Durante la exposición-performance de mis amigas restauradoras en el Museo Universitario del Chopo, otra amiga no restauradora me preguntó si no extrañaba eso. “¿Qué? ¿Restaurar? Para nada”. Muy segura de mí, cuando, de hecho, ya había tecleado un “hasta pronto” en el título de este ensayo siendo apenas una página en blanco. Al mismo tiempo, fue una afirmación del subconsciente, lo tengo muy claro. No extraño eso, extraño todo lo demás. 

Recuerdo todos los proyectos para los que tuve que viajar. Por supuesto, unos cada vez son más nubosos; sucedieron hace diez, nueve, ocho años; otros, menos, apenas dos. Recuerdo la cinematografía del proceso previo, el viaje en sí, el tedio del regreso y la nostalgia –o alivio– posterior. A veces eran salidas premeditadas, con al menos un mes de preparación, a Palenque, a Chihuahua, a Torreón, a Tlayacapan, a Tepoxtlán, a Ixtlán de Juárez, a Salamanca; a veces eran inmediatas: mañana, el viernes, la siguiente semana. Había que ir a Amecameca, a Coatepec de las Bateas, a Tecomatlán, a Zoyatzingo, a Monterrey, a Santo Desierto.  

De la ejecución de los procesos de restauración, recuerdo muy poco, más bien almaceno flashes de risas durante la colocación de bandas o arriba de un andamio mientras retirábamos pintura, de los viajes diarios por las carreteras del estado de Morelos, del agobiante trayecto de madrugada entre Matehuala y Monterrey, del perro-diablo que vigilaba los caminos en Ixtlán, de las noches estrelladas afuera de los conventos. 

Es como si alguien hubiera decidido que eso no era relevante: dejarás esta disciplina en unos años, desaprende materialidades y técnicas. Ahora entiendo que no tenía caso recordarlo, si quisiera replicar alguna, el registro de esas actividades se encuentra en un repositorio: un informe de los procesos de conservación-restauración realizados a la/s obra/s equis en el lugar tal durante este periodo a solicitud de la dependencia burocrática zeta para justificar dicho presupuesto que pagarán quién sabe cuándo. Pero, de hecho no, esos informes no son completamente de fiar.

Cada vez que había que elaborar un documento así durante una práctica o trabajo de campo, un tedio ensombrecía la escritura, era una sensación de no estar diciendo toda la verdad sobre el proyecto de restauración. Más tarde comprendí que eran el lenguaje de molde, las estructuras pre hechas y los verbos impersonales los que agobiaban y levantaban una barrera entre la autora y un discurso elocuente. Tal vez hubiera sido más interesante si hubiera tenido un sentido distinto: no restringirse a una formalidad acotada, sino a la reflexión; una crónica integral del viaje de trabajo, que aborde a la vez lo técnico, el goce y el pesar de cada proyecto.

Esas ideas se tendrían que enunciar desde una persona temible para la academia universitaria cuando no se tiene la “suficiente” legitimidad: el yo. Preferible o, más bien, restringida para ciertos grados académicos, sin comprender lo mucho que se pierde con la tercera persona y cuánto se ganaría con la primera. 

El yo es un territorio cada vez más conocido en la literatura actual, pues se ha vuelto una posibilidad de relaciones entre lo propio y lo colectivo. Y, por supuesto, un espacio tan común, por su uso continuo, ha reunido detractores. Hacia el final de su ensayo “Contra la literatura del «yo, yo, yo»”, Julio González apunta una de las finalidades de ese género, desdibujada cuando se abusa de la primera persona: “no logran volver su intimidad una ocasión para ensayar un arte que conecte con más personas, para hallar un suelo común a la experiencia humana”. 

Su diatriba funciona como una crítica a nuestros recursos literarios, ¿cuáles son las intenciones del uso del yo?, ¿a quiénes se dirige?, ¿por qué para este texto y no otro? Al poner en juego lo impersonal y la primera persona, los informes de restauración pasarían a ser un registro de verdaderas intenciones para los demás. No un añejado documento académico, escolar o burocrático, sino el repositorio de una gran crónica de viaje escrita a muchas manos. 

Si hay algo que le guste más al restaurador que armar metodologías, es su obsesión con imaginar criterios. Somos –¡ay!, ¿soy?– especialistas en la palabrería para justificar el porqué algo se restauró/registró así. ¿Por qué no justificar decisiones en la práctica? Tendremos que esperarnos al siguiente coloquio o a conocer a alguien que alguna vez restauró ese material para saber qué sucedió realmente, para que nos cuente la información faltante sobre la intervención. “Debimos haber empleado equis material, pero estábamos en el Istmo y no había manera de conseguirlo, por eso no lo usamos”. A veces no hay una razón intelectual, sino que las condiciones espacio-temporales son los criterios que lo justifican. 

