A inicios de siglo, mi abuelo decidió abrir una biblioteca comunitaria justo enfrente de su hogar, en Nezahualcóyotl. Ir a casa de los abuelos se convirtió, de pronto, en ir a la biblioteca, pasar horas entre libros y, además, pasar tiempo con mi abuelo. Para mi yo de ese entonces, de cuatro años, no existía mejor definición posible de felicidad. Con el entusiasmo de vecinos y amigos y el apoyo momentáneo del gobierno municipal, el proyecto se pudo sostener por varios meses, cientos de días que se sintieron como un sueño cumplido, uno que ni siquiera yo sabía que tenía.
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“Cuando hablo de mi yo que escribe, de inmediato debería añadir que estoy hablando de mi yo que ha leído”, declara Elena Ferrante. Yo agregaría que, cada vez que hablo de mi yo escritora, hablo también de mis abuelos.
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En el capítulo 4 de la temporada 2 de This is Us, Sylvester Stallone dice que el paso del tiempo no es tan relevante, sino cuáles recuerdos importan y cuáles no. Cuando llegan a tu mente aquellos recuerdos que importan, es como estar presente ahí de nuevo, como si el tiempo no hubiera pasado, como si se pudiera rebobinar la vida. Así se siente recordar la biblioteca de mi abuelo. Es tener cuatro años otra vez. Es maravillarse ante tantos libros, ante la posibilidad de conocimiento, ante el sueño irreal de, algún día, poder leerlos todos. Es reírse a carcajadas y pasar tiempo con mi abuelo y que él, con sus manos, construya una mesa chiquita para que todas las tardes, regresando de la escuela esté ahí donde él está. Es, también, observar como la mesa se va llenando de otros niños, es sentir la posibilidad de amistad, de comunidad, de vecinos hablando entre ellos, de vecinos siendo compañeros. Es tener un lugar en nuestro territorio, hacerlo hogar, hacerlo habitable. Es creer. Es soñar. Es tener cuatro años otra vez y reírme a carcajadas y regresar a casa del abuelo, sabiendo que llegaremos a darle un beso a la abuela y a comer un mango, no me preocupa nada más. Voy caminando con un libro en la mano y con la otra, aprieto la mano de mi abuelo. Vamos caminando juntos y no nos importa nada más.
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Aún soñaba con leer todos los libros existentes cuando la biblioteca de mi abuelo cerró. El poco apoyo que recibió del gobierno municipal fue retirado. El acervo personal de mi familia me fue insuficiente, agoté los pocos libros infantiles que había. Desventajas de ser la primera hija, sobrina y nieta, supongo. Así que, en aras de mantener viva la ilusión, mi mamá me llevó a sacar mi primera credencial de biblioteca, a pocos pasos del Estadio Neza 86. De puntitas y mirando hacia arriba entregué mi foto infantil y todos los demás papeles para poder hacerme acreedora a entrar a ese otro universo que me recibió con mesas pequeñas como la que me había hecho mi abuelo. Tenía tan sólo cinco años la primera vez que una biblioteca me reconfortó ante la crueldad del mundo.
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A mediados de la década pasada, el piso siete de la Biblioteca Vasconcelos estaba en remodelación. Cuando permitieron el paso había pocos libros y menos personas aún. Yo subía ahí, con un libro que había tomado del tercer o cuarto piso, para zambullirme en mi soledad. Era la misma sensación de dejarte caer en una cama grande y saber que puedes ocupar el espacio que quieras. Otras veces, tomaba un libro cualquiera para disimular que subía al piso siete a llorar, ahí donde nadie me veía, donde, entre tanto vacío, había espacio para mi tristeza. El algoritmo de TikTok me muestra el top 10 de lugares para llorar en CDMX y aparece en cuarto lugar la Biblioteca Vasconcelos. ¿Qué diría la ballena de la biblioteca si pudiera hablar? Mejor no averiguarlo.
