Mientras en Francia críticos como Roland Barthes proclamaban la “muerte del autor” (1994 [1968]) o figuras como Michel Foucault se cuestionaban por su función en el orden del discurso (2014 [1969]), durante la década de 1960 en México se convocaba a un acontecimiento literario sin precedentes, que colocaba al autor en el centro de la vida pública y cultural. Fue en 1965 que el Instituto Nacional de Bellas Artes organizó el primero de los tres ciclos de conferencias titulados “Los narradores ante el público”. En términos generales, la tarea consistía en que los autores convocados expusieran de forma sucinta su relato de vida y, en la segunda mitad de su presentación, compartieran un breve adelanto de su trabajo con el público asistente de la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes.
El proyecto, gestado por Antonio Acevedo Escobedo, jefe en ese entonces del Departamento de Literatura, contó con la participación de escritores como Juan Rulfo, Juan José Arreola, Amparo Dávila, Inés Arredondo, Juan Vicente Melo, José Emilio Pacheco y Carlos Fuentes, tan solo por mencionar algunos nombres. Y fue, precisamente, durante el primer ciclo, compilado en un libro al año siguiente por la editorial Joaquín Mortiz, que Rosario Castellanos se presentó, un 22 de julio de 1965.
Para entonces, Castellanos contaba ya con una larga carrera, tanto en narrativa como en poesía y ensayo, desde su debut con Trayectoria del polvo (1948) hasta títulos hoy clásicos como Balún-Canán (1957), Oficio de tinieblas (1962) y Los convidados de agosto (1964). Eso sin mencionar que Castellanos ya era una firma reconocida con una extensa y prolífica obra dispersa en las distintas revistas y suplementos culturales de la época, de los cuales fue colaboradora regular.
Asimismo, durante los mismos años, críticos como Emmanuel Carballo la señalaban como una de las escritoras mexicanas más influyentes del momento: “Consagrada profesionalmente a las letras, Rosario Castellanos demuestra que la inspiración y el talento se complementan con la paciencia y el trabajo” (2003 [1965]: 499). De tal forma, podemos aseverar que la Rosario Castellanos que se presentó en aquella sala del Palacio de Bellas Artes se encontraba en una suerte de proceso de consagración, lo que suponía no solamente el reconocimiento del público y de los lectores, sino también su legitimación como escritora ante sus colegas narradores, críticos literarios y demás agentes que integraban el campo cultural de aquel entonces.
Resulta importante entender las circunstancias en las cuales se encontraba Rosario Castellanos, en la medida en la que la escritura autobiográfica siempre se halla sujeta a las condiciones del presente de enunciación del yo. No es lo mismo contar la propia vida cuando se es joven y no se tiene una larga trayectoria, que cuando se tiene ya el prestigio y el reconocimiento suficientes, validados incluso por las instituciones oficiales.
Así, antes que aproximarnos a este tipo de textos desde el valor anecdótico o documental, habría que considerar la función que cumplieron las escrituras autobiográficas en su momento y, al mismo tiempo, tener presentes las circunstancias que moldearon su producción. Pues toda autobiografía es, en mayor o en menor medida, un problema de identidad; para el caso de los escritores, de “identidad literaria” o, como lo señala Jérôme Meizoz, de postura autoral, que no es otra cosa que la imagen pública que de sí construye un autor, una imagen sometida a las tensiones y discusiones del público, de los críticos y de los mismos medios de comunicación que la ponen a circular (2015: 7).
Visto en estos términos, en el presente trabajo me interesa destacar cuál fue la identidad que forjó Rosario Castellanos en esta presentación autobiográfica y mediante qué recursos se presentó de forma pública, primero, ante los asistentes de su conferencia y, luego, ante los lectores del volumen impreso. Pues considero que una parte fundamental del tránsito, lectura, recepción, interpretación y prestigio de la obra literaria de estos escritores está mediada por la postura autoral que proyectaron en su momento, una imagen que incluso ha llegado a nuestros días y sigue dictando la forma en que nos aproximamos a sus libros.
