No es la voz la que ordena la historia, es el oído.
Italo Calvino
Ludwig
Sol, sol, sol, mi. El destino se abre caminos extraños, inexplicables.
El año de 1807 comenzó en jueves, el quinto día de la semana si atendemos a que se comienza la cuenta cada domingo. Éste era un presagio. Muy pronto se sentaría a culminar una obra maestra, su quinta sinfonía para ser exactos, una pieza simple pero inigualable. Era el destino y no había manera de evitarlo.
Ese personaje regordete y desabrido, de tupida cabellera hirsuta y descuidada, quien anda por las calles de Viena siempre abstraído, sin prestar atención a los otros, la cabeza gacha, evitando la mirada y el saludo no por timidez sino porque quiere esconder sus defectos a los otros, va siempre marcando el compás con la mano.
Ludwig lanza al aire una moneda de cobre acuñada ese mismo año con la imagen de Francisco II de Habsburgo-Lorena y Borbón; sin embargo, no escucha su tintinear al golpear la calle adoquinada.
Agacha aun más la cabeza, recoge la moneda y sigue su camino. La mirada ignora las hermosas casas vienesas que flanquean su paso. La cabeza, en cambio, tiene puesta toda su atención en los sonidos que va por ahí creando y que muy probablemente jamás escuchara.
Sol, sol, sol, mi. Cuatro notas retumban obstinadamente y con profundidad en su imaginación. No puede despegárselas. El inconmensurable imperio romano de los Habsburgo podría describirse en la sonoridad de esa sucesión de tañidos. Pero hace un año que la geografía de la superpotencia europea sufrió su más grande cisma, producto de sus claras y predecibles diferencias con la Francia Revolucionaria.
Su disolución, para evitar que Napoleón Bonaparte tomara el título de emperador, no fue una decisión fácil para Francisco, quien terminó por ostentar sólo la corona de Austria.
Ludwig, por su parte, no sabía si regocijarse por el avance de las ideas libertarias que tanto lo ilusionaban, o llorar por el debilitamiento de una sociedad que había sido, hasta entonces, gran fuente de financiamiento para su música.
El pantalón rasgado y el saco raído pueden dar una falsa impresión de Ludwig. No es pobre, muy al contrario, va acumulando con su éxito una pequeña fortuna. Es descuidado en su aspecto porque su vanidad está puesta en otros lados: el pensamiento, la inteligencia y la música, sobre todo en la música.
Sol, sol, sol, mi. ¿Por qué regresa a su imaginación ese sonido? Hace casi tres años que lo arrumbó en una partitura incompleta. Había culminado La Heroica, su tercera sinfonía, cuando apareció por primera vez esa obsesión; pero la Cuarta surgió de una distinta tesitura.
Ludwig camina. Ludwig se enamora. Ludwig se incendia. Todo pasa por su cabeza. Todas las emociones se reúnen, pero las notas no desaparecen.
Bajo su saco esconde un volumen. El destino va ahí guardado, entre esas hojas de papel, impresas con tinta, cosidas una con otra, empastadas con piel de cerdo. Es el destino de otro hombre, pero es el destino mismo: el libreto teatral escrito por Hienrich Joseph von Collins cuenta la historia de un héroe olvidado, Corolian.
Von Collins, funcionario de finanzas y secretario de la corte del emperador austriaco, quiere recordarlo. En su trabajo político, el mecenas es más exitoso que en el de dramaturgo, pero se ha empeñado desde 1802 en montar una pequeña tragedia para venerar a ese valiente romano exiliado. El destino del autor, tanto cuanto el de su héroe, está en el fondo de un cajón que nadie abrirá más.
Por una retribución aceptable, Ludwig compone una pieza que servirá como música incidental para la presentación teatral. Por eso ha estado leyendo el volumen con la pasión de un explorador resuelto a encontrar lo que nadie busca, para lograr lo que nadie espera.
Nuestro músico tiene el tesón de una mula empeñada en recorrer su propio camino. Si la ventura del guion de Von Collins ha de seguir el mismo olvido que padeció su héroe, la composición de la obertura seguirá otro camino. Es el destino y no hay manera de evitarlo.