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Es real que la política gubernamental de abandono e indiferencia ante las bibliotecas me rompió el corazón más de una vez. Aún no alcanzaba la mesa de préstamos cuando sucedió, de nueva cuenta. Un día, al llegar, mamá tardó un poco más hablando con la bibliotecaria. ¿Qué dijo, mamá? ¿Qué escribiste en esa hoja? Mamá me explicó que estaban juntando firmas para evitar que cerraran la biblioteca. Ahí, en el lugar donde estábamos paradas, querían construir un centro comercial. Ninguna firma fue suficiente y pronto tuvimos un Cinépolis y un Carrefour, el primero de Neza Oriente. Prometieron reubicar la biblioteca, dijeron que era temporal, pero no era el momento de explicar la relatividad del tiempo a una niña que comenzaba la primaria.
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De acuerdo con los registros de la Biblioteca Vasconcelos he sido usuaria desde hace diez años y el servicio de préstamo a domicilio me ha permitido que más de 120 libros me acompañen. Tener acceso a este registro también es una ventana a mi propia vida, a mis versiones anteriores. Un eco de las voces de mis amistades que nunca han parado de recomendarme libros, una mirada a mi época de leer clásicos a montones como forma de prepararme para la entrevista de una beca de escritura a la que nunca me llamaron. Un amuleto, una forma de nunca olvidar cuál fue el año, el mes, el día que conocí a alguno de mis autores favoritos. Es maravillarme ante la infinitud de ocasiones en las que una puede sentir algo nuevo ante un libro que te palpita en las manos.
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Dos mil diecisiete. Biblioteca Vasconcelos. Taller de hojalatería y mecánica poética por Javier Raya. Miércoles de 5 a 7 pm. Gratuito. Utilizábamos un proyector para leer nuestros poemas y sentía como si fuera yo quien estaba extendida ante la pared cuando tocaba proyectar uno de mis escritos. De ahí, salieron algunos poemas que, a decir de Javier, parecían “la vulnerabilidad si la hubieras pasado por un filtro de Instagram de flores y colores”. Me quedé atónita ante tal crítica e intenté rebatir. Al final, él suspiró y dijo que la poesía no necesitaba filtro. La siguiente vez que me tocó leer desplegué todo mi dolor tal cuál era. El poema hablaba acerca de Valeria Teresa Gutiérrez Ortiz, una niña de once años quien fue abusada y asesinada por un chofer de transporte público en Neza. La poesía no necesita filtro. La poesía es política. El poema con filtro de flores fue finalista del Primer Concurso Internacional Universitario de Poesía USAL-FILUNI. El poema en memoria de Valeria nunca lo publiqué. Cuando pienso en la potencia de la poesía, lo que comienza a sonar en mi mente es: una lucha empieza así: disiento.
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Otro recuerdo que importa: la reinauguración de la biblioteca. Es tener ocho años y pasar el verano en la biblioteca. Es asistir a un taller de escritura por primera vez, saber que las palabras me pertenecen de alguna forma, que no existen ya únicamente en todas las hojas que he leído, sino que ahora viven en mí, están aquí en mi mano, están aquí en mi lengua. Es escribir cuentos por primera vez. Este cuento trata sobre un perrito que se pierde y este otro trata sobre las nubes. Mira mamá, escribí un cuento. Mamá, el tallerista dice que soy muy buena. Este es un recuerdo que importa porque tengo ocho años y escribí un cuento y ahora ese cuento existe en una publicación municipal. Y pienso que ahora, cuando alguien sueñe con leer todos los libros del mundo, tendrá que pensar en leer mi cuento también.
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Existe una dimensión en la que a nadie le importó que yo disfrutara de leer a temprana edad, en la que no tuve un abuelo soñador y apasionado ni una abuela que me quisiera tanto y nos apoyara en todo. Ahí no crecí entre libros y nadie se preocupó cuando no tuve nada más qué leer. Mi mamá nunca me llevó a la biblioteca ni me leyó cada noche antes de dormir y nadie me prestó jamás un libro infantil.
Existe otra dimensión más en donde todos tuvieron la intención de que siguiera leyendo, pero, en ese universo en particular, no hay ningún lugar a donde ir. Los libros se compran, los talleres se cobran, la cultura es para unos cuantos: es un privilegio y no un derecho, como lo sigue siendo en muchas partes de nuestro país y en nuestra propia dimensión.
En cualquiera de esas dos dimensiones yo no escribo y este texto no existe. En esta dimensión, en cambio, la biblioteca de mi abuelo sigue viva y floreciendo en mi pecho, en mi lengua, en mis manos.
Ilustración de Carin Matzaro
