Cuando miro llegar a esos chamacos, con los ojos llenos de miedo, me acuerdo de mí y de mi padre. Así me imagino que llegué yo.
Mi padre fue de esos… de esos que se tragó la panza del diablo. A veces, cuando llego lleno de hollín a mi casa, me acuerdo de él. Por momentos pienso que se va a asomar por la ventana, con los dientes bien pelados y los ojos bien abiertos, para asustarme como asustaba a mi ama. “¡Hijo de la chingada!”, le gritaba, y él, riendo, la abrazaba y le dejaba un beso negro en el cachete. Nunca cambió, hasta que cayó enfermo: se le iba el aire y escupía sangre. Ni una semana nos duró la comida después de eso.
Recuerdo que un día me levanté en la madrugada y agarré sus cosas: me puse la lámpara en la cabeza, me colgué su silbato y, como pude, me puse la pica en el hombro. Me despedí de ellos antes de irme. Era raro que durmieran: mi amá por miedo a que mi apá se ahogara con las flemas; y él porque la tos no lo dejaba. Cuando entré al cuarto, ambos me vieron con cierta tristeza… y un poco de orgullo, quiero pensar. Mi amá me dio su bendición y mi apá, con lágrimas en su cara, me agarró la mano y se la puso en su pecho. Quería decirme algo, pero de sus labios solo salían débiles suspiros. También le apreté fuerte la mano.
Aunque valiente salí de la casa, por dentro tenía mucho miedo. Yo conocía a algunos niños del pueblo que trabajaban allí: siempre andaban tosiendo, con las uñas llenas de tizne y con los ojos bien rojos, como rábanos.
Desde lejos, antes de llegar el troque, miraba unas cuantas personas que hacían fila. Eran tres hombres y dos chamacos.
—¿Se te perdió algo, chavalón? —me preguntó uno de los hombres.
Le dije que quería ir. Él me miró y, tallándose los dientes negros con su dedo, me dijo:
—Está bueno.
Ellos se subieron en frente del troque, los chamacos y yo en la caja.
El camino se me hizo eterno y más porque el aire frío me partía la piel. Me acuerdo que quería llorar, pero me aguantaba. No quería que se rieran de mí. Íbamos los tres hechos bolita, abrazados de nuestras rodillas. Uno de ellos no dejaba de mirarme. Para romper el silencio, le pregunté por su nombre. Me ignoró. Como que luchaba por mantenerse despierto. El otro tampoco me quitaba los ojos de encima. Después de escupir un gargajo negro, me dijo: “Trucha en las ratoneras, morro”. Juro, que bajo la luz de aquella luna, tenían cara de viejos; parecía que la piel se les colgaba y unas manchas oscuras se les formaban bajo los ojos.
—¡Ya llegamos! —gritó uno de los señores.
De un brinco me bajé de la camioneta y fue cuando los miré: algunos empujando carretillas llenas de carbón y otros con picas y palas.
Yo me agarré de la camioneta, pensando en regresarme; pero uno de los chamacos me arrancó el silbato y se fue corriendo. Yo lo seguí entre todos ellos. Y fue cuando la miré. Me paralicé por aquel gran agujero en el suelo. Mis piernas solas caminaron hacia atrás. Yo no podía sacar mis ojos de aquella oscuridad, hasta que el señor de la camioneta me tomó del cuello y me llevó a una de todas las pequeñas carpas que había alrededor.
Se encontraban dos señores. Uno de ellos embarraba un pan en una lata de frijoles y el otro se ponía su lámpara y botas de trabajo. Uno me miró como paloma, enfocándome con un solo ojo; el otro lo tenía pastoso y blanco, como queso fresco.
—Que quiere jalar, Esparza —dijo el señor. Nadie dijo nada por unos segundos—. Aquí te lo dejo —rompió el silencio y me dejó allí.
Estuvimos un buen rato sin decir nada. Nomás los miraba cómo terminaban la lata de frijoles. Yo creo que el señor Esparza me escuchó la panza crujir, porque de una bolsa sacó una lata y me la aventó.
—Apúrate, que ya mero empieza el turno —me dijo.
Con los puros dedos me los comí. Estaban bien helados.
El otro se levantó sin decir nada y salió de la carpa. El señor Esparza también se levantó y revisó mis cosas.
—Ese pico está muy grande —me dijo y me dio otra más chica. También revisó la lámpara; me acuerdo de que apretó bien duro el elástico.
