El despertar

Irrumpo en la vigilia: todo es oscuridad
y leo la inagotable profundidad
del nocturno trazo
en el muro azulado
que me rodea.

Alguien me respira al oído 
con la creciente agitación 
de quien es visto de cerca
por la espalda.

Recónditos pasos
comienzan a acercarse
y recorren el aire,
suben por mi garganta,

cuando la tierra se inunda 
de frías llamas
y pretendo alcanzar 
el viento que se aparta.

Mis pies crepitan 
adonde vaya.
Cierro los ojos 
inútilmente 
esperando despertar.

Y me observan en silencio
los antiguos espectros
cuyos demacrados dedos
auscultan mi sangre

y aguardan los cuervos
en el giro del cielo
del que cae el incendio
concéntrico de los cuervos,

cuando un rumor distante,
de pronto, estremece
la angostura del túnel
y el reflejo naciente
crece en una luz trémula.

El umbral

Suspensa, la marea de la noche
se yergue y se levanta,
cruza lentamente
las aguas.

Una pluma de nieve
cae sobre la pálida
arena, que ciñe
la undosa quietud 
y que se hunde
en el profundo mar
de la oscuridad.

Un ojo refulgente
abre sus ondas
sobre el cristal
y observa el cielo.
La luna en el remanso
crea un argénteo halo,
una luz inmanente…

La revelación

Sobre la noche, el silencio;
sobre el silencio, el espejo
en que sube y se adelanta
el resplandor, cuya elevada
nieve arroba 
el aterido cuerpo
en un trémulo fulgor.

Del mismo modo que la sombra
retorna al cuerpo que la engendra,
bajo por la escalera
de la nieve inasible
que tira de mí
y las serpientes de cristal
suben por mis piernas

y, al adentrarme en la noche del agua,
donde deambula el viento añil
entre reflejos de plata,
una cadena gris ata
a cada cabo de mi cuerpo

el vacío de acero
para sondar en libertad
el argénteo suelo
y a través del azogado,
profundo lente claro
contemplar, en lo alto,
la luna en el remanso.

La visión

Puedo asirme a la roca
acoplando la mano
a la áspera mano
que tiende desde la borda
inamovible,
donde lamenta
que yo no sepa 
salir.

Puedo aguardar la salida del sol
y por luminosos arpones
ser inducido a la superficie
y al pie de la roca
esperar cada día, cada día,
con el sol a cuestas
que el mohín me reprocha
el retorno de la noche.

Puedo uncir los brazos apartados 
a la reticencia de la libélula
que, altiva, incrédula,
una palabra fugaz 
sobrevuela, rasgando el vidrio 
del remanso, posando su silencio 
sobre la roca, encumbrando las alas
plenas de sol;

pero, al adentrarme en la noche del agua,
donde deambula el viento añil
entre reflejos de plata,
no la rigidez, no el relumbre,
ni el peso de un silencio,
apresará la fuerza que resguardan mis brazos.
Antes aprieto el estañado engarce
que en el claroscuro me engasta

para sondar en libertad
el argénteo suelo
y a través del azogado,
profundo lente claro
contemplar, en lo alto,
la luna en el remanso.

Imagen tomada de DPReview

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Un comentario en “La luna en el remanso | Por César Lontananza

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