Ludwig busca. La música refleja lo mismo los tonos de la conmiseración y la sabiduría. Sus notas nos permiten sentir por igual el ruego, la llamada a la reconciliación y la derrota, la derrota ante un destino inexplicable e inextricable. La música puede ser más expresiva que las palabras para contar una historia, en esta ocasión así se demuestra. Ludwig encuentra.
Ha culminado su camino y, para su tranquilidad, hasta ahora no fue importunado por el saludo de cualquiera. Eso es bueno, muy bueno, le permite seguir escondiendo su sordera.
Se para frente a una puerta. El golpe seco de sus zapatos contra las lajas de piedra sobre las que ruedan los carruajes resuena tres veces. Luego se escucha el sonido de su bastón impactando la calle recubierta. Sol, sol, sol, mi.
Esos cuatro golpes bastan para revelar la siguiente sinfonía, esa composición rebelde que se negaba a ser conseguida, La Quinta. Agacha la cabeza y se ensimisma. Los sonidos le sobrevienen, a volúmenes orquestales.
Nada más puede escuchar porque ya nada oye. Es mudo el barullo festivo de la embajada rusa, también la voz de su amigo Andrey, el dignatario anfitrión. Insonoro es el abrazo con el cual él y Von Lobkowitz, encargado de dirigir Corolian en el teatro, estrechan su lazo musical. También lo son los flautines que amenizan la fiesta.
Ludwig baja de nuevo la mirada, rehúye al resto de la gente, se esconde para ocultar su sordera, y compone en su cabeza esos sonidos que le aturden.
De pronto, una bolsa con 200 florines le es presentada. No escucha las monedas chocando unas frente a otras, porque en su cabeza hay violines resonando violentos. Alza la mirada, es Oppersdorff, su mecenas, entusiasmado pidiendo una nueva obra maestra.
Al allegro con brío que lo abstrae se suman trompetas, también se escucha un oboe, la coda es una fiesta de pasión. El conde habla sin parar y, sin embargo, sus labios no emiten murmullo. Ludwig asiente. Ludwig disiente. Ludwig acepta.
Entonces sugiere otro tono. Fa, fa, fa, re. Es el destino que toca a la puerta.
Piotr
No está acabado. Pueden pensar lo que quieran, pero su letargo y su cansancio no marcan el fin de su genialidad.
Sí, a veces explota colérico. Sí, a veces duerme desde la noche hasta el atardecer del día siguiente. Sí, también es cierto que le duelen los huesos. Solo hay una cosa que no han comprendido: todavía no es el final.
El destino implacable e inamovible le ha reservado un espacio para la ansiedad, para el desconcierto. Piotr sabe bien que el amor sigue ahí, que siempre ha estado ahí, incluso cuando la música le abandona.
Se sumerge en las aguas tibias de la tina de baño y, mientras contiene la respiración, dibuja en la memoria el cuerpo joven y atlético con el cual sueña, a veces despierto, a ratos abandonado a Morfeo.
Tan sólo mirarlo es la paz, un allegro con ánimo. Entonces, fluye como una pequeña piedra en el río, circulando ligera en sus aguas apacibles; golpeando con furia cuando se encuentra entre los arrebatos de una caída; hundiéndose en un pozo profundo cuando las corrientes se extinguen. La fe es resignación.
Luego viene la indigestión, porque la fortuna parece arrebatarle todos sus impulsos, sus más vivaces tonadas y sus más oscuros anhelos.
Aleksei lo despierta. Piotr siente que no se pertenece a sí mismo. Es, tal vez, el frío húmedo que le hostiga en Klin. Un frío que entumece los dedos, pero obliga a mantener despierta la imaginación, a riesgo de perderse en la nostalgia.
«Es un viejo amargado. La inspiración lo ha abandonado. Está decrépito. Está seco». Las palabras con que lo califican le golpean con la fuerza de una locomotora que se descarrila.
Sabe que están equivocados. Sabe que es la envidia que les corroe, la reacción previsible tras su dura crítica a Strauss. Pero, ¿qué esperaban? Aquello no era una sinfonía sino una sucesión ensordecedora de sonidos estridentes, alejados de toda armonía. Sus palabras fueron precisas: «mundanal ruido». Aunque no le hubiese gustado ni a Grieg ni a Brahms su honestidad, Piotr estaba convencido de que esa percepción era acertada.