Yo no decía nada. Solo miré que tiró la pica de mi padre al suelo.
—Entras con los sacos y los sacas llenos de carbón —me explicó y se empezó a poner su lámpara en la cabeza. Y, antes de salir, sacó un polvo blanco y lo respiró fuerte mientras me aventó un pañuelo—. Si te da olor a huevo podrido, póntelo.
Cuando salimos de la carpa, muchos otros hombres caminaban hacia el agujero. Nosotros también. Cada vez que daba un paso, lo miraba más grande y oscuro. En el camino me crucé con otros chamacos. Todos caminaban como desalmados y espolvoreados de negro. Uno de ellos me miró. Tenía la boca abierta y la nariz toda mocosa. No me quitó la vista de encima hasta que se perdió entre tanto gentío.
Me paré en la pura orilla de la entrada. Donde las luces de las lámparas se unían con las sombras de aquel socavón. Estaba perplejo. Mis músculos estaban rígidos, no me respondían. Parecían estar igual de asustados que yo. Esparza se me acercó y me dijo que me apurara. Fue cuando muy a duras penas me metí.
Del techo colgaban unas lámparas que se prendían y apagaban. A lo lejos podía escuchar el choque de los picos con la piedra, el empuje de las carretillas… y el aire que salía, quién sabe de dónde. Nos detuvimos en una parte donde la cueva se partía en varios caminos y, antes de entrar a uno, Esparza prendió su lámpara y luego la mía.
No sé en qué parte del camino llegamos con el otro hombre. Yo solo miraba cómo pequeñas luces se movían, alumbrando vagamente las paredes rocosas. Ya más cerca me percaté de varios moños negros y fotos pegadas a una cruz grande de madera. El hombre estaba hincado con sus manos en forma de puño, pegadas a su pecho. Esparza se puso detrás de él y le apretó el hombro. El señor lo miró, y las lágrimas de su rostro brillaban por las luces de las velas.
—Vámonos —dijo el hombre, acariciando una de las fotos.
Caminamos bastante. Solo mirábamos aquel hueco gracias a nuestras lámparas.
—Aquí es —dijo Esparza.
Yo estaba confundido. No sabía qué hacer. El otro hombre alumbró una pequeña hendidura. Mis manos sudaron frío. Miraba la grieta… y luego a él. Parecía un pasadizo eterno. No se podía ver el final. Mientras yo trataba de asimilarlo, Esparza me amarró una cuerda en la cintura y me dio un saco.
—Cuando llegues al final, rompes el carbón. Llenas esto y jalas la cuerda.
Puedo sentir aún las lágrimas en mi cara. Se sentían tan tibias. Me acuerdo de que el señor Esparza me alumbró la cara, me sacudió con fuerza y me dijo: “Chamaco, ya estás aquí”. Con esas palabras tuve.
Cuando el temor me ganaba, apoyaba mi frente en la pared de piedra, tomaba un respiro profundo y seguía. No sabía cuánto había avanzado, ya que por lo estrecho solo podía mirar hacia adelante. Podía escuchar las paredes crujir. Duré varios minutos, hasta que la lámpara iluminó el final. Batallé un poco para salir, pero cuando lo hice, me sentí tan solo… tan abandonado. Había partes donde la luz no iluminaba. Sin ver, podía sentir el tamaño de aquel lugar. Me concentré en lo que debía hacer y olvidé en dónde estaba. Di otros pasos y mi lámpara iluminó una pared de carbón. Me acerqué a ella y pude notar que alguien ya había picado allí.
Mis primeros golpes fueron débiles, con miedo. Luego, más confiado, pegaba con todas mis fuerzas. El sonido de los impactos rebotaba por todas partes, perdiéndose en la oscuridad, como si fueran pequeños lamentos de la misma cueva.
Poco a poco los viajes se me hicieron más fáciles. Entraba y salía de esa grieta. Sentía el carbón en mi nariz… en mi garganta… en todas partes.
No sé cuántas veces pasé por ese pasillo. En una de esas escuché como si un gran gusano atravesara toda la tierra. Todo empezó a temblar. Rocas cayeron al suelo. Las paredes crujían con fuerza. Mientras estaba dentro de la grieta, miré hacia arriba y noté cómo se iba cerrando.
—Salte, chamaco —escuché ligeramente entre todo aquel ruido.
