Producidos en el siglo pasado, en los programas televisivos que veía, era recurrente que los personajes, por lo general niños o jóvenes como yo, al verse enfrentados a una situación difícil de resolver, decidían investigar y buscar información que les ayudara a esclarecer los misterios que movían las tramas de sus historias o del capítulo correspondiente. En aquellos viejos programas, precedidos de una ñoña interjección que los convocaba, acudían a la biblioteca. Por ejemplo, en el caso de la película IT (ESO), basada en la novela homónima (1986) de Stephen King, Ben Hanscom, al encontrarse con la maldad de frente acude a la biblioteca, específicamente al acervo hemerográfico de Derry, su pueblo. Su objetivo era enterarse del pasado y de la recurrencia de los eventos que él y sus amigos estaban viviendo. De esa parte de la historia rescato la disposición de los personajes para reunirse, para investigar acudiendo a un lugar común y determinado, a documentarse sobre un tema (Mike Hanlon, otro de los protagonistas, termina siendo el bibliotecario del pueblo); a la naturalidad con la que la biblioteca se incorporaba en la historia de su vida, en una variedad de tramas y de géneros, era evidencia de una cultura de la biblioteca.
¿Tenemos en México una cultura de la biblioteca? La respuesta es contundente: no, no la tenemos. Parece que toda vez que esta quiere nacer o afianzarse surgen mil y un obstáculos que se interponen entre los deseos del usuario por vivir esa experiencia a plenitud. Estos pueden ser los más obvios, el primero: la falta de espacios destinados a estas fuera del centro de la República, y otras condicionantes físicas: no hay suficientes bibliotecas públicas que atiendan a la población. Los acervos que tienen son malos, no hay instalaciones adecuadas provistas de baños con agua corriente, o equipos de cómputo con acceso a internet; no tienen catálogos electrónicos, y nunca jamás alcanza ni alcanzará el presupuesto para su continuo mantenimiento. Otra razón igualmente grave es que su personal, por lo general no profesional, termina trabajando en estos espacios por casualidad (causa del influyentismo o nepotismo), y que a veces pareciera que su única labor en la biblioteca consiste en estorbar y hacer imposible que el usuario acceda a las instalaciones y haga efectivamente uso de sus servicios.
Pero esa es la parte de las condiciones materiales del problema de la ausencia de una cultura de la biblioteca. Hay, por otro lado, razones de índole cultural e ideológica. Una de ellas podría estar ligada con el hecho de que para muchas de las culturas indígenas y originarias del país el papel de la tradición oral ha sido preponderante, en oposición a la cultura de lo escrito y lo registrado. También, y es justo decirlo con todas sus letras, las causas de la falta de una cultura de la biblioteca son el abandono, la indolencia, la pobreza, la apatía y la ignorancia.
Crecí al amparo de una educación bajo la cual mucho de lo que se nos enseñaba giraba alrededor de la idea servil, si se quiere pensar así, de la supremacía de la técnica estadounidense sobre de todas las cosas. Los temas, la literatura, el modo de vida, la preeminencia de las ciencias, todo siempre era mejor en el país vecino del Norte. Ese debía de ser nuestro ideal: la comodidad material, la despreocupación por el sostenimiento básico de la vida, las instalaciones funcionales y los servicios eficientes. Tanto en las artes como en la educación ese era nuestro faro. Pero por alguna extraña razón, al estudiar y enlistar todos los aciertos y glorias que se le adjudicaban a la historia estadounidense, en ámbitos como la política y la tecnología, jamás revisamos o se mencionó el papel fundante de la biblioteca en la moderna sociedad estadounidense.
A mi modo de ver las cosas, fueron los gringos quienes inventaron la biblioteca pública moderna. Fue así como las primeras bibliotecarias profesionales mexicanas (en tiempos postrevolucionarios) pudieron formarse en el colegio de esta profesión ubicado en Nueva York. La manera en que se enlazó la figura del “hombre común” y el acceso a la información fue crucial y el fenómeno se vio consolidado por el invento cúspide del pensamiento ilustrado en América: el sistema de clasificación decimal de Melvil Dewey. ¿Por qué siendo los admiradores #1 de ese sistema interconectado de hacer las cosas se ha omitido por completo el papel histórico de la biblioteca? El movimiento social y de las ideas se desarrolló de la mano de la instauración de la biblioteca pública. Para más evidencia, podemos remitirnos a la novela Las bostonianas de Henry James, en la que se ve retratado un incipiente pensamiento feminista durante el siglo XIX, engendrado por la cercanía de las protagonistas con la biblioteca pública, en una ciudad de las características de Boston, Massachusetts.