Se sumerge de nuevo. Luego emerge con ímpetu y sacude la cabeza. De la poblada barba salpican diminutas gotas que su asistente percibe solo cuando caen sobre su chaqueta. «En una sola cosa tienen razón, señor Sofrónov, en una sola: han pasado casi once años desde que estrené la opus 36. Lo que ignoran es que la mala fortuna no me hundirá en silencio», espeta al criado sin ocultar la lascivia que le producía su presencia.
Aleksei sonríe. No sabe de lo que el maestro está hablando, pero ya se ha acostumbrado a los desvaríos de su temperamento. Se da la media vuelta y se marcha complacido ahora que el viejo ha comenzado a vestirse.
Piotr, en cambio, se le queda mirando. Imagina esa espalda desnuda, la conoce, la ha recorrido con su tacto. También sonríe. Lo hace fugazmente, porque en su memoria resuena Strauss y la ira le arrebata el deseo intempestivamente.
Ahora está caminando junto al río Klyazma, lo hace con los recuerdos. Es aquel verano de 1877, cuando las dudas lo llevaron a la peor decisión de su vida. Recién había leído la carta de Antonina, esa joven de piel tierna y blanca como la nieve, cuyos dedos regordetes se posaban sobre el piano sin ocultar sus modos grotescos.
«Hay una violencia que no me explico en tus notas. Las teclas se acarician, no se golpean. Los sonidos se bordan, no se zurcen como calcetas», con esa metáfora había intentado explicarle a la joven costurera que, si estaba en el Conservatorio tenía que cultivar la belleza. Ella nunca lo entendió, ella solo quería comérselo a besos.
Pero ahora, en este verano mientras Piotr vacaciona fuera de Moscú, ella confiesa que si había sido su alumna era porque anhelaba su presencia. Lo hace en la misiva, un mensaje que le conmueve. Piotr duda.
Es pobre y zafia. Pero en ese momento las palabras que le dedica la joven le parecen sinceras y amables. A sus 37 años considera que las opciones para contraer matrimonio son cada vez más escasas y ella lo adula.
Unos días más tarde escribe a su padre. Papushka, le llama con infinita dulzura. «Tu hijo Piotr ha decidido casarse», redacta. La debacle. No hay amor, no hay siquiera deseo.
Bastan unos pocos días de convivencia para descubrir que si golpea las llaves del piano con furia es porque la brutalidad es una actitud aprendida. En su casa se discute, toscamente y con vulgaridad.
«Es una familia en la que la madre odia», le dice a su amiga Aleksandra. «Me caso sin amor, porque las circunstancias lo exigen y porque no puedo actuar de otro modo», advierte a la señora von Meck, su protectora. «De pronto me doy cuenta de que ella no solo no me inspira, sino que me parece detestable en toda la extensión de la palabra», añade tras el enlace.
Entonces se enfrenta a sí mismo, a sus propios demonios, a la imposibilidad de confesar que el cuerpo que lo inspira habita en otras camas, que el deseo que lo impulsa jamás podrá poseerlo. Intenta componer, pero cada vez que lo intenta se asfixia.
La sensación lo regresa al presente. Aspira el aire fresco que inunda los bosques de Klin y, cuando lo hace, se escucha el sordo sonido de la muerte que escapa de quien estuvo a punto de tragársela en su ahogo.
Se apresura a regresar a la biblioteca. Toma las partituras de La Quinta Sinfonía de Beethoven. Estudia. Estudia. No para. Estudia y descubre. En esa música hay turbulencia, la esencia de un alma atormentada que busca, por todos los rincones, alguna brizna de felicidad a la cual aferrarse.
«No estoy seco», se dice. Llama a Aleksei. Lo desnuda. Lo besa. Lo recorre palmo a palmo. Y entonces demuestra que es capaz de humedecerlo todo, de inundar con su entrega esa hoja pautada en la piel del anhelo.