Por miedo, me empujé hacia la salida. La luz del señor Esparza se iba perdiendo por todas las rocas y tierra que estaban sellando aquel camino. Empecé a sentir pequeñas piedras en la cabeza. El polvo se me pegaba en los ojos. El derrumbe por poco me alcanza. Me tuve que aventar para apenas librarla. Todo seguía crujiendo y tronando; después de unos segundos todo quedó en silencio. Solo algunos ecos se oían.
Duré un tiempo sin moverme, allí acostado, sin entender aún lo que pasaba. Mi lámpara apuntaba al cielo de aquel hoyo. Nunca se miró el final. Pensé en mi ama y en mi apá. Me acuerdo de que me hice bolita y empecé a llorar en silencio. No importaba si cerraba los ojos o no. Todo seguía igual de oscuro.
De pronto, me llegó un olor raro. Abrí los ojos para poder oler mejor, según yo. Y fue cuando recordé al señor Esparza y me puse el pañuelo en la boca. No fue suficiente. Me ahogaba. Sentía cómo me mareaba. Me levanté y caminé rápido sin saber a dónde. Tosía y tosía. El olor era cada vez más fuerte. Mis piernas se empezaron a doblar. Cuando empecé a perder la consciencia, escuché algo, seguí el sonido con pasos flojos. Me fui sintiendo mejor. Dejaba de percibir aquel olor; aquel sonido seguía. A veces se callaba por momentos. En una, cuando me detuve a esperar a que volviera a sonar, una roca se escuchó estrellarse en frente de mí; las morusas me golpearon las piernas. Y, para mi suerte, la lámpara dejó de alumbrar. No prendió por más que le pegué. Tanteaba con la punta del pie el suelo y estiraba las manos para ver si sentía algo. Caminé a ciegas, por quién sabe cuánto tiempo. De nuevo me dio aquel olor.
Agilicé el paso, pero pisé en falso y caí al suelo. Me comencé a marear otra vez. En lo que trataba de respirar, volví a escuchar aquel silbido. Aflojé mi cuerpo y me rendí. Me quedé tirado, esperando; aunque el ruido seguía sonando a lo lejos, yo no me moví. Me estiré en aquel suelo y miré hacia arriba. Ya lo había aceptado. Y cuando en mis pulmones ya casi no había aire, en mi cachete cayó una gota de agua. Lenta la sentí recorrer mi cara. Recordé a mi apá, que lo dejé tirado en aquella cama, llorando. Así debió de sentirse él. Desesperado por no poder hacer nada. Solo sintiendo aquellas lágrimas. También recordé cuando llegaba todo lleno de tizne, riendo y besando a mi amá. Pensé que él, todos los días, entraba y salía en este lugar, con una sonrisa en su cara. Y eso fue.
Esos recuerdos me dieron las fuerzas para levantarme y caminar hacia aquel ruido. Y fue extraño, porque lo seguía con una confianza y una serenidad. Me sentía como un pescado que, cansado, se dejaba arrastrar por la caña. No me importaba si daba un paso en falso o si caía en un precipicio. Mis pasos nunca fueron tan firmes como los de ese día. De pronto, el sonido dejó de escucharse. Me paré y agudicé los ojos. Y a lo lejos noté un pequeño destello, como el de un pelo al sol. Caminé hacia aquello.
Fue tanta la impresión por lo que vi, que me quedé helado. Eran las velas de aquella cruz. Se me soltaron risas y lágrimas. Me paré frente a todos aquellos rostros y no sé por qué les di las gracias; luego miré las velas en silencio. Las llamas ondulaban tranquilas, como si nada hubiera pasado. Y fue cuando escuché el sonido otra vez, a unos pocos metros de mí. Era el chamaco, con mi silbato en su boca. No me atrevo a decir cómo lo encontré. Me hinqué a su lado y él me miraba mientras lo hacía. Con mucho cuidado le quité el silbato de la boca. No lloraba ni nada. Solo al final dio un pequeño respiro; el aire chiflaba al entrarle por la nariz. Después soltó un soplo por la boca. Fue un bufido largo y triste.
Cuando regresé con los demás, ya no respiraba.
Ese día, cuando llegué a la casa, mi padre se hundió en mis ojos. Sin decirle nada, yo ya sabía que él lo había notado. Y como pudo levantó sus brazos y yo corrí a su pecho. Toda la noche estuve con él, así como él estuvo conmigo dentro de aquel agujero. Cada vez que pienso en ese día, más me convenzo de que la panza del diablo me tragó como niño… para escupirme como hombre.
Imagen de Benjamin Paul, tomada de The Journal of Lost Time.
