1. En la medida en que la literatura verbaliza la experiencia, el viaje —actividad transformadora por excelencia— siempre ha sido uno de sus temas más solicitados. La épica más lejana en el tiempo tiene algo que decirnos: Gilgamesh, tras asimilar el irremediable destino de los hombres a través de su compañero Enkidu, decide emprender un viaje en busca de un antídoto contra la muerte. La misión fracasa y el deseo de inmortalidad permanece durante milenios, pero aquella narración obsequia a la posteridad el retrato de un anhelo ancestral: conocer los confines del mundo.

El paradigma del homo viator es encarnado, como sabemos, por Odiseo. Protegido de Atenea, protopícaro burlador de monstruos y semidioses, el padre de Telémaco se convierte, a través de sus historias y descripciones, en el seductor por antonomasia a lo largo de los siglos. Su historia resuena en cualquier testimonio de supervivientes de la naturaleza hostil y desconocida; todo aquel que se sumerge en tierras de bárbaros desea ser un Ulises. Su influjo lo encontramos, por ejemplo, en Álvar Núñez Cabeza de Vaca o en Alonso Ramírez, ambos náufragos enigmáticos, arrojados al peligro de un mundo donde los dioses no interfieren como lo hicieron con el héroe homérico. Aquel recorriendo a pie y durante años lo que hoy es el sur de Estados Unidos; este obligado a beber agua con mierda para no ser asesinado por un grupo de piratas. Un mundo más secular y, por lo tanto, indiferente con el sufrimiento humano.

2. Los antiguos libros de viaje, productos del encuentro con lo desconocido, contienen información que despierta intereses multidisciplinarios; hay en ellos lingüística, historia, geografía, antropología, poesía y hasta zoología. Son siempre un recordatorio de la endeble concepción del mundo del que observa. Algún día, cuando la tecnología lo permita, tendremos relatos fascinantes del encuentro con especies de otros planetas. Si tenemos suerte y no nos aniquilan, conoceremos formas de vida que superan la imaginación de los relatos de ciencia ficción. La geografía, esta vez, no estará al alcance de nuestras pobres leyes. Nuestras taxonomías serán absurdas. Eso obligará a replantear la idea del universo como lo hemos entendido y convertirá, para generaciones futuras, la imagen de nuestra época en la de la absoluta ignorancia, como la que hoy proyectamos sobre la Antigüedad clásica o la Edad Media. Nuestras categorías son históricas, raramente infalibles. Por eso, frente a la maravilla, frente a la incapacidad de inteligir lo que se presenta ante sus ojos, el recurso más objetivo del viajero siempre es la descripción. Lo único que no expira son los paisajes, las visiones plásticas de la belleza o el terror de las regiones.

3. El viajero, sin embargo, escribe para alguien, y ese alguien, a menudo, solo busca entretenerse. Es ahí donde se vuelve necesaria la capacidad inventiva del cronista. Marco Polo y Jean de Mandeville no distan tanto de aquel que, cerveza en mano, relata cómo se enfrentó a los grandes capos de la mafia empleando solo un revólver, cómo escapó en una camioneta de vidrios polarizados mientras el espejo trasero aguantaba miles de rafagazos y ni los drones de los cárteles pudieron alcanzarlo, cómo se quedó sin gasolina y se arrastró entre los magueyes mientras San Judas intervenía para salvar su vida.

Mucho se ha reflexionado sobre la distinta concepción de la historia en los escritores antiguos, quienes no escatimaban en la inclusión de hechos irracionales y bestias mágicas en sus relatos. La historiografía moderna niega tajantemente la posibilidad de la existencia de dragones en el mar, a pesar de su inmensidad y a pesar de solo haber sido explorado en su superficie. Debajo del mar yacen las ruinas de civilizaciones enteras, la historia del mundo contada con objetos. ¿No habrá posibilidad de que sobrevivan los restos de algún animal prehistórico descrito por los viajeros antiguos? ¿Podrán Cristóbal Colón y Amérigo Vespucci acallar a los positivistas descreídos? Yo permanezco a la espera.

