Pon fin llegaba el verano, los árboles se llenan de guayabas, ciruelas y duraznos que jugosos se te derriten en la lengua, las libélulas descansan en las piedras junto al río y el calor te come hasta los huesos. Verónica ansiaba salir de vacaciones para poder dormirse tarde, jugar a las escondidas con sus amigas y hacer ondas concéntricas con sus pies a la orilla del río. Para doña Dolores esto significaba que era tiempo de sembrar café, preparar los planteles y limpiar la finca, aunque las cosechas no empezarían hasta octubre.
Eran tiempos de guayaba, en donde el dinero escaseaba más de lo normal porque no había cosecha de café (solo de guayabas, que no se vendían ni la mitad de bien) y por ende, casi no había trabajo. Las cosas se habían complicado aún más cuando la hija de doña Dolores decidió irse a buscar trabajo como secretaria en un despacho de abogados en el puerto de Veracruz, dejándola completamente a cargo de su nieta. Al principio procuraba mandarles dinero cada mes, pero poco a poco se fue haciendo menos, al punto de no recibir nada desde marzo, también las cartas y postales que al inicio recibían cada semana, progresivamente dejaron de llegar. Verónica no recordaba muchas cosas sobre su madre, ya que se había ido cuando todavía era muy pequeña, lograba acordarse del calor de su pecho cuando la abrazaba antes de dormir y del arroz con leche rebosante de canela que le daba de cenar. Si uno no puede confiar en la memoria, a esa edad es todavía peor.
Doña Dolores se había encontrado con Marcela, la hija de una de sus vecinas, quien le contó que este verano estaría trabajando pintando santos y vírgenes en una fábrica de figuras religiosas que se había instalado en su misma calle. Algunos niños del pueblo trabajarían allí durante el verano, varios de la edad de Verónica, incluso más pequeños. Doña Dolores decidió que serviría para matar dos pájaros de un tiro: mantendría ocupada a su nieta en lo que ella se ausentaba a preparar las fincas para la siembra de café y ayudaría a traer un poco más de dinero a la casa.
Verónica se entristeció con la idea de trabajar durante el verano, se había esforzado en aprenderse las tablas de multiplicar, mejorar su lectura en voz alta y memorizar el ciclo del agua, pensando que tenía bien merecido el poder levantarse tarde para salir a merodear por el pueblo, subirse a los árboles frutales hasta empaparse los ojos con el viento del medio día y lograr ver a las luciérnagas una vez que cayera la noche. Además, siempre procuraba ser bien portada con su abuela, la ayudaba con el mandado y la acompañaba a oír misa los domingos.
Pronto llegó su primer día, en una mañana especialmente calurosa. La luz del sol se filtraba por las cortinas directo hacia el rostro de Verónica, haciendo que se despertara desde temprano; el bochorno se había encerrado en la habitación a pesar del techo de teja. La niña caminaba arrastrando los pies, a paso lento y entorpecido por la canícula. El lugar era una especie de bodega, con el piso de cemento y las paredes encaladas, había tres mesas rectangulares de madera en el centro llenas de niños y adolescentes.
Quien dirigía la fábrica era un señor llamado Agustín, tenía bigote y una gorra de mezclilla que intentaba ocultar sus entradas. Le explicó cómo funcionaban las cosas. En la primera mesa se preparaba el yeso con agua y se rellenaban los moldes de las figuras religiosas, después se esperaba a que fraguaran y secaran para finalmente desmoldarlas. En la segunda mesa se lijaban las figuras hasta quitarles todas las imperfecciones, aquí trabajaban los niños más pequeños. En la tercera mesa pintaban a los santos, con un aerógrafo se daba color a la piel y a la vestimenta para después esclarecer los detalles del rostro con un pincel mucho más fino, en esta última se ubicaba Marcela.
Le tocó trabajar en la segunda mesa, aunque le hubiera gustado que le asignaran la tercera, para mezclar pinturas hasta dar con el tono adecuado y pintar el destello en los ojos de los santos con ese pincel tan pequeño. Lijar las figuras era una tarea simple y tediosa que la aburría, además el polvo desprendiéndose del yeso provocaba que no parara de estornudar y el sonido de las lijas hacía que escalofríos le recorrieran el esternón mientras se le erizaba la piel. Se pagaban diez pesos por cada santo lijado, de modo que si lograba lijar diez santos podría conseguir cien pesos en un solo día. De fondo se escuchaba una radio que a ratos perdía la señal, pero no tocaba música, solo el noticiero o radionovelas. Agustín decía que la música les hacía perder la concentración, pero igual le gustaba tener algo para él entretenerse.
