Observo la pared blanca y entra una oleada de luz por la ventana del balcón. Recuerdo los diarios de Pizarnik: Un nuevo día lleno de sol. Leo sobre el viaje del médico de Felipe II que cruzó el mar para buscar plantas de misterioso elíxir que se encontraban en estas tierras. Intento concentrarme en aquellos expedicionarios que, casi doscientos años después, trataron de nombrar la naturaleza con palabras en latín. Luz amarilla y vital. Me da miedo por sus ansias fugitivas. Afuera juegan los niños. No, más bien, adentro; adentro juegan y lejos, en algún edificio confinado, estamos nosotros dos sobre una cama húmeda. El silencio, me dices, qué bello silencio. Retozamos desnudos y pálidos. Imagino por un momento que vivo aquí contigo. Que no fue un apremio pasar juntos indefinidamente nuestros días de confinamiento; que despertar bajo tu aliento y volverme hacia ti para abrazarte, que abras lentamente los ojos lagañosos y bosteces sonriendo, ocupando tus brazos para completar lo que mi cuerpo abrió para ti; que todo esto, pues, no es una elucubración de pandemia. Dijiste que no, que no lo era. Al final lo fue.
Inhala y al exhalar sube, retira las rodillas del piso y presiona los metatarsos, exhala, inhala, manos al piso, cabeza arriba, salto camino atrás y formo una tabla, inhala y al exhalar baja el pecho en medio de las manos, inhala exhala, las manos a la altura de los pechos, cobra alta, inhala y al exhalar alza la cadera, inhala exhala, pasa la pierna en medio de tus brazos, mirada y manos al cielo, inhalo y exhalo, inhalo y exhalo dos, inhalo y exhalo tres, inhalo y exhalo cuatro, inhalo y exhalo cinco, me quedo en guerrero dos, inhalo y exhalo uno, inhalo y exhalo dos, inhalo y exhalo tres, inhalo y exhalo cuatro, inhalo y exhalo cinco. La mano izquierda pasa por encima de la cabeza. Uno, dos, tres, cuatro y cinco. Desisto a mi reto de veintiún días de yoga. Lo retomaré un año después, más triste y delgada, sin poder alcanzar con las manos la punta de mis pies.
Mi madre dice que prefiere infectarse de una buena vez. Pero lee, siempre está leyendo algún nuevo artículo que complete el vacío de tantas preguntas sin respuesta. Resulta que la enfermedad, además de obligarte a sufrir colapso pulmonar y temperaturas, podría provocarte daños renales, fallas en algunos órganos a largo plazo. Telmisartán, Losartán, que toda esa familia de sartanes puede excitar otros canales de expresión y por eso los hipertensos, que toman esos medicamentos, como mi padre, podrían verse afectados, no por la condición per se, sino por el medicamento que toman. Que nos lleve la chingada. Era inevitable que en mi casa se discutieran estas cosas: ambos padres científicos y mi madre metida en un proyecto de investigación COVID. Los primeros meses eran discusiones mañana, tarde y noche sobre los artículos más novedosos, descripciones de las terribles consecuencias de aquella enfermedad desconocida. Pero también empezó a formularse un juicio hacia los que se infectaban: será que no se cuidaba, se metió donde no debía, fue irresponsable. Nunca había lugar para la incertidumbre, el error, la necesidad que obligaba a romper ciertos cuidados y que dejaba vulnerables a las personas; o incluso, el deseo genuino y humano de no estar solos. Siempre había disfrutado platicar con mi familia, pero poco a poco noté que vivía enfadada todo el tiempo. Les pedía fútilmente hablar de otra cosa. Terminé dándome por vencida y dejé que las conversaciones tomaran su curso, cayendo en los mismos patrones obsesivos que solo me hacían pensar en la enfermedad y cómo evitarla. Me sentía como Mr. Meagles en la novela de Dickens, Little Dorrit, cuando pasa una cuarentena en Marsella: «I have been waking up night after night, and saying, now I have got it, now it has developed itself, now I am in for it, now these fellows are making out their case for their precautions. Why, I’d as soon have a spit put through me, and be stuck upon a card in a collection of beetles, as lead the life I have been leading here.» Era el inicio de un malestar mucho más grave.
