En los tres años que me separan de quien fui cuando empecé a obstinarme en publicar esta revista, mis opiniones sobre casi todo han cambiado; del mismo modo, la cara del proyecto se ha transformado tantas veces y de formas tan radicales hasta hoy, el día de su alumbramiento definitivo, que a muchos les costaría trabajo reconocer, bajo las máscaras de sus transformaciones, su única e inmutable faz. Hemos perdido a muchas de las personas que alguna vez compusieron la planilla del comité editorial y los colaboradores, hemos atravesado temporadas de entusiasmo, decepción, indiferencia y abandono, hemos fracasado al menos dos veces y hemos transitado por más nombres que Alonso Quijano, el Bueno; pero la idea que entonces motivó nuestra reunión bajo un nombre común es idéntica a la que hoy dicta estas líneas: mantener abierto un canal de análisis intransigente sobre ésta, nuestra hora, con los instrumentos de la creación, el ingenio y el rigor. Estoy convencido de que la obstinación puede ser uno de los avatares más acabados de la estupidez, y aun así (ya se ve), me resulta casi imposible mudar esta resolución.

La constancia más evidente de la continuidad con esa idea es el nombre que aparece frente a nuestro trabajo. El salmón asoma por primera vez en esta historia bajo la forma de un lugar común: una amiga lo invocó un día en el que le propuse argumentar, por puro deporte, por diversión retórica, contra una opinión fastidiosa. Según ella, esa actitud estaba en cierto sentido emparentada con la del salmón. El significado que le quiso dar a la imagen no me encantó, por manida, pero el salmón consiguió aferrase a mi memoria sin saber la causa con exactitud, para ya no soltarme, insistente, superponiéndose a mis demás ideas. En futuras reapariciones encontré algunas pistas para explicarme la fascinación.

En la saga de la infancia de Finn se narran los esfuerzos del poeta irlandés Finnegas por pescar un salmón legendario cuya carne, según una predicción druídica, sería fuente de infinita sabiduría para quien la probara. Después de siete años de búsqueda consigue atraparlo y encomienda a Finn, su aprendiz, la tarea de cocinárselo: el muchacho obedece y pone el salmón sobre las brasas de una fogata, pero en un descuido se quema la yema del pulgar con una gota de grasa hirviente. Cuando se lleva el dedo a la boca para mitigar el dolor, sin querer se unge el diente con el aceite del salmón. A partir de ahí, cada vez que muerde su pulgar es capaz de una clarividencia tan proverbial que, hasta el día de hoy en el Reino Unido y gracias a este relato, es común escuchar la palabra salmon junto al epíteto of knowledge. Pero tampoco por estar relacionado con esa palabra pienso que el salmón sea una síntesis de nuestros afanes; además de que tampoco escapa al lugar común, tiene la desventaja de estar incluso más edulcorado que aquello de ir contracorriente. Y sin embargo, algo del relato que no alcanzaba a definir me parecía un espejo de nuestra tarea.

Al morir, en mayo de hace quince años, Douglas Adams dejó a la mitad una novela de la que sólo se conservan algunos capítulos, agrupados con un título que recupera al salmón y su versión celta, aunque resignificados: no The salmon of knowledge sino The salmon of doubt. En esta imagen renovada, por fin miré diáfano el reflejo de lo que intentábamos lograr, además del eslabón necesario para reunir los hilos de las otras apariciones aisladas del pez: no lo encontraba atractivo porque nadara contracorriente o fuera símbolo del conocimiento en alguna mitología; me gustaba porque en todas sus manifestaciones tenía esa misma actitud irrenunciable por alcanzar una cima que, no obstante terminaba por agotarlo hasta la muerte, suponía la renovación y el dinamismo de su especie y quienes la rodean. Me gustaba porque era la cifra del movimiento, la destrucción y el cambio, la preferencia de la muerte sobre el estatismo y la complacencia. No sé si llamarlo denuedo, terquedad o llana estupidez, pero es un hecho que en eso encuentro completo el afán de quienes componen este comité, de quienes en estas páginas luchan contra la facilidad, la inmovilidad y la condescendencia con la única arma que conocen: la duda.

El salmón que adoptamos aquí no es aquél de la sabiduría concentrada por la magia de una predicción. No el salmón mítico, el plateado por el prestigio y la pompa; sí el salmón de carne y hueso sin atributos, el de la obstinación, el de las preguntas. Nuestro afán es idéntico al que movió a dos cortesanos a escuchar en once sílabas en lugar de ocho, a aquél de quienes prefirieron aferrarse al galicismo mental que a las telarañas de la normatividad académica, el mismo de los que insistieron en ser universales antes que en buscar un color local: una necedad consciente de movimiento con la inteligencia. Éste es nuestro salmón y ésta la corriente en la que nada.

Pedro Derrant