Al terminar, aun en los brazos del joven efebo, resoplando para obtener el oxígeno que le hace falta, encuentra unas pocas palabras. «Nos vamos a Frolovskoye. He encontrado una casa en el campo», anuncia. Lo mira de reojo y se reconoce, lo reconoce, es una criatura angelical, quiere ser por siempre su esclavo, su juguete, su propiedad.
Recuerda a su hermano Modesto. Piensa en las líneas que le habrá de escribir. «Espero reunir poco a poco material para una sinfonía», frasea en la cabeza.
Se levanta del lecho con un hilillo de semen viscoso aun escurriendo de su pene, como la estela de toda la vitalidad creativa con la que ahora quiere deslumbrar al mundo. Mientras lo hace tararea. En su mente hay una marcha fúnebre, casi lúgubre, con sonidos de clarinete. Entonces lo entiende. Tchaikovsky ha procreado. Allegro vivace. Es su propia Quinta Sinfonía la que ha inoculado.
Dimitri
En un callejón sin salida. Ahí lo querían acorralar. Pero un espacio así, rodeado de edificios, está poblado por los sonidos del silencio, que rebotan y retumban infinitamente entre las barreras de concreto y miseria impuestas por la voluntad de un dictador.
Dimitri no se asustó. Muy al contrario, cerró los ojos, se sumergió en la penumbra y caminó, lo hizo incesantemente, ensanchando sus fosas nasales para percibir el aroma de la tristeza, del hambre, del sudor de un proletariado al que le es racionada hasta la felicidad.
Pero ese olor no parecía proceder de las alcantarillas, desbordantes del lodo invernal que arrastra una tormenta de nieve. Sus hedores escapaban densos desde los resquicios de ventanales torcidos de pobreza, aquello que algunos de sus amigos europeos llamaban la precariedad institucional.
Maldita necedad la suya de percibir el mundo con el olfato. Su obsesión ya le había costado la crítica oficialista tanto cuanto el menosprecio intelectual. Pero tenía que ponerle música a esa enorme nariz con vida propia, que siempre busca burlar la voluntad de su dueño, la de complacer al oído y exaltar las emociones. «Formalista, burgués, escapista antisoviético», le dijeron entonces. Era 1930. Se encogió de hombros y demostró que podía entregar una música nueva a las masas.
Habían pasado seis años desde entonces. Su composición para Lady MacBeth le había ganado reconocimiento internacional y, al mismo tiempo, el cariño del pueblo. A pesar de eso, Dimitri se encerraba en su estudio para revisar meticulosamente cada nota de su cuarta sinfonía.
Estaba casi lista, pero no lograba culminarla. Mientras tarareaba cada fraseo, ordenaba sus propias ideas con el empeño que lo hacía con los cuentos de Gogol en sus libreros; y sacudía el polvo de las armonías con el mismo frenesí con que pulía las teclas del piano para borrar sus huellas.
Esa noche era diferente. Su pensamiento era repetitivo y extenuante. Sus manos se amasaban una a la otra sin espacio para las pausas. De regreso a casa, desde el Bolshoi, recordó la mirada furiosa de Stalin, su gesto retorcido y las estruendosas risas de sus acompañantes. La verdad oficial se aproximaba y lo sabía. Cuando entró en su casa no pudo evitar soltar al vacío una frase cortante: «hubiese preferido invertir mi tiempo en ir al juego de los Stalinets», pero para eso debía haberse encontrado en Leningrado.
Todo en su cuerpo tremía, justo como se habría de estremecer a la mañana siguiente, en una oleada de pulsaciones que transfiguraban su rostro mientras hojeaba las páginas del Pravda y se topó con el cruel encabezado: «Caos en lugar de música».
Algunos pensaron que se sentiría incomprendido, otros que finalmente rompería con el sistema. Él se limitó a leer la crítica que —todos sabían— había sido escrita de puño y letra por el amado líder. «La música grazna, gime, jadea», decía la pluma sin firma. «Es jazz, es pasión, es heroísmo», eran las palabras con que Dimitri jamás defendería su obra.
Por eso se sentía arrinconado, porque él tenía una cosa clara: la única forma de domar la podredumbre tenía que rimar, ser brillante y referir armonía. Pensó en la palabra mansedumbre y la convirtió en una filosofía.
