Vi un televisor por primera vez a los once años. Noche por noche, los doce miembros de mi familia caminábamos más de una legua para ver a Miriam Mier en Horizontes. Años después nos mudamos para el Batey, de vez en vez veía una película en casa ajena, hasta que al fin llegó un krim a mi hogar. ¡Qué felicidad! No importaba la programación, ni la cantidad de canales, lo veíamos todo, muy agradecidos. Crecí, me casé, tuve un televisor antes que una cama, nacieron mis hijos y vieron muñequitos rusos.
Hoy la maestra dio quejas de mis nietos. Puse el televisor que ya no usaba, hasta lo había olvidado, tiene un solo canal y algunas lloviznas. Nadie protesta, pero se les ve en las caras el trauma. Horas más tarde oigo la conversación por teléfono de uno de mis nietos con su otra abuela, totalmente consternado:
—¡Es negro! ¡Sin mando y así de chiquito! Ven a buscarme, nos tienen castigados, recogió los celulares y bloqueó las computadoras.
Su reacción trajo a mi mente recuerdos de mi niñez, cuando rompimos mi alcancía mamá y yo, nos montamos en una yegua, caminamos varias leguas para llegar a aquella tienda, nos faltaron dos pesos, pero volvimos con un radio. Cómo lo cuidábamos, nos reuníamos para jugar parchís y oír Nocturno.
Pasó el tiempo: mis nietos tienen celular, computadoras, pero no tienen un tío como tuve yo, que cada noche a la luz de un farol me cargaba, me cantaba canciones mexicanas y me comía las orejas, por eso hoy me dieron deseos de llorar cuando cantaba Vicente Fernández, una de aquellas rancheras. Los tíos de mis hijos no tienen tiempo, los vemos en Facebook. Y no voy a negar que hasta yo también uso el celular y le cuento a mi vieja, porque ella casi no ve:
―En Alberca hay una fiesta que destaca: es la del Cerdo de San Antón, el 13 de junio se bendice un pequeño cerdo que se mueve por el municipio alimentado gracias a la voluntad de los vecinos. El 17 de enero es subastado entre todos ellos. Claro, siento una envidia sana por esos lugares tan lindos de esa sierra de España.
―¿Cuándo fuiste allá?
―No, eso lo vi en internet, a ti que tanto te gusta el senderismo. Así le dicen, acá vamos del Aeropuerto al camino del Jiqui por dentro, pero no es igual, muy peligroso si están matando un caballo o una vaca robada, no te pueden ver, pueden hacerte daño, allá no, todo es más sano. Hay lugares para comer, los precios son otros, la comida es una delicia: unas masas en el plato, cerveza y sin cola. ¡Eso sí, hay frío!
―¿Tú estuviste allá?
―No, lo vi por internet, allí hay mucho turismo, tan lindo y vive poca gente.
―¿Cómo va a ser?
―Sí, un municipio no llega a dos mil, aquí en una manzana hay diez mil. Allá no hay robo, no es como aquí.
—¿Tú crees?
—Mira a tu vecino, ese muchacho de al lado, hizo una casa de bloques para su puerco, puerta de hierro herméticamente cerrada, le hace llegar la comida por un tubo fundido a la puerta, ahí estará hasta el día de su muerte pronosticada para fin de año. Parece un sonámbulo dándole vueltas en la noche.
Estaba entretenido en mis cavilaciones recordando mi conversación con la vieja, cuando mi nuera pasa repartiendo un plato con comida para cada uno y en el antebrazo el celular. Ha desarrollado una habilidad tremenda después del accidente en que perdió la mano.
—Vamos a sentarnos todos a la mesa y pongan el celular aquí ―dije muy exigente.
De muy mala gana lo iban poniendo en la cesta que yo extendía, apenas unas horas antes se los había devuelto. A la expectativa y con cara de asombro, obedecieron.
Aproveché y les conté de la forma que comíamos en casa de mi abuelo, todos en familia, conversando y hasta tomando vino, incluso venían otros familiares y vecinos a la velada. Les hablé de ese viejito tan querido, de poco más de un metro, sin un pelo en la cabeza, ojos azules, muy vivaces y la ternura reflejada de una forma que la sentías.
Presentía su fin, me mandó a buscar para dictarme sus memorias, debajo de una de sus matas de tamarindo emborroné cuartillas, solo me contaba de los trabajos pasados con las yuntas de bueyes, con tantas cosas interesantes que hubo en su vida.
Todos comían y apenas me miraban, continúe inalterable mi relato.
Hace poco pasé por el lugar, cortaron las matas para alcanzar las frutas. Nada me dijo del amor de aquella mujer que nunca olvidó, podía inferirlo por sus consejos: “Huevo”, así me llamaba, “cuidado con el amor de mulata”. El mayor de mis nietos cuya novia es negra, me miró incómodo. Pasó por alto su procedencia, como siendo aún un niño vinieron de una ciudad muy distante en una carreta de bueyes, la mudada encima, en el camino fueron vendiendo las cosas, solo quedó la máquina de coser, con el dinero compraron la finquita llena de Marabú. Mucho le dio de comer su pequeña hacienda a todos sus descendientes. Después de su muerte no desearon continuar viviendo en el campo, todo se derrumbó.
Alguien dijo bajito:
―Claro.
No habló del naranjal, ni de las matas de aguacate, coco o tamarindo; fui testigo de cómo fomentó esas arboledas