Un coyote se atraganta con el cadáver de una liebre en la carretera del desierto del Tieso. Los dientes dejan de tronar los huesos. Sus oídos se alertan. El animal despega su hocico de la carne y mira hacia el sur de la carretera. De un tajo, le arranca la cabeza al cadáver y huye. Unos segundos después, se ve una camioneta aproximarse. Pasa por encima del resto de la liebre. Se detiene. Las luces del auto se apagan y las llantas giran en dirección al desierto. Se adentra en él.

La camioneta se estaciona cerca de un río. La luz de la luna ilumina mezquites, matorrales y saguaros. Bajan dos hombres. “A lo que vas”, dice uno. “Viene una señora…”, contesta el otro. Ambos se miran. “Pos más rápido, ¿no?…”, dice uno mientras le pasa la mochila al otro. Caminan hacia la parte trasera de la camioneta y abren las puertas. “Órale…”, musita uno de los hombres. Se bajan dos jóvenes y al final una señora. El que no trae la mochila le hace una seña con las manos; los jóvenes y la señora, viendo a ambos hombres, le dan unos billetes. “Apúrense…”, susurra el de la mochila y les arrebata el dinero.

Encaminados por ambos, los jóvenes y la señora se acercan al río. Les dicen que se tienen que quitar la ropa. La señora emana vaho por su boca. Con pesadumbre ojea a los demás y, bajando la mirada, se desnuda y guarda su ropa en una bolsa. El de la mochila les hace una señal. Todos van hacia él. “Ahora empieza lo bueno”, les dice, y se mete al río. La señora, cubriéndose los pechos, marcha hacia el agua. Se detiene un momento en la orilla y mira hacia la otra. De la bolsa, donde tiene la ropa, saca una foto. La acaricia, le sonríe y, al final, la besa.

Todos se adentran y la señora queda al último. La temperatura del agua es tan baja, que no puede controlar el gesto de su rostro ni las sacudidas de su cuerpo. El brillo de la luna, reflejada en el agua, deja ver el contorno de los cuerpos. Es tanto el dolor y el cansancio por luchar contra la corriente, que los tres sufren con el peso de la señora. “¿Qué pedo con este bulto?”, dice uno de los jóvenes. Ella se esfuerza, aprieta sus dientes y, como puede, se sostiene de la cuerda. Los tres ya han llegado a la orilla, la señora aún no. “A ver, cabrones, ayúdenme con la seño”, dice el de la mochila. Exhausta, se jala de la cuerda y la corriente le golpea el rostro. Por momentos su cuerpo se afloja, pero recupera fuerzas y poco a poco llega al otro lado.

Cuando ya está en la orilla, se tira de rodillas al suelo; aunque su cuerpo se mueve espasmódico, trata de protegerse del frío con sus brazos. El guía la observa y se escabulle hacia ella. Saca una manta y se la acerca. “Séquese con esto y póngase la ropa”, le cuchichea. Ella toma la bolsa, pero su tez se frunce y rápido la abre, soltando un poco de agua. Sin cuidado, pone su ropa húmeda en la tierra. La separa. Indaga en ella. Entre sus calcetines la encuentra, es la foto. La pega a su pecho desnudo.

Cohibida, se pone la ropa cuidando de que no la vieran. Con una mano se protege el sexo y con la otra se pone la ropa. Al terminar, el guía le pregunta: “¿Está segura de que le quiere seguir?”. Ella asiente con la cabeza mojada. “Ta bueno, pues”, dice al subirse el zíper del pantalón. Una vez que todos están vestidos, el señor silba y agita una de sus manos hacia él. Los tres se acercan. “Vámonos”, susurra el guía.

Se detienen cerca de unos saguaros. “Espérense… iré a ver”, les dice el guía. Antes de que este diera un paso, uno de los jóvenes lo agarra de la manga. Se miran ambos un buen rato. No bajan la mirada. “Cálmate, compa”, dice el guía. Se escucha cómo controlan su respiración; un hálito largo sale de sus narices. El guía jala con fuerza su mano y zafa su manga de la mano del joven; luego abre la mochila y mete la mano. El joven se abalanza sobre él, pero este le enseña el interior de la mochila. Ambos jóvenes se quedan quietos y, lentamente, caminan hacia atrás. La señora alcanza a ver que sujeta algo metálico. Luego el hombre saca un arma. Le apunta a todos; pero cuando encañona a la señora baja un poco la pistola. Respira hondo y niega con la cabeza. La señora los mira, con el cuerpo temblando y las manos al aire. Con pequeños pasos, el hombre se pierde en la noche.

Los tres están en medio del desierto. La señora se protege con la manta del sereno que brilla con la luz de la luna. Sus piernas ceden y se sienta en el suelo. Saca la foto de su mochila y la contempla ensimismada. “¿Qué vamos a hacer?”, pregunta uno de los jóvenes. “Pues… ya estamos acá”, dice el otro. “¿Y esta?”. Nadie contesta; solo los grillos retumban en la noche. Después de unos segundos, le preguntan: “¿Seño, para dónde va?”. “Pa… para Phoenix”, dice con su boca morada a la vez que se acuesta. Temblorosa, se tapa con la manta, dejando sus pies al aire. Los dientes le tintinean y la quijada le brinca. Escucha que la arena se apachurra, como cuando alguien la pisa. “Vengo… vengo a buscar a mi…”. No termina de hablar porque los labios se le pegan y se le parten. Violentamente se estremece. Se mira las manos, las tiene azules como sus labios. Los párpados se le cierran, pero luego los abre, bien abiertos. Palpa el suelo, su cuerpo y la bolsa. Busca con la mano dentro de ella, hasta encontrarla. Su mirada oscila sobre la foto. Sus párpados se vuelven a cerrar. No los abre más. 

Detrás del cuerpo de la señora, dos uniformes brillan con la luz del sol. Revisan una bolsa en el suelo y uno dice: “They took everything and left her here”. “¡Wake up!”, dice el otro, mientras la patea. Al ver que no responde, la presiona con la suela de la bota para hacerla girar. El cuerpo gira como una tabla, rígido. Dejan ver que las manos pálidas se apretujan del pecho. Con un palo tratan de despegarlas. “Be careful, you don’t want to catch something”, dice uno. Los dedos están tan tiesos, que apenas dejan asomar la imagen de un niño que sonríe chimuelo. Su piel es de color canela, de ojos cafés y de pelo enmarañado.

Fotografía tomada de The Virginian-Pilot

Norman Jessel González Calderón (San Luis Río Colorado, Sonora, Mexico, 1991). Gerente de seguridad y medio ambiente. Es escritor mexicano radicado en Estados Unidos. Su narrativa combina sensibilidad, crudeza y una mirada íntima sobre lo humano. Desarrolla su oficio de manera autodidacta y a través de la Escuela de Escritores de Madrid. Le interesan los temas de la culpa, la pérdida, el miedo y las ilusiones que nos sostienen. Le gusta escribir sobre lo que duele, pero también sobre lo que nos mantiene en pie. Ha publicado en Latinolits

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