Nicolai le telefoneó más tarde. «Necesitas lanzar una feroz respuesta», insistía. Dimitri, con su imposibilidad genética de ofrecer una negativa, asentía con la cabeza mientras escuchaba la voz al otro lado del aparato. Como al escritor, el músico parecía responderle a todo con silencios.
Al colgar, aún con el sudor frío escurriéndole por la palidez de su cara, Dimitri mordió su labio bajo con fuerza y se sentó al piano. Sabía lo que se esperaba: una música falsamente alegre y triunfalista, una apología para el tirano, una oda de gratitud a la inmensa pobreza.
Un año y medio permaneció callado, obediente, sumiso. Incluso ordenó suspender la primera interpretación de su cuarta y, si hubiera sido mexicano, alguno le habría escuchado decir por lo bajo aquello de «no hay quinto malo». Le habían vencido, habían logrado apagarle para que su brillo no eclipsara la faz de su líder. Una avalancha de hojas pautadas se había utilizado para sepultar su talento.
Sin embargo, Dimitri regresó de entre la tierra de los muertos. Lo hizo con una estructura sencilla, con melodías extendidas, con serenidad y con sonoridad. Entre la moderación de las cuerdas y los estruendos folclóricos de los metales, entre el lirismo de las maderas y los redobles de timbales, con gran dramatismo. Lo hizo tras una ovación que le reclamó su maestría por más de 40 minutos.
Dijeron, los otros, que era una rehabilitación ideológica. Dijo él, algunos meses más tarde en el Vetcherniaia Moskva, que su Quinta era una «respuesta creativa a una crítica justa». Mansedumbre, se repitió el compositor, mansedumbre contra la podredumbre. Y continuó, frotándose las manos, pellizcando su pellejo, contorsionando cada uno de sus músculos faciales.
Más tarde, en 1949 una columna publicada sin firma apareció nuevamente en el Pravda, esta vez acerca de la música de Hindemith, Schönberg y Stravinski: «formalista, burguesa, decadente», se leía en esas páginas.
Esa misma mañana, Dimitri atravesaba el lobby del Waldorf Astoria, un río de gente lo abordaba y lo perseguía como abejas a un granjero humeante que les arrebataba la miel. Aquello era literalmente un hervidero, la Conferencia Cultural y Científica por la Paz Mundial reunía a las mentes creativas más brillantes de los dos polos ideológicos más reaccionarios en el planeta.
Necesitaba un respiro. Daba grandes zancadas por el enorme pasillo cubierto por baldosas de mármol que llevaba a la entrada principal, sobre Park Avenue. Atisbó el icónico reloj de fina orfebrería al que coronaba una diminuta réplica de la estatua de la libertad. Así, sin pensarlo siquiera, advirtió que sus manecillas estaban retrasadas un par de minutos.
Apretó el paso y descubrió el inmenso candelabro que ilumina el lujoso foyer de la entrada y, un poco más abajo tras las escalinatas descendentes, la luz del día. Suspiró. Fue en ese preciso momento que una docena de periodistas pudo cortarle el paso. Solo tenían una pregunta para él. «¿Qué opina de la columna que sobre sus colegas se ha publicado en el Pravda?».
Sus manos comenzaron a frotarse con mayor ansiedad. En su cabeza resonaron las palabras que Igor, a quien admiraba, le había prodigado alguna vez: «yo nunca pienso en Shostakovich». Dimitri hizo silencio.
Nicolas Nabokov, discreto y entre la audiencia, insistió en la pregunta. Dimitrievich recordó los adjetivos «formalista, burgués, decadente» pero le llevaron a otras épocas, más antiguas, hacia 1930, y su nariz, la Nariz de Shostakovich olfateó una oportunidad.
«Estoy completamente de acuerdo», fue su sencilla respuesta. Quienes le escucharon, se escandalizaron. Quienes fijaron su vista en él, notaron por un breve instante a un compositor relajado, sonriente y con las manos en calma. Hubo en esa respuesta una sublime ironía.
Fotografía de Sigmundur Andrésson
Muy buen cuento!!!!!
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