Por ejemplos de esta omisión del aspecto bibliotecológico de las sociedades modernas, recuerdo que la institución en la que cursé la educación básica, al remodelar sus instalaciones, el primer apartado que decidió eliminar fue el pequeño edificio que había funcionado como biblioteca. O en ese mismo tenor, no podemos olvidar la famosa anécdota que relata que al terminar de construir Ciudad Universitaria (UNAM) no se había considerado un espacio para la biblioteca sino hasta el final de la empresa, así el último edificio en construirse durante la década de 1950 fue la Biblioteca Central.
Es parte de mi trabajo diario aclarar la diferencia entre “librería” y “biblioteca”, he pasado algunos años cumpliendo esa tarea y mi preocupación y tristeza crece. No trabajo en una zona rural, vivo a unos 15 kilómetros de la Ciudad de México, ciudad letrada y una de las capitales más grandes de toda Latinoamérica. De manera cotidiana me acecha la pregunta amarga, derivada de la incapacidad de los conciudadanos de tener esa diferencia bien clara al leer o escuchar esos términos, etimológicamente emparentados, pero de distancia importante. Busco una pregunta enmarcada en el contexto de una desigualdad brutal. ¿Lo que hemos estado haciendo los que nos dedicamos a las letras —y es una pregunta cansina y sisífica—…? ¿Aquello en lo que hemos trabajado únicamente ha estado sucediendo en nuestras cabezas? ¿Únicamente hemos estado hablando con gente parecida a nosotros? ¿Dónde está la guía de los maestros? ¿Dónde está la cultura escrita? ¿Dónde está la lectura? La tarea se dibuja de proporciones épicas, y para mí la respuesta sigue estando al cobijo de la biblioteca.
Al exponer el asunto que propondría para este número, el Comité de Página Salmón me interrogó, como es natural en la era en la que vivimos, sobre el preeminente lugar de las bibliotecas digitales. Es verdad, parece que el libro, en su formato tradicional está pasando de moda, que la inmediatez de las telecomunicaciones lo ha sustituido todo, que es un nuevo y mejor mundo en ese aspecto, alejado del peso del papel. Pero, a la vez, tenemos generaciones de estudiantes incapaces de desarrollar de manera autónoma tareas como leer y escribir. Aunque no es del todo el propósito ser alarmista, estamos frente al despeñadero del generalizado analfabetismo funcional. “No, para este ejercicio, no tomaremos en cuenta las bibliotecas digitales”, respondí. Es un hecho que son más importantes para la propagación del conocimiento y la información hoy en día que la biblioteca tradicional, pero eso también habla de una reducida concepción de la biblioteca y de su papel en la sociedad como punto de encuentro, de generación de ideas en colectivo, del desarrollo de otras habilidades complementarias, del debilitamiento de nuestra preocupación por el cuerpo común y lo público.
Para este número #29 de la revista Página Salmón invitamos a lxs interesadxs a no tenerle miedo al falso anacronismo. ¿Cómo puede ser anacrónico algo que no sucedió, que nunca se puso en práctica? ¿Cómo puede ser anacrónico el contacto con los libros para una población que se ve y se ha visto privada de ese derecho? Invitamos a colaborar con textos que nos cuenten sobre sus bibliotecas locales, sobre historias que les hayan acontecido en estos espacios, o con trabajos de ficción que toquen el tema. También se puede dar realce, por ejemplo, a través de la crónica, a esfuerzos de proyectos de bibliotecas comunitarias; ideas o ensayos sobre alternativas de bibliotecas (si se quiere más allá del libro). Todas las experiencias son bienvenidas, pero nos interesan especialmente las que sucedan fuera de la capital y de su temporalidad enajenada. Lo importante es que la biblioteca sea posible en el imaginario, en una y mil aventuras.