Desde las primeras líneas de su relato autobiográfico, el lector puede intuir muchos de los rasgos distintivos que buscó destacar Castellanos:
Comparto la opinión de los antiguos en el sentido de que vivir no es necesario. Pero ya que se vive, por lo menos habrá que superar esa contingencia escribiendo. Así yo, a semejanza de la protagonista de la última de mis novelas –Rito de iniciación– no doy por vivido sino lo redactado (1966: 89).
Pronto se advierte el tono conciso y seguro –incluso hasta un poco irónico– que será constante a lo largo de todo el texto. No hay atisbo de dudas ni arrepentimientos, como tampoco distinciones claras entre vida y escritura, sino más bien queda patente que una adquiere sentido mediante la otra.
Del mismo modo, desde el inicio de su presentación, Castellanos no evade datos y pasajes de su vida íntima, su familia ni su infancia. A diferencia de otros ponentes del mismo ciclo, quienes comienzan con una suerte de justificación ante la tarea autobiográfica, una modestia que se intuye más como parte de una estrategia retórica que como una genuina incomodidad, Castellanos no tarda en señalar su fecha y lugar exactos de nacimiento. Así como tampoco la relación con su hermano, quien murió muy pronto, cuando todavía era una niña:
Tuve un hermano, un año menor que yo. Nació dueño de un privilegio que nadie le disputaría: ser varón. Mas para mantener cierto equilibrio en nuestras relaciones nuestros padres recordaban que la primogenitura había recaído sobre mí. Y que si él se ganaba las voluntades por su simpatía, por el despejo de su inteligencia y por la docilidad de su carácter yo, en cambio, tenía la piel más blanca (Castellanos, 1966: 89).
Tras su muerte, narra la misma Castellanos, la relación con sus padres sufrió una suerte de fractura, un distanciamiento que la obligó a asumir una precoz responsabilidad por su persona. La soledad de la niña, entonces, y lejos de caer en el lugar común de la tragedia, es asumida por la autobiógrafa como la oportunidad de encontrar con más o menos libertad su vocación y los distintos temas que la prepararán para desarrollarla. Lo anterior se ilustra muy bien en el pasaje dedicado a su encuentro con la cultura impresa:
Mi padre, que había hecho sus estudios de ingeniero en una universidad norteamericana, poesía una biblioteca a la que yo tenía acceso. Pero, desgraciadamente para mí, la mayor parte de los libros eran acerca de las materias técnicas de su especialidad y esos y los otros estaban escritos en inglés. No me quedaba, entonces, más remedio que conformarme con la lectura de los periódicos que descuidadamente dejaban a mi alcance (Castellanos, 1966: 90).
Resulta significativo que Castellanos se muestre como una niña curiosa, que busca por sus propios medios la cultura impresa. No se trata de una imposición ni de una lección escolar, sino más bien de un impulso o voluntad creativa. Sus inquietudes, al final, quedan satisfechas con la lectura de un tipo particular de textos en la prensa: “Ah, pero mi hambre de tragedia qué bien se saciaba con la lectura de la nota roja. Debo admitir que más que lectura era adivinación porque la mayor parte de los términos tenían un significado que me era desconocido” (1966: 90).
El resto de su infancia y adolescencia, Rosario Castellanos se describe como una joven que paulatinamente desarrolla su vocación, aún en contra de las circunstancias desfavorables de su medio. Todo adquiere el significado de preparación, de ejercicio, de perfeccionamiento de las aptitudes, incluso ante las dificultades. Desde el momento, por ejemplo, en que todavía siendo niña, colabora en una revista infantil con unos cuantos versos e inmediatamente nos dice:
A partir de entonces supe que mi profesión era la literatura, pero como esta no figuraba en el catálogo de las actividades ya no digamos respetables, pero ni siquiera posibles a las que se dedicara ninguna criatura que estuviera en sus cinco sentidos, tuve que ejercerla de modo furtivo (1966: 91).