4. A veces las descripciones adquieren la frialdad del que registra información en una bitácora. Viene a mi mente la Embajada a Tamorlán de Ruy González de Clavijo, un libro olvidado por la historia. Encargado por Enrique III, esta obra registra con minucia estratégica la travesía para conocer a ese peligro cósmico, a ese loco llamado Tamerlán, uno de esos personajes desquiciados que sostienen la idea de que Dios es el mejor novelista de la historia. Un autodeclarado heredero de Gengis Kan, único rival de los otomanos en la conquista territorial de Oriente y Occidente, con pasión equilibrada por la cultura y el genocidio. El libro de González de Clavijo, escaso de hechos mágicos, es un testimonio descriptivo de la información que el miedo necesita para prevenirse de una expansión sanguinaria y un manual de todo lo que debe contemplar quien quiera conocer a un enemigo poderoso. González de Clavijo: una memoria visual al servicio del reino de Castilla.

5. En la época moderna, el encuentro con pueblos lejanos se vuelve un detonante de la introspección. En un brinco de siglos, pero sin poder abandonar la influencia del héroe homérico, se me antoja hablar de uno de los libros más interesantes del siglo XX mexicano: el Ulises criollo de José Vasconcelos. Radiografía personal del México pre y posrevolucionario, este libro es un compendio de los momentos que el siempre polémico Vasconcelos consideró cruciales en su formación. En su megalomanía, en su evidente rencor por el fraude electoral, en ese entender la vida como una guerra, se desprende, no obstante, un profundo amor por el país al que el escritor deseó liderar. (¿Por qué cada cincuenta años aparece un oaxaqueño transformando la historia de México?). Vasconcelos ofrece un tipo de descripción alejada de la necesidad de sorprender con paisajes exóticos; encontramos en sus descripciones geográficas una forma de nombrar la historia emocional del escritor. País y persona forman una íntima unión.

Sé que hoy ni Vasconcelos ni el amor a la nación son bien recibidos en el mundo artístico e intelectual, pero me traicionaría a mí mismo si no confesara que yo también siento un amor irremediable por los pedazos de tierra que componen este país. La propaganda cimentada durante siglos por Bartolomé de las Casas, Bernardo de Balbuena, Carlos de Sigüenza y Góngora, Francisco Xavier Clavijero, Fray Servando, los independistas, la generación de la Reforma y el Partido Nacional Revolucionario ejerció sus embrujos en mi persona, por lo que no puedo más que declararme orgullosamente mexica, novohispano y mexicano. No puedo más que conmoverme con los asquerosos comerciales de cerveza que reúnen todos esos símbolos que vertebran a la nación. Por esa razón, durante la última etapa de mi vida me he encargado de describir los lugares del país que he podido visitar, formando un compendio de pequeñas y personalísimas postales, que espero algún día poder convertir en un libro y así pasar a formar parte de la larga historia de los José-María-Velasco-sin-pincel que han expresado sus paisajes con palabras. A continuación, y a modo de epílogo, presento tres:

