Hace algunos años, cuando la pandemia de Covid-19 apenas iba comenzando y las redes sociales fungían como un meta-espacio de convivencia imposible, Isabel Zapata compartió un PDF vía Twitter con su propia traducción de Bluets (2009), de la autora estadounidense Maggie Nelson, un libro que entrelaza el verso y la prosa para explorar los terrenos del dolor y la tristeza, experiencias universales pero fuertemente atravesadas por el cuerpo y el imaginario femenino.
Basta decir que de esta obra de Nelson apenas se habían publicado algunos fragmentos traducidos al español (por la propia Zapata) en la revista Letras Libres, y que la traducción del texto completo, pública y gratuita, recibió suficiente atención en internet no solo por su accesibilidad, sino por el momento en el que llegó a nuestras vidas: necesitábamos compañía, necesitábamos estrategias para lidiar con el duelo, necesitábamos un Bluets que se sintiera tan cercano como el de Isabel. Sería injusto decir que su Bluets lograba esta cercanía sencillamente porque estaba en español, pero puede ser un punto de partida.
La traducción de Zapata recibió suficiente atención como para navegar las aguas del internet directo hasta Madrid, donde la editorial Tres Puntos “pegó el grito en el cielo” al ver en este PDF una afrenta personal, pero sobre todo, una amenaza a su propiedad. Resulta que ellos habían comprado los derechos mundiales en español de Bluets —que antes pertenecieron a la editorial chilena Tajamar, con quien Isabel había estado en contacto un par de veces— y, tras un enfrentamiento virtual en el que el traductor oficial (hombre blanco estadounidense) Lawrence Schimel e incluso el director de la editorial chilena amenazaron con llevar el caso a cortes internacionales, Isabel Zapata terminó por bajar su archivo.
Tiempo después, escribió una reflexión al respecto, para no quedarse las palabras —que todxs estábamos pensando— en la boca: “la traducción es la labor literaria más generosa y al mismo tiempo en la que más se desdibuja —y está bien— la identidad de quien lo lleva a cabo”. Me permito diferir: no sé si esté bien o mal, pero de entrada es engañoso. Durante siglos, la traducción fue entendida como una especie de arte menor, casi como un oficio mecánico que consistía en llevar las palabras de un idioma a otro como si fueran las dos orillas de un río, y que al quedar hecho el trabajo, la mano traductora desaparecería sin dejar rastro. Imposible. La misma Isabel Zapata lo afirma: “mi Bluets es un libro distinto a Bluets. Brillan en él otros azules”.
Poquísimo antes de todo esto, en 2017, bajo circunstancias del todo distintas, la académica clasicista y traductora británica Emily Wilson publicó la primera traducción al inglés de La Odisea escrita por una mujer —sí, como lo leyeron: la primera. En 2017—. En distintos momentos desde entonces, Wilson ha reconocido varias problemáticas en torno a la traducción de una de las obras archi canónicas de la literatura occidental, entre ellas, la convención que sostiene que para traducir textos clásicos es necesario recurrir a arcaísmos y construir narraciones enredosas y, en ocasiones, incluso densas. Y aunque de entrada Wilson señala el sinsentido detrás de esta decisión traductológica —pues el griego está tan lejos del inglés arcaico como del spanglish—, vale la pena preguntarnos hasta qué punto este control del lenguaje ha determinado los públicos que son capaces de conectar con este tipo de textos.
El segundo gran problema que Wilson discierne respecto a la tradición traductológica de obras como La Odisea tiene que ver más con un tema cultural y con la idea predominante de que las traducciones que habían existido hasta el momento eran inmaculadas y perfectas, referentes incuestionables de la cultura griega. Más aún: que la cultura griega debe funcionar siempre como un referente inmaculado y perfecto.
El problema con lo primero radica en que, al tomar una traducción como un equivalente perfecto del texto base, cerramos los ojos a una verdad inevitable: que sencillamente no lo son. En toda traducción se cuelan adaptaciones culturales, porque toda traducción está ligada a una persona traductora que proviene de un contexto que determina su interpretación tanto de la obra como de los términos específicos que se utilizan para describir a los personajes y las situaciones.
