El 8 de marzo la calle era un sistema respiratorio que inhalaba y exhalaba. Cada una éramos la célula de un solo cuerpo inmenso con venas de calles, lunares de pañuelos y digestión de nombres. Y como nosotras éramos la ciudad y éramos la calle, yo caminaba sintiéndome muy holgada en mi carne, marinándome a gusto en mis jugos; el sudor ungiéndome la espalda baja y las primeras gotas de sangre del mes resbalándome por el muslo. Aquel era el escenario preciso para que el vientre me doliera porque el bochorno maternal de la primavera me sosegaba los espasmos, aunque sin silenciar a la música natural del dolor. De todas formas, ya iba con el vientre dolido; con la maternidad cercenada. 

Estoy casi segura de que mi familia y amistades resolvieron que yo estaba bien. Me veían enfocada en mis asuntos y los chistes seguían haciéndome gracia. Algunas personas piensan que esas pastillas se toman como se toma un desparasitante. Dejaron de preguntar cómo me sentía. No sabían que la textura de mi pensamiento era la de un coágulo enredado en tejidos blanquecinos. Estuve injustificadamente molesta, yo misma decidí que mi discurso interior de padecimiento no tenía cabida en los momentos que compartíamos. Mi luto era uno de los que está mal sufrir en voz alta. Una se queda sola con el vientre vacío y la confusión resonando en su eco.

Ese año la marcha fue diferente. Iba con la rabia diluida en un llanto que no sabía cómo ni en dónde desembocar. Hay dolores que acaban con todo, que deshumedecen cualquier oportunidad de desahogo. Mi cuerpo ya solo entendía de permanecer largamente conmocionado al interior del frasquito de una crisis quieta y silenciosa cuando veía a los bebés en los espacios; sobre todo, cuando eran recién nacidos. Ante la necesidad de catarsis figuré que, quizá, aquel día me permitiría las condiciones propicias para llorar al fin. Quería poder lucir la verdad de mi cara: incolora, madura y lastimada. 

Una canción de barullo, silencio y albedrío soplaba las jacarandas. El transcurrir por la calle en procesión solidaria me sensibilizó el pecho de tal modo que, quedé con la guardia abajo. Entonces, mi cuerpo se volvió la imagen concreta de mi dolor. Pude habitar al fin mi realidad psicológica al exterior de mi cabeza; en la calle. A las afueras de la estación del metro Allende vi a una mujer empujando una carriola con dos niños dentro, eran gemelos. Se estaba encontrando con sus amigas para marchar en conjunto, incluidos los dos niños. Una carriola para gemelos.

Hubo un día de aquellas semanas desgarradoras en que Él y yo buscamos carriolas para gemelos en Mercado Libre. El precio me retumbó burlón en nuestra ocupación de estudiantes de tiempo completo y fue entonces cuando el último terrón de esperanza terminó de desintegrarse; en la imagen de una estúpida, estorbosa y anhelada carriola para gemelos. Entendimos lo que resultaba más «sensato» hacer. Él lo asumió de inmediato y yo tuve que obligarme a hacerlo en los días anteriores a la fecha agendada. El tiempo se hace una manguera que succiona tu más divino lugar, la parte de vulnerabilidad que siempre queda abandonada al tomar una decisión. En esos días, los embriones crecieron tanto, que pude escuchar el latido de sus corazones en el consultorio. Adentro me latían tres corazones, hasta que fue uno solo otra vez, como si nada hubiera pasado. No pasó. Nunca lo dijimos en voz alta, jamás pronunciamos la palabra. Ni siquiera pudimos voltear a vernos. Simplemente bajé al inframundo desesperado y vertiginoso de los grupos de acompañamiento en Facebook, esas sociedades autosuficientes e imperfectas relegadas a la ilegitimidad desde donde las mujeres urden derechos humanos.

Apenas unos pasos más adelante de la carriola, sentada en una banca, estaba una morra a la que le calculé la misma edad que yo tenía entonces, unos veintitrés. Su barriga la ensalzaba en verdad plenamente. Llevaba un cartel con la leyenda: “No soy macho, estoy embarazada, justificando la gozosa razón de su incapacidad para brincar en el contingente. Yo quería ser ella, quería estar embarazada. Se suponía que ese día estuviera participando de la marcha sentada en una banca con mi pancita de veintidós semanas. Dejé de contar mi vida en semanas hasta que se hicieron los nueve meses y llegó la temporada de Cáncer. Me hubiera gustado decirle a la maestra en el kínder: “perdone usted, es que mis hijxs son cáncer”. ¿Cómo había llegado esa chava a obtener el coraje que a mí me había faltado? Me reconocí enojada conmigo y entonces… lloré. Me solté a llorar en la calle, en plena marcha. Fue allí cuando encontré la pregunta que había estado buscando: ¿en verdad estaba arrepentida o me causaba culpa no estarlo? Y el paso incierto de la vida me lo iría desvelando.

No tenía el derecho de autodenominarme madre, porque no había cruzado al acontecimiento que es un parto ni a la aventura de la crianza y, todavía más importante, no había llegado a escuchar las vocecitas de dos criaturas bautizándome como mamá. Y, sin embargo, aquello no me quitaba el que yo entendiera de náuseas, de hambre voraz y de senos hinchados. Aquello no me quitaba el que yo hubiera amado al ras de la muerte. Jamás podría serme negada la indestructibilidad bondadosa y felina que me hizo sentir parte del mundo por vez primera el día que supe que mis entrañas eran madriguera. ¿En qué resquicio del espectro de la maternidad o del luto encajaba yo?, ¿en dónde sí tenía derecho a sufrir?, ¿en dónde estaban las no madres? Están en todos lados, pero ni siquiera ellas mismas se saben nombrar. Al poco rato llegó el momento de enfrentarme con la palabra. Sabía que pronunciar sus sonidos me achicharrarían la lengua y la garganta, pero mi espíritu merecía decir su pena. Y así, sangrando en mitad de la canícula, mis ojos rechinaron de tan fuerte cerrarlos y escuché mi voz como si, de pronto, fuera yo la única gritando allí: ¡Aborto sí, aborto no, eso lo decido yo! Como si de pronto, la consecuencia que estaba asumiendo me hubiera recordado dignamente que mi cuerpo era mío, devolviéndomelo a la tierra o al concreto del Zócalo todo grafiteado de morado, de dolor y de ira; y que mi penitencia, no me la iba recetar ningún señor en sotana.

Foto de Hugo Salazar, tomada de El Economista

María Elisa Barrios (Estado de México, México, 1999). Estudiante de lengua y literatura y maestra de inglés, pero lo que la define es que puede soñar lúcido muy bien. Está interesada en la narrativa femenina contemporánea, la crianza colectiva, la poesía, el amor y los fantasmas.

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Escrito por:paginasalmon

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