GUANAJUATO. Cuando leo obras como La Celestina, La lozana andaluza o el Lazarillo de Tormes, no puedo evitar pensar que ese mundo de pícaros hispanos luce como Guanajuato. Acaso por tratarse de una ciudad permeada por el imaginario del Quijote, acaso por esa mezcla de edificios virreinales y suciedad, pero también por la vitalidad que emana de ella. Esa ciudad amarilla que trae a mí el recuerdo del amor y la fraternidad, de la traición, la tristeza y el pensamiento irracional. Ese espacio que en determinadas épocas del año se convierte en una gran cantina y ofrece la mayor variedad de lugares para ejercer la borrasca y la imbecilidad. No hay ninguna ciudad en México con un soundtrack más variado. En tiempos de calor, las cucarachas gigantes caminan por la ciudad como Pedro por su casa. Antiguas crónicas indican que buena parte de su población tiene la capacidad de transmutar en Gregorio Samsa para lograr escalar las paredes y no tener que sufrir el martirio de las eternas subidas. Guanajuato Centro es probablemente uno de los sitios menos inclusivos del mundo, y no lo digo por las ideas políticas de sus habitantes, sino por sus calles repletas de cumbres y escaleras que, aunque le otorgan una belleza cubista, la han vuelto intransitable para personas ciegas, discapacitadas o de la tercera edad. En su sequedad desértica, en su producir charamuscas y guacamayas, es una ciudad que solo permite hidratarse con mezcal y cerveza. Por eso es que ahí solo está permitido ser joven. Para mí, Guanajuato siempre estará asociada a mis ganas de vivir desenfrenada y estúpidamente.

VERACRUZ. Mi padre, con quien tengo una relación complicada —y al cual no veo hace mucho—, es originario de Veracruz. Desconozco si la información genética pueda contener una predisposición a buscar determinados paisajes, pero yo detecto en mí una fuerte pulsión por volver al mar de Veracruz. Históricamente, uno de los lugares más importantes del país, puerto estratégico por el que ingresó Cortés, la piratería y nuestra herencia africana, nunca lo suficientemente visible. Me parece, además, uno de los estados más bellos que he conocido, pues —a excepción de Xalapa, que no tiene mucho chiste— en cada uno de sus rincones he encontrado la posibilidad de asombro por la vida. El aire siempre huele a mango y la música no deja de sonar. Los molotes son la constante y, por alguna razón, el refresco sabe diferente. A menudo insisto en volver a Veracruz con el pretexto de comer una empanada de camarón con quesillo y un agua de horchata al aire libre, pero tal vez en el fondo me conduce, como a Ulises, el destino, la necesidad de regresar a donde biológicamente pertenezco. Arraigar y formar una familia como lo hizo mi padre. Mi relación con Veracruz no es un capítulo cerrado, a él tendré que volver en busca de respuestas.

JANITZIO. Tuve la bendición de ser guiado a este lugar por Darío González, severo poeta, mi hermano de sendero vital y el mayor conocedor de los rincones de Michoacán. A esa pequeña población se llega en barca, pues la asedia el mar. Hombres con sombrero libran una guerra con los peces que se niegan a ingresar en las redes. Es impresionante pensar en el tipo de vida que sus habitantes deben llevar: cruzar a diario el lago para llegar a ese montículo que se alza contra la naturaleza y ejercer el comercio para turistas impertinentes. A la isla la corona una estatua de Morelos desde la que se puede observar la belleza de uno de los estados con mejor gastronomía. Uchepos, corundas y morisquetas nos esperan en la mesa. A lo lejos, Janitzio parece una ciudad fantasma, un espejismo creado por algún espíritu maligno que intenta apresarnos en ese mundo donde no transcurre el tiempo y las personas son espejismos. Quizás esa es la razón por la que Silvestre Revueltas decidió retratarla no con palabras, sino musicalmente. Janitzio es uno de los lugares más enigmáticos donde he podido caminar.

Mapa antiguo de Hanyang tomado de Pinterest

Alexis Aparicio Díaz (Ciudad de México, México, 1999). Investigador y crítico literario. Estudió la Licenciatura en Letras Hispánicas en Iztapalapa. Ha publicado cuento, poesía y ensayo en las revistas Marabunta, Reverberante, Katabasis, Irradiación, Saranchá y Alcantarilla. Actualmente es becario del proyecto CONACYT-Ciencia de Frontera «De la edición a la escena. Rescate, edición, estudio y puesta en escena del teatro virreinal de los siglos XVI a principios del XIX». Sus intereses y temas se centran en la literatura, el cine, la historia y la sociología. 
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