No obstante, también es posible hallar un agudo sentido autocrítico en su mismo desarrollo. Este sobresale cuando Castellanos menciona algunos de los autores y autoras que más le interesaban durante su paso por la universidad, nombres como José Gorostiza, Jorge Guillén, Salvador Novo, César Vallejo, Gerardo Diego y Gabriela Mistral:
Yo me engañaba con la ilusión de que las admiraciones que me traspasaban, los entusiasmos que me conmovían eran perceptibles en los textos que por esas fechas me aplicaba a escribir. Pero lo único que saltaba a la vista era una facilidad que, aunada a la carencia de ningún principio selectivo, se convertía en hojarasca (1966: 94).
Otro rasgo que distingue a Rosario Castellanos de la mayoría de los participantes de Los narradores ante el público es la mención de sus colegas, amigos y compañeros de generación durante esos mismos años universitarios. Es verdad que como autora se muestra en muchas ocasiones como una creadora solitaria, sin mentores ni guías, mucho menos discípulos, pero no por ello deja de hacer mención de algunos amigos como Dolores Castro, Emilio Carballido, Sergio Magaña, Luisa Josefina Hernández, Jaime Sabines y Sergio Galindo, entre otros tantos, de quienes comenta:
La amistad y las conversaciones, la exigencia implícita y explícita de superación, los hallazgos compartidos, las predilecciones contagiadas, los tanteos sometidos a la crítica, tal era el ambiente en el que nos movíamos, vivíamos y éramos (1966: 94).
Afinidades intelectuales que terminaban, nuevamente, por estimular el desarrollo de su vocación y de su escritura.
Ya en su etapa de madurez, y tras años de trabajo, Castellanos persiste en remarcar su personalidad centrada y definida, segura de sí misma y de sus capacidades. Se toma incluso la libertad de abstenerse de ciertos compromisos, tales como el matrimonio, y asumirlos cuando ella así lo decida, y siempre en concordancia con sus intereses creativos: “Era hora de sentar cabeza, y en enero de 1958 (diez años después de la muerte de mis padres) me casé con un hombre que no únicamente respetaba mi tarea literaria, sino que me estimulaba a proseguirla” (1966: 97).
En términos semejantes, la autobiógrafa refiere otros pasajes de su vida y de su intimidad, incluso aquellos vinculados con su cuerpo, con la enfermedad y con la maternidad. Por ejemplo, leemos que dice en algún momento sobre su padecimiento de tuberculosis:
Cuando la enfermedad tuvo una evidencia incontrovertible me dejé conducir a un sanatorio en San Ángel, donde estuve internada tres meses. No padecí ningún sufrimiento físico y sí tuve el reposo, el aislamiento necesarios como para leer la extensísima obra de Tolstoi, de Proust y de Mann (1966: 96).
Se tratan de años de actividad intensa, en los que la narradora sabe compaginar su faceta creativa con su familia:
En octubre de 1961, la misma noche en que se me concedió el premio Xavier Villaurrutia nació mi hijo Gabriel. Entre biberones y pañales yo escribía el prólogo a la Vida de Santa Teresa, a la antología poética de Sor Juana, a la novela picaresca, a Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos. Y colaboraba semanalmente con los suplementos culturales (1966: 98).
Visto lo anterior, se puede decir que Rosario Castellanos construye una postura de sí misma como una escritora plural (sus temas van desde la literatura clásica hasta los conflictos sociales de Chiapas), capaz de desempeñarse en todos los géneros (poesía, narrativa, crítica y hasta algunas incursiones en teatro), con una formación universitaria, pero también con una visión amplia de otras realidades (ella misma hace saber al lector de sus viajes por Europa, gracias a becas, o sus largas temporadas recorriendo Chiapas en diversos cargos culturales). Difícilmente se podría hallar otro participante dentro de Los narradores ante el público con la trayectoria de Rosario Castellanos. Lo significativo, además, es su voluntad por exponerla ante los asistentes y después ante los lectores; eso sin considerar su labor de síntesis, que en pocas páginas le permite transitar desde su infancia muy temprana hasta su presente.