La siguiente noche, mientras trabajábamos, escuchamos un violín a la distancia. Es el vecino que toca religiosamente las mismas notas, una y otra vez, a la misma hora, siempre la misma. Antonio me mira emocionado: es otra pieza. Escucho detenidamente y, en efecto, como si hubiera querido darnos un pequeño gusto en el encierro, ahora toca algo distinto. Ya no volvimos a escucharlo durante todo un año. A veces pensaba en él: ¿Estaría enfermo? ¿Se habrá mudado, habrá sido víctima del éxodo que vivieron los miles de rentistas en la ciudad durante la pandemia? ¿Por qué un sujeto que tocaba cotidianamente dejó de hacerlo? Nos sorprendió una tarde de marzo del siguiente año, como aniversario del encierro, pero después regresó a su misterioso silencio. No sé si ahora, que ya no tengo nada que ver con aquel departamento, volvería a su antiguo hábito.
§
Llevo escribiendo esta crónica desde hace meses. Cuando regreso a ella, pareciera que nada ha cambiado y que los mismos sentimientos de incertidumbre e impotencia rigen nuestras vidas. Pero siempre ha sido así, incluso sin una pandemia. Lo que lo hace diferente, a mi parecer, es aquel impacto colectivo sobre nuestras vidas: la complicidad desde el encierro y en el regreso a una normalidad que no tiene inicio ni fin. ¿A qué normalidad se supone que regresaremos? Simples inventos de los periodistas, me decías, la vida continuó desde antes de que la proclamaran. No dejabas de recordarme: vivir es morir. Leería después, en Malaparte, aquella pregunta que escribió irónicamente Chateaubriand: ¿En qué lugar no se muere? Entendería entonces, después del dolor y la pérdida, la enormidad de mi negligencia: creyendo preservar la vida, me obsesioné con la muerte.
Leo sobre los efectos psicológicos en los habitantes de Wuhan, la ciudad china donde empezó todo. Depresión, pensamientos suicidas, mucho enojo. Tenía tres lágrimas. Me levanté súbitamente sobre un gran vacío, una profunda tristeza. Antonio dormía a lado mío. No supe cómo decirle lo que sentía: ¿entendería? Una muerte me atravesaba. Me sentí sola, sola con este súbito presentimiento: ¿así es como comienza, estoy loca? Sentí tres pérdidas. Tres: en la mano, en el lagrimal, en la cabeza. Me agarré la muñeca derecha y sentía un hueco en la palma. Tuve que llorar. Nadie estaba aquí ni allá. Él estaba lejos y no lo entendería. Lloré o eso intenté. Todo ocurrió como entre sueños. Antonio se despertó. Yo decía: tuve tres, tuve tres. Él no entendía. Se asustó, pero tampoco demasiado; no era la primera vez que presenciaba mis ataques de pánico. Me preguntaba qué pasaba, qué ocurría. Yo sabía que no podría entender esta tristeza.
Empezó con la pérdida de apetito. Nunca había sido una persona a la que le encantara comer o que buscara en el acto una sublimación de los sentidos. Pero de un día para otro, perdí las ganas de comer deliciosamente: comía por costumbre, no por gusto, y poco a poco desistí siquiera en probar bocado. Todo me sabía igual, es decir, a nada. Dejé de comer y empecé a desaparecer lenta y vigorosamente. Hace una semana, mientras escribía estas líneas, bajé cinco kilos: estoy segura de que con ellos se fue la angustia que tanto me pesaba; ahora debo ganar todo lo perdido.
