del mundo ocultan el error de todas las determinaciones: una capacidad de devenir en otredad.

Hay un llamamiento a las ficciones para explorar la capacidad de otredad, donde el espacio lógico de los acontecimientos que forman parte del fin de todas las cosas no solamente invoque desastres puros en el colapso del pensamiento; por el contrario, también evoque la capacidad de la denuncia de tiempos de contrastes, que contemple que el instinto de muerte en la imaginación no es testimonio de un pensamiento de ser para la muerte, sino la afirmación de las potencias de la vida y denuncia de la crueldad que intenta aferrarse a ella.

Finales del mundo donde el instinto de muerte forme parte de un acontecimiento especulativo y sea necesario hacer morir todo, salvo las potencias de la vida.

Imagen de El juicio final de El Bosco

Manuel Mörbius (Ciudad de México, México, 1984). Escritor, generador de ruido e investigador independiente. Sociólogo por la UAM-Xochimilco. Sus principales intereses se centran en la ciencia ficción, el terror, la música y el sonido. Ha sido editor de Arte-facto (2004-2014), así como productor de radio y medios digitales. De 2020 a 2023 fue integrante del Seminario de Estéticas de Ciencia Ficción, Cenidiap, INBAL. Actualmente es colaborador de Clandestina, espacio de encuentros en Santa María la Ribera, y forma parte del ensamble de experimentación sonora Prótesis. Sus textos han aparecido en antologías y colecciones como Liminales II (Casa Futura), Xalisco Monstruoso (Mandrágora), Los mundos que se agotan (Paraíso Perdido), Mundos Nuevos (Estigma), y en revistas como Colectivero (No. 2), Revista Enchiridion (No. 13), Irradiación, Revista Marabunta, Letras Insomnes y Teoría Omicron.

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Escrito por:paginasalmon

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