No extraña tampoco que los críticos y reseñistas de la época hayan destacado su participación, mucho más en contraste con sus compañeros, y en especial con sus colegas varones. Por ejemplo, dice Alfredo Cardona Peña:
Es curioso observar que los «toros de bandera», o sea los escritores más admirados por los lectores, ya sea por su anécdota personal o bien por la importancia de su obra, hayan sido precisamente, los que, al comenzar sus confesiones, hablaron en un tono tremendamente dramático, como si los hubieran sometido al tormento, siendo que en el fondo estaban felices […]. Las damas les comieron el mandado a los varones, pues no se anduvieron por las ramas y entraron luego luego en materia, siendo la más sublime de todas, Rosario Castellanos, al asegurar que ella daba «por vivido lo redactado» (1968: 5).
Más allá de los lugares comunes en la consagración de un escritor, debemos entender el gesto de Castellanos como una declaración pública, no solo de sus principios, sino del lugar que deseaba ocupar dentro del complejo entramado del campo cultural mexicano en la década de 1960; una suerte de constatación de su trabajo y su trayectoria, si bien no en términos combativos, sí en lo que se refiere al reconocimiento público. Castellanos no aspira, al menos en este texto, a mostrarse como una escritora de nicho, muy ceñida a ciertas problemáticas, ni tampoco como una autora con una obra terminada ni mucho menos con dudas sobre su vocación o sus labores: “En lo demás no creo haberme equivocado ni siento que deba arrepentirme, sino solo perfeccionar lo que se alcanza, mantener lo que se logra, proseguir lo que se emprende” (1966: 98).
Para concluir, habría que preguntarnos, en qué medida la imagen que hoy circula de Rosario Castellanos, y mucho más importante, de sus obras, está mediada por este tipo de autofiguraciones, que ya en su momento tuvieron una repercusión importante en el medio literario. ¿Es verdad que podemos separar la obra del autor? O, por otro lado, ¿es una realidad innegable que tanto la obra y postura autoral forman parte de un mismo todo indisociable?
Referencias
Barthes, Roland. (1994 [1968]). La muerte del autor. El susurro del lenguaje. Más allá de la palabra y de la escritura. Paidós. 65-72.
Carballo, Emmanuel. (2003 [1965]). Rosario Castellanos. Protagonistas de la literatura mexicana. Porrúa. 499-511.
Cardona Peña, Alfredo. (7 de julio de 1968). Los narradores ante el público. El Nacional. Suplemento Cultura. p. 5.
Castellanos, Rosario. (1966). Rosario Castellanos. Los narradores ante el público. Joaquín Mortiz. 87-98.
Foucault, Michel. (2014 [1969]). ¿Qué es un autor? Zapata, Juan (comp.). La invención del autor. Nuevas aproximaciones al estudio sociológico y discursivo de la figura autorial. Universidad de Antioquia. 33-48.
Meizoz, Jérôme. (2015). Posturas literarias. Puestas en escena modernas del autor. Traducción y prólogo de Juan Zapata. Universidad de los Andes / Ediciones Uniandes.
*Ponencia presentada en el VIII Jornada de Teoría de la Literatura: Hablemos de Rosario Castellanos, de la Universidad Autónoma de Campeche, el 4 de junio de 2025.
Fotografía tomada de Cien años de Rosario Castellanos.
| Armando Gutiérrez Victoria (Ciudad de México, México, 1995). Escritor. Doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México. Director de Irradiación. Revista de Literatura y Cultura. Ha publicado artículos especializados sobre la obra de Luis Zapata, Jaime Torres Bodet, José Lezama Lima, Reinaldo Arenas y Justo Sierra. Preparó la edición crítica del volumen De escritoras, carnavales y bandidos. Tres crónicas en Violetas del Anáhuac, de Fanny Natali de Testa (Colmex, 2024). Ha publicado textos creativos y de crítica en Nexos, Punto de Partida, La Palabra y el Hombre, Enpoli, La Colmena, Armas y Letras. Autor de Week-end en Zipolite y otros poemas póstumos (2023) y Trece respuestas para un radio (2024). Sus intereses y temas se centran en la literatura mexicana, la crítica y el ensayo; su investigación de grado problematiza la presencia de los géneros autobiográficos en la prensa cultural mexicana en la década de 1960. |
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