La ráfaga de viento escaló con un solo soplo desde la cañada, se elevó como diluvio por las escarpadas rocas y se insufló de fuerza en el cañón de la ladera antes de emerger como una tromba detrás del maestro sentado en su asiento de piedra enfrente del alumno. Había llegado la realización del conocimiento. El anciano sintió cómo la perla destilada de sabiduría entró en su mente. Volteó a ver su alumno y le dijo, “Escucha esta pequeña fábula. Los mismos dioses me la han dado”.

El joven lo miró con una mirada vacía, elevada hacia un lugar más lejos de esa montaña. 

—No, Maestro, mejor cállese.

El anciano enrojeció de ira.

—Tomaste un voto como mi discípulo para recibir y difundir mi sabiduría. ¿Qué rebelión ridícula es ésta?

El alumno acercó una mano a su boca y empezó a morderse la uña del dedo gordo. Sus ojos estaban rodeados por gruesos aros negros. Eran recientes.

—Maestro, usted recibió el don de la sabiduría. No solo eso, sino el de dar este regalo a otros. Sé que fue ayer cuando sintió una luz retoñar en su pecho mientras dormía. Lo sé porque me pasó lo mismo. Sentí un don sobre mí. Creció como brea negra en medio de mis pulmones. Verá, yo no tuve el don de la sabiduría —puso su índice sobre las ojeras y delineó un círculo sobre ellas—. Maestro, yo recibí el don de ver el futuro. Usted lo sabe todo, yo sé lo que se sabrá. Todo.

El maestro se levantó emocionado.

—Muchacho, qué regalo tan grande tienes. ¿Por qué lo odias? Deberías llorar lágrimas de agradecimiento, no estar lleno de congoja.

Todavía con las piernas envueltas en sí, el alumno lo vio de arriba abajo. Soltó un bufido burlón y giró la cabeza de un modo desafiante.

—No lo entiende, Maestro. Veo todo. No puedo dejar de verlo. El futuro. El futuro es terrible. He visto en qué terminará su sabiduría.

—Entonces sabes si el mundo todavía nos recordará siglos después. Tienes toda la clave para la evolución del hombre. ¡Sabes nuestros caminos, puedes guiarnos!

No se levantó de su lugar, el joven siguió agazapado. Estiró un poco el cuello, se lo rascó. 

—Maestro, ¿sabe qué es un podcast?

Sin soltar su cuello, cerró la mano y empezó a tomarlo con fuerza mientras cerraba los ojos. Era verdadera presión. La transmitía de su cabeza hacia su cuerpo, como si esperara pudiera pasar de ahí al suelo y abandonarlo.

—Somos malos maestros. Los hombres somos malos pero podemos ser peores. Tiene la sabiduría, pero una historia contada mil veces se pierde, se diluye. Y eso le va a pasar —levantó la cabeza, abrió los ojos. Empezó a golpear rítmicamente en el suelo con las manos—. Restricción, restringen el conocimiento. Luego lo malforman, lo hacen como si fueran golosinas. Luego lo venden. Autosuperación. Hablan y hablan sin solución o reflexión. Es terrible, maestro. Y los podcasts, los podcasts…

Sintió cómo algo detuvo el ritmo de sus manos. Dejó de ver el sol y bajó la cabeza. Era su maestro. Le había tomado sus palmas y las tenía sobre su regazo. Lo veía con ojos comprensivos y curiosos. No logró soportar su mirada. Sabía todo el significado de recibir sus palabras, lo sabía.

Y aún así sabía el porvenir. Lo había visto.

El maestro masticó el aire en su boca. Pasó la lengua por su paladar y los lados de la boca. Sí, ahí estaba la luz, la verdad, el hervor de los valles y el sonido de las alas de los murciélagos al atardecer. Su alumno lo sabía, él lo sabía. El universo debía saberlo.

Abrió la boca mientras levantaba un dedo hacia el cielo. Con los ojos cerrados repasó la verdad en su ser. Era tan brillante, tan hermosa. Dirigió la mirada a su alumno. Lo llevaría al nirvana del saber.

Vio un asiento vacío. El alumno corría colina abajo a la distancia.

El anciano se lanzó hacia él. No sabía si era la ira, el saber o la necedad, pero sentía alas alrededor de todo su cuerpo. En los tobillos, en los muslos y las pantorrillas. Su alumno corría como una centella pero estaba a punto de alcanzarlo.

—Acepta tu lugar en este mundo. ¡Acepta portar la verdad, alumno mío!

Vio una roca volar de la mano del estudiante hacia él.

—¡Aléjese, viejo estúpido!

Esquivó la piedra y saltó varios metros para alcanzarlo. Los dos cayeron rodando por el resto del camino, enfrascados no en una pelea, sino en una extraña coreografía. El anciano intentaba hablar y el alumno se cubría los oídos y le tapaba la boca a su maestro para no oírlo. El maestro le movía las manos para hablar o ser oído y el proceso se repetía. 

La ladera se fue dejando de sentir escarpada. Pasó a ser un camino de pasto, luego tierra y, finalmente, un camino bien hecho de piedra. Cayeron toda la montaña. Despeñaron su ser y el conocimiento. ¿El alumno sabía que pasaría todo esto o era nuevo para él? El maestro sintió que solo lo sabría si lograba darle el regalo de la verdad a su alumno.

La bola de misticismo y dones benditos dio tres tumbos sobre el camino del cemento antes de caer con la fuerza de dos personas sobre el pavimento. El alumno quedó tendido en el suelo mientras que el maestro aterrizó sobre su trasero dos metros más adelante. Un agudo chillido sonaba en su cabeza. Debía hacerlo ahora. Gritó.

Sintió la luz salir de su ser, su cuerpo se aligeró y la mente todavía adolorida se lavó en verdad. Era otro. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Solo pudo sonreír. Volteó a ver al estudiante todavía tirado sobre su espalda.

A su lado había un niño de no más de diez años. Se había alejado un poco de la gente al verlos batirse en el suelo. Perfecto, dos discípulos. El futuro estaba salvado, lo sabía. El alumno se cubrió la cara con el antebrazo, mientras que el infante regresó a donde estaban su madre y su hermana. 

El maestro se levantó y caminó hacia el alumno. Le sonrió desde lo alto. Fue compasivo y tierno. Extendió su mano hacia abajo. Entonces oyó al niño gritar a la distancia.

—No, esto no se le puede decir a una mujer. ¡No lo entendería!

El sollozo en el suelo se hizo más fuerte. Cavernoso. Rebotaba entre los accidentes de esos dos cuerpos. Del anciano paralizado, del joven derrotado. En la mente ascendida, en las ojeras abismadas. El alumno gritó entre lágrimas:

—¡Está hecho!

Imagen tomada de 𝑅𝑖𝑙𝑒𝑦 𝑡ℎ𝑒 𝑁𝑦𝑚𝑝ℎ vía Pinterest

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Rui Caverna (Ciudad de México, México, 1987). Estudió letras en la FES Acatlán y ha publicado su trabajo en revistas independientes de varios países. Autor de los libros PicodiccionesLluvias de la liebre estival y Salaryman.
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