Para Erika Zapata

Un hombre estudió, compró una casa, un coche, se casó y murió. El hombre despertó y se dio cuenta de que era un personaje de caricatura, la caricatura es la parodia inmortal de la vida. Podían matarlo y él regresaba, cambiando de disfraz y familia, de nuevo una existencia medio feliz, de nuevo una existencia miserable. El hombre tenía conciencia de los etcéteras y decidió poner todos sus esfuerzos en encontrar una forma de morir. A la luz del sol actuaba como el demiurgo quería: el trabajo, los conflictos mundanos; pero en la noche de la mano derecha se entregaba a la pulsión. No podía defenestrarse porque despertaría en otro libro, tampoco podía exponerse a un asesino porque inflaría el orgullo del Autor que encontraría en la escena el motivo para escribir una novela policiaca. Pensó en hacer su vida aburrida para que el libro de caricaturas no se vendiera, pero una anciana encontró el volumen en un remate de libros y le dio vida otra vez. Después de treinta años descubrió que la única manera de morir era a través de la extinción de la humanidad, porque si no había humanos entonces nadie podría leerlo. Un humano vivo implicaría la posibilidad de volver bajo la apariencia del recuerdo, pues la conciencia otorga la existencia de la idea. Cuando los humanos hubieran desaparecido, el hombre se volvería intraducible. Otro camino podría ser extinguir la humanidad en él mismo a partir de interrumpir la conexión de sus caracteres. Vivir significa ser leído, ser ininteligible significa estar muerto. Aunque llegara una civilización alienígena a la Tierra y encontrara los libros, sus letras solo serían materia en un soporte. El cadáver es intraducible, la muerte es la imposibilidad de la traducción. Los zombis son el cadáver reanimado del lenguaje, el zombi es la piedra de la roseta. Cómo saboreaba el hombre en su lengua la hora del sueño, el camino de la carretera lineal A que lo conduciría a los placeres de la afasia, su último orgasmo acontecía, dejar de entender-se porque el lenguaje de los muertos es el ruido blanco, un lenguaje que no dice nada, un balbuceo, apenas la pura intención de hablar, decir intransitivo de la boca sin lengua, sin dientes, por eso la niña sonámbula toca la pantalla de la televisión sin transmisiones. He aquí, la agonía del marqués de Voynich: …-/-…”·”..,-….;gshhh.Qccc,trrr,rs,xx/)’(‘’?¡011100011000                                  

Ilustración: marginalia en f66r del Manuscrito Voynich

Armando M. Morales (Ciudad de México, México, 1992). Maestro. Licenciado en filosofía por la UNAM. Sus áreas de interés son la poesía y la filosofía; el abismo, la belleza, la diosa, el demonio. Ha publicado en Revista Tierra Adentro, en Blanco Móvil, Letras Insomnes y Poetripiados.

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