Ese primer día fue arduo para Verónica, el polvo del yeso siempre lograba escabullirse hasta sus fosas nasales y hacía que estornudara más de lo que trabajaba. Al resto de niños no les pasaba lo mismo, platicaban entre ellos mientras lijaban casi de manera automática, logrando juntar cien o hasta doscientos pesos en un día. Después de únicamente haber logrado lijar una figura, una especie de virgen que aún no terminaba de tomar forma, y buscando alguna distracción, se fue a sentar en la tercera mesa, en donde estaban pintando vírgenes de la Candelaria. Observó cómo después de que secaran los pigmentos, parsimoniosamente les pegaban las pestañas una por una y les colocaban un tocado dorado en la cabeza. Agustín pronto lo notó y la regañó, instruyéndole que volviera a la mesa que le correspondía.
Al volver a casa el viento comenzaba a enfriar la lentitud de la noche y aún se escuchaba cómo los zopilotes seguían graznando. Verónica se encontró en el camino con Raquel y Cristina, sus compañeras de clase. Venían descalzas y en sus manos sostenían zapatos y calcetines chorreando. Habían pasado el día en el río, nadando, jugando y comiendo guayabas. Le dijeron que pasaron a buscarla a su casa esa misma mañana para invitarla a ir con ellas, pero al tocar nadie contestó, asumieron que se habría quedado dormida. A Verónica la inundó un sentimiento que no supo nombrar, algo que fluctuaba entre rabia y tristeza. Casi como por un impulso, les prometió a sus amigas que las vería en el río al siguiente día.
Por la mañana llegó cansada a la fábrica de santos, había pasado la noche en vela intentando pensar en una manera de escaparse para llegar al río a la hora acordada. Agustín la recibió con un cubrebocas para evitar que siguiera estornudando por el polvo del yeso, se sentó en la mesa a comer el bastimento de tacos de mole que le había puesto su abuela antes de comenzar a trabajar. Inmersa entre el sonido rasposo de sus compañeros lijando y la radio dando el reporte climático de la semana, miraba al piso de concreto sin encontrar una manera de lograr su cometido.
Se dirigió hacia la tercera mesa y se sentó junto a Marcela mientras esta le agregaba amarillo a la mezcla en su intento por lograr conseguir un tono durazno, le contó su plan para pedirle que la ayudara a distraer a Agustín en lo que ella lograba escaparse. En un principio se negó, pero pronto cedió ante sus insistencias, siempre le había tenido un especial cariño a su vecina. Marcela se levantó y se dirigió hacia Agustín, le dijo que le dolía mucho la cabeza y no podía concentrarse para pintar, que si no lo solucionaba pronto no iba a poder trabajar en todo el día. Agustín salió a buscarle una pastilla en la única farmacia del pueblo, señalando que volvería en quince minutos.
Justo después de que Agustín saliera, Verónica se asomó por la puerta hasta rectificar que su silueta se hiciera cada vez más pequeña conforme avanzaba. Una vez que se aseguró que estaba lejos se echó a correr, con el aire cálido del verano chocando contra sus mejillas también calientes por lo nerviosa que estaba. Logró distinguir a doña Dolores caminando en una de las calles contiguas, no sabía si regresar a la fábrica de santos. Volvió hasta la puerta y al ver que Agustín no estaba retomó su camino. Corrió hasta que sintió cómo los latidos de su corazón se hacían más rápidos y ruidosos. Cuando llegó al río sintió cómo la corriente salpicaba y las gotas le enfriaban el rostro.
Imagen tomada de Pinterest.
| Desirée Mestizo (Xalapa, México, 2002). Estudiante. Actualmente cursa la licenciatura en Lengua y Literaturas Modernas Inglesas y el cuarto Diplomado en Escritura Creativa, ambos por la UNAM. Sus textos aparecen en las revistas Punto de Partida y Punto en Línea. Sus intereses son el pulque, el feminismo, la infancia, la paternidad, el deseo y las ciudades. Ha publicado textos en la revista Punto en Línea y Punto de Pardida. |
