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Nunca me gustó viajar en esas máquinas motorizadas que llaman autos. No sé por qué pero cada vez que subía a una me daba ansiedad, y eso que siempre subía con alguien de la familia. Casi siempre manejaba R, algunas veces A. Por lo regular viajaba alguien atrás conmigo, acompañado, tratando de que me relajara y de que no me asustara tanto.

Siempre sucedía lo mismo. Me excitaba demasiado. Empezaba a jadear fuerte. Salivaba en exceso. Cuando me subían al asiento trasero me sujetaban a una de las hebillas de los cinturones de seguridad del auto con una pequeña correa en la que uno de los extremos se abrochaba al cinturón de seguridad del auto y el otro extremo a mi collar, el que me colocaban al cuello antes de viajar. No creo haber tenido muchos collares. Tuve uno, el que más me duró, creo que unos 4 años, de color rojo intenso. Ya me quedaba pequeño y le habían abierto cada vez más agujeros. Lo bueno de ese collar era que hacía juego con mi pelo marrón chocolate, porque por si no lo saben yo era un labrador chocolate.

Lo cierto es que los viajes eran un suplicio. Me asustaban. Me estresaban. Alguna vez escuché decir a R que la culpa era de ellos por no haberme acostumbrado a andar en auto, y es verdad, fueron pocos los viajes que hice en auto. En general viajaba en auto solo cuando me iban a vacunar y cuando padecía alguna enfermedad. O sea, siempre iba a la veterinaria. ¿Será por eso que no me gustaban? En la veterinaria casi siempre me recibió y atendió un flaco, alto y pelado: J. Buen tipo, amable, me trató siempre bien. Hubo otro par de médicos que también me atendieron, pero casi siempre era el flaco J. Increíble, ¿no? Diez años con el mismo médico.

Recuerdo una sola vez que me llevaron a un paseo largo, de “placer”, dormimos fuera de casa. Las hijas de R y A eran pequeñas. Yo dormí en una casa extraña que no era la mía. Le decían cabaña. Había otras de estas cabañas alrededor y un amplio jardín. Las cabañas estaban muy cerca de un río. Me pasearon por allí. Yo dormí bien. Ma y Me, las hijas, me acusaron de que ronqué toda la noche y no las hice dormir. Pero así somos los perros. Nos gusta dormir mucho. Ese viaje lo hice cuando aún era bebé o cachorrón. No había crecido tanto. De regreso a casa tuvieron que parar de emergencia porque tenía que hacer mis necesidades. Y que querían, era y soy un perro.

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Nos subimos al auto los tres. A manejó. Yo atrás, con T, el único perro que tuve en toda la vida. Un labrador chocolate. La escena se repetía: el perro excitado, jadeaba, gemía, salivaba, como siempre que hacíamos un viaje. La culpa era nuestra y muy posiblemente mía por no haberlo acostumbrado desde chico a viajar en auto. Conozco a muchos otros canes que nunca hacen tanto lío cuando viajan en auto y algunos hasta parecen disfrutarlo. Con T no era así. Cada viaje siempre fue un evento estresante. No se quedaba quieto, jadeaba excesivamente, salivaba, gemía, se movía constantemente. En más de una oportunidad recibió golpes por caerse durante un frenazo o en una curva tomada un poco más rápido de lo normal. ¿Quién no sabe que en este país nunca conducimos nuestros autos a las velocidades recomendadas y mucho menos a las legales?

Yo me subí atrás con T, para tratar de calmarlo. Siempre, o casi siempre, teníamos que llevarlo así. Alguien atrás para calmarlo un poco. Las pocas veces que viajó solo atrás era un suplicio ver como perdía la compostura natural de los labradores.

Este viaje tenía una particularidad. No sé si T lo sabía, pero este iba a ser su último viaje en auto. Lo llevábamos a la veterinaria. El perro estaba muy enfermo y habíamos decidido, unos días atrás, que debíamos ponerlo a dormir en este momento, en que a pesar de su enfermedad mortal, se encontraba aparentemente no sufriendo tanto. Tenía sus problemas. Desde que le diagnosticaron el cáncer que llevaba anda a saber desde cuándo, venía deteriorándose. Estaba muy flaco, se le veían las costillas, cosa rara en un labrador que tiene más bien tendencia a ser gordo. Tenía varios ganglios inflamados y una gran protuberancia en la zona del abdomen que supimos era el bazo que había crecido de manera prominente. Se la pasaba echado la mayoría del tiempo y aunque eso es normal en los perros se notaba que le costaba moverse. Ya habíamos notado que le costaba levantarse. Además, ya tenía diez años de edad.

3

Después de hacer un corto trayecto, en el que R me estuvo abrazando y conteniendo para hacer que el viaje fuera más tranquilo, llegamos a destino, la veterinaria. Como siempre, me quería bajar inmediatamente del auto después de llegar. Me llevaba por delante todo y a cualquiera. Era imposible que alguien me contuviera cuando se abría esa puerta. En alguna oportunidad casi me ahorco ya que no les había dado tiempo de sacar el cinturón de seguridad que me ataba al auto. Esta vez no fue diferente. Pasé por encima de R y me bajé.

Como siempre empecé a olfatear todo y a dejar mi impronta meando por todos lados. Marcar territorio como decían mis dueños. Además, eran olores distintos a los de mi casa por lo que debía explorarlo todo. Las chicas, Ma y Me, habían viajado en otro auto. Me pareció raro que toda la familia hubiese venido a un turno de la veterinaria. Pero bueno, estos humanos tienen comportamientos extraños.

Me recibió J, el flaco de siempre. Como dije, un tipo tranquilo. Habló un rato con R, con A y con las chicas. No entendía lo que decían o más bien creo que no quería entender. Estaban hablando de mí, de cómo había progresado mi enfermedad desde hace seis meses.  Después de un rato de charla formal, decidieron que sí, ya era hora. Durante los días previos había notado como todos en casa estaban tristes y como estallaban en llanto de manera abrupta. Todos ya me habían hablado de que era mejor así, de que iban a prevenirme mayores sufrimientos. Yo entendía y no entendía. No era que no supiera que estaba enfermo, pero no sabía (quién puede saberlo) que era eso de terminar con todo.

Así que el flaco me inyectó algo en la pierna trasera y empecé a sentir cómo me calmaba. Conmigo se quedaron solo los adultos mayores. Las chicas, llorando y acariciándome, se despidieron de mí. Una de ellas, la mayor, hacía ya un año que la veía muy poco. Se había ido al extranjero, a hacer un no sé qué universitario, una de esas cosas de humanos. A la más chica la veía todos los días y se la pasaba acariciándome y diciéndome cosas, esas cosas que dicen los dueños a sus perros. A veces me fastidiaba un poco pero bueno así era ella.

Después de unos minutos ya estaba profundamente dormido. Como saben, los perros tenemos el sueño ligero. Este sueño era distinto, había sido inducido por eso que me habían inyectado. Después, escuché algunas cosas, vi algunas luces tenues. Después vinieron dos inyecciones más (eso había escuchado que J le contaba a mi familia), pero francamente después de la primera no supe nada más de mí.

Había terminado mi último viaje.

Imagen tomada de Freepik

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Escrito por:paginasalmon

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