Empezó con el apetito, pero pronto devoró todos los aspectos de mi vida. Sin darme cuenta, fui haciéndome más pequeña y vulnerable. Sucumbía al miedo de una manera atropellada, sintiendo palpitaciones en el pecho y tristezas súbitas. Perdí la poca independencia que había empezado a ganar sobre mi vida. El vigor, la motivación, las ganas de estar en el mundo me abandonaron de distintas maneras; cambios apenas perceptibles que mermaron lentamente mi presencia sobre los espacios que ocupaba. Sin darme cuenta, me hice cada vez más pasiva, inapreciable y, sobre todo, egoísta. Al principio fue más fácil engañarme a mí misma: pensaba que todos sufríamos la misma silenciosa tristeza, que debía vivir con ella como todos los demás; incluso, sentía vergüenza por quejarme o sufrir por lo que sentía. Además, pensaba que había otras cosas más apremiantes que resolver en su momento: las clases en línea, los cuidados histéricos en casa, las discusiones con mi pareja y la presión por un futuro que se vislumbraba incierto. No me di cuenta de que mi actitud ante todo lo que me pasaba estaba ligada con aquella ansiedad que nacía a partir del aislamiento, el temor a la muerte y la infección. Mis vínculos más cercanos sufrían mi obsesión y mi salud mental fue decayendo. A pesar de asistir diligentemente a mis sesiones cada quince días, la terapia funcionó solo como contención y no como remedio. ¿Debería funcionar como tal, realmente? En agosto de 2020, escribía en mi diario: Estoy cansada. Intento darlo todo, pero no es suficiente. En abril de 2021: Hoy pensé en morir (otra vez). Se culpa mucho a la persona que decide ya no acompañarte en la ansiedad, como si debiera aguantar hasta las últimas consecuencias una pesadez que no necesariamente comprende. Si a mí me costó trabajo advertir que mi tristeza no era poca cosa, ¿cómo podía esperar que los demás, mis seres queridos, entendieran lo que me ocurría? También desde el amor es posible decidir marcharse, valentía que podría ser malinterpretada; una lección que aprendí de golpe y no desde mi propia retirada.
Parece inútil recordar que hace un año y algunos meses empezó la pandemia. Hace falta resaltar que conviviremos con esta situación sin regresar a los antiguos hábitos, que, como el vecino violinista, abandonamos ciertos aspectos de nuestras vidas que dábamos por sentado. Cargaremos con el peso del desprendimiento voraz que sufrimos sobre nosotros mismos, nuestra mente, nuestro cuerpo, y el mundo que nos rodeaba. Hace un par de días, encontré una reflexión en el diario de Sylvia Plath, quien escribía con diecinueve años: «As an act recedes into the past and becomes imbedded in the network of one’s individuality it seems more and more a product of fate –inevitable. However, an act in the immediate present seems to be more a product of free will.» A la distancia, comprendo las respuestas tan disímiles que cada uno tuvo frente a la pandemia, actuamos como mejor podíamos en un contexto inimaginable. Cuando una piensa esto, el sentimiento de culpa o arrepentimiento parece fútil, despreciable. Al mismo tiempo, la responsabilidad sobre nuestros actos sigue vigente: asumir las consecuencias es un paso ineludible para reconocer la realidad a la que nos enfrentamos. A pesar del infortunio humano, creo fervientemente en nuestra capacidad de reconfigurar nuestras vidas. El anuncio de la muerte es omnipresente, pero la vida la acompaña de forma inevitable. ¿En qué lugar no se muere?, pregunta Chateaubriand. Si vivir es morir y se muere en todas partes, a todas horas y de formas a veces insospechadas, no podemos esperar menos de su contraparte. Y si el tiempo apremia y el viento se levanta, nos queda el intento irremediable, agrio y bellísimo, de la vida.
Algunas referencias insertadas al texto (a manera de voces o citas):
Dickens, Charles, Little Dorrit, New York, Signet Classic, 1980 (New American Library).
Malaparte, Curzio, Diario de un extranjero en París, Barcelona, Tusquets, 2014.
Plath, Sylvia, The unabridged journals of Sylvia Plath, 1950-1962, New York, Anchor Books, 2000.
Pizarnik, Alejandra, Diarios (nueva edición de Ana Becciu), Lumen, 2013.
Imagen tomada de Artishock