Pensemos en todo lo no dicho, eso que después se enuncia desde la oralidad: “en el informe dice esto, en realidad lo que pasó fue esto otro, pero no lo podíamos poner así”. La información valiosísima que impedirá que, por ejemplo, alguien siga aferrado a utilizar pasta de resane casera –casi nadie está seguro de su receta–, cuando en la práctica se opta por el leal Modostuc(R). Pero no puedes decir eso, mejor pon: “Resane. Posterior a la unión de fragmentos, se resanaron las lagunas para dar mayor estabilidad estructural al soporte. Para dicho fin, se utilizó pasta de resane de carbonato de calcio aplicada mediante espátulas de dentista y de pintor, e hisopos de algodón. Se dejó un acabado liso y se selló con cola de conejo para poder recibir las capas de pintura siguientes”. Una escritura deshonesta. 

Soy absolutamente consciente de que los lectores varían y, por ello, el lenguaje se limita. Quienes leen informes dentro de instituciones públicas no esperan una relatoría de los hechos, sino una justificación concisa y gráfica del proyecto en el que se invirtió el presupuesto. Las personas administrativas deben leer una gran cantidad de estos documentos y generar correcciones. Por ello, el texto debe ser acotado. Qué clase de tortura sería para ellos presentarles utópicas crónicas de viaje. Estos informes, entonces, son presentaciones de resultados y, de todos modos, no representaría agotamiento alguno para el lector inmiscuir un “yo” o un “nosotros” de vez en cuando.

Sin embargo, esas mismas fórmulas de escritura institucional se vuelven un vicio. Recuerdo el caso de un sonado proyecto de restauración de pintura de caballete en Yaxchilán, Oaxaca. Publicaron ensayos, artículos, notas minúsculas sobre la gran hazaña que fue esa intervención. En uno de ellos, con los nombres de todos los participantes del proyecto en el título, se referían a sí mismos como “Los restauradores decidieron”, en vez de optar por un auténtico “Nosotros decidimos”. 

Era una contradicción: por un lado, existe esa necesidad académica por poner los nombres de todos los participantes, aunque su autoría radique solo en haber dado el visto bueno; por otro, esas personas deciden desaparecer del cuerpo del texto, se ocultan detrás de una tercera persona cuando ya sabemos quiénes son. Después de todo, habían sido los ejecutantes, ¿por qué no redactarlo así? Concluí que se debía a la aprendida escritura impersonal, el lugar común, la temible zona de confort del restaurador —que, como nota aparte, he notado que se traslada también a la oralidad—.

El receptor no sería un administrativo del INAH-Oaxaca, sino todos aquellos interesados en conocer la propuesta, las soluciones, las reflexiones posteriores; al escribirlo en tercera persona, nombrando a un genérico “Los restauradores”, es decir, a todos y a ninguno, levantan una barrera entre lo que debo decir y lo que de verdad quiero decir. ¿De qué manera habría sido más cercano y atractivo el proyecto?, ¿cómo lograr que esta escritura de difusión consiga efectivamente una conexión “para hallar un suelo común”?

No creo que la escritura impersonal tenga que vetarse, sino aprovecharla para preguntarse, ¿qué es la escritura de la restauración? No “sobre la restauración”, no “para la restauración”: de la restauración. Preguntémonos sobre quiénes y para quiénes estamos escribiendo. No, no es una invitación a mostrar un yo “de forma obvia, narcisista, obscena, repetitiva”, más bien a considerarlo “la música de fondo, el paisaje fuera de foco”, como también propone González.

Además de dejarlas intangibles en la memoria y en las anécdotas entre colegas, consideremos la documentación de esas crónicas integrales del viaje de trabajo. Somos profesionales obsesionados con la memoria, no omitamos ese patrimonio experiencial que hemos construido y que vale la pena preservar. 

Si bien el conocimiento técnico, material e intelectual es la columna vertebral de la disciplina, ese conocimiento paralelo y empírico, creado durante los viajes, es indisociable. Yo no olvido cada chaneque visto en la sierra de Guerrero, los elotes cacahuazintles de la carretera rumbo a Toluca, las micheladas en Tenancingo, la carne seca en la cantina de “Don Arturo”; las torres de la refinería de Pemex, las pirámides sin turistas; el calor veraniego sofocante en el centro de Monterrey, y también el aire limpio y fresco del bosque de la sierra de Oaxaca cada mañana al despertar.

Y por la nostalgia de esos recuerdos, desde esta impoluta, blanca e insípida oficina en Polanco, es que les digo “hasta pronto”. 

«Paloma Espíritu Santo«, fotografía tomada de Da Vinci Restauro

Andrea Ortiz Morales (Guanajuato, México, 1996). Editora y lector. Licenciada en Restauración por la ENCRYM, estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la UNAM. Comité editorial Página Salmón (2018-), coeditó Abisal. Antología de cuentistas (2020). Coordina Espacio Compacta, donde acompaña escrituras e imparte talleres. Ha publicado cuento y ensayo en Página Salmón, Cósmica Fanzine, Especulativas MX, Bastardilla, Irradiación, Punto de Partida y Nexos. Escritura poco constante en su blog Zárate Rendón, en Tumblr. Sus temas e intereses se centran en el estudio de revistas, las cocinas en la literatura, el ensayo literario, el cuento fantástico y la edición independiente. 

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