Un ejemplo sencillo es el pasaje en el que Telémaco visita a Menelao y a Helena en Esparta. Helena utiliza un epíteto para referirse a sí misma, kunopis, término que se traduce literalmente como “cara de perro”; sin embargo, no han sido pocos los traductores que han tomado esta descripción como una metáfora, y se han aventurado a poner en la boca de Helena adjetivos como “sinvergüenza” o, incluso, “perra”. Esta misoginia y aversión no es un reflejo de la sociedad helénica, sino de aquellas en las que se han insertado estas traducciones.
El problema con lo segundo es una situación predominantemente ética. Wilson se pregunta qué hacer cuando nos encontramos con textos hegemónicos con los que no solo no coincidimos, sino con cuyos discursos disentimos del todo. O peor aún: cuyo discurso nos ataca. La salida más sencilla —y válida— sería decidir no traducirlo, no darle más espacios a estos textos y esperar a que el tiempo haga su trabajo y se olvide de ellos. Pero con La Odisea parece casi imposible esperar aquello. Wilson propone entonces otra alternativa, la de traducirlos con una mirada crítica, negarse a ser invisible, utilizar sus propias palabras en su contra.
¿Y cómo? Pensemos en el final de este texto homérico, cuando Odiseo regresa a Ítaca para reclamar su reino y a su esposa y, en un ataque de ira, ordena la masacre tanto de los pretendientes como de las mujeres que tuvieron relaciones sexuales con ellos. En griego, estas mujeres son esclavas. En algunas de las traducciones más populares son “putas”. La diferencia entre uno y otro término es abismal, pues los ojos con los que la sociedad mira ambas palabras son diametralmente distintas, y si bien en el segundo caso la culpa recae en ellas al emitir un juicio de valor negativo en su contra, elegir nombrarlas por lo que son, esclavas, nos pone en una situación incómoda, sobre todo considerando que el sistema de valores contemporáneo se toma muy en serio aquello de la libertad. Pero no es trabajo de quien traduce crear apologías ni maquillar otras narrativas, y mucho menos aquellas que se han utilizado para oprimir históricamente a tantxs.
Así pues, resulta que la traducción es de todo menos inconsecuente. Dependiendo de quien la empuñe y sus intenciones, puede ser un arma o una herramienta; puede ser un mecanismo de control —pensemos en los procesos colonizadores, ¿qué hubiera sido de ellos sin la posibilidad de comunicarse con el pueblo colonizado?—; o una práctica para entablar conversaciones. Para Isabel Zapata, la traducción es un acto de generosidad para compartir los textos que nos importan y hacerlos llegar a más gente. Para la editorial española, son un producto que permite ampliar el mercado (y por ello, una traducción gratuita [qué barbaridad] es una amenaza. Competencia desleal). Para Emily Wilson, una traducción es un modo de resistencia para conocer y cuestionar de dónde venimos y dónde estamos. Para quienes leímos Harry Potter y la piedra filosofal en la biblioteca de la primaria, es una llave para abrirnos puertas a mundos mágicos que de otro modo hubieran tardado mucho más en presentársenos (si acaso).
En este vigésimo sexto número, desde Página Salmón alentamos a nuestrxs lectorxs y colaboradorxs a preguntarse qué significa traducir, por qué lo hacemos y desde dónde, y a pensar en las virtudes y los peligros de saltar de una lengua a otra. Queremos extender una invitación a mirar el vidrio a través del cuál miramos los mundos que nos llegan en lenguas desconocidas, a reconocer en la traducción un proceso activo e intencionado y considerar las herramientas que tenemos —o no— para llevar a cabo este trabajo. Lxs incitamos a ver en el lenguaje un espacio de intercambio y a denunciar el lenguaje como un aparato de borramiento, pero sobre todo, a encontrar en nuestra plataforma un lugar para seguir compartiendo y explorando los lenguajes de aquello que nos importa.
Referencias
Wilson, Emily. (2019). “Epilogue: Translating Homer as a Woman”. Homer’s Daughters: Women’s Responses to Homer in the Twentieth Century and Beyond. Oxford University Press. 279-297.
Zapata, Isabel. (2020). “Supongamos que empiezo diciendo que me he enamorado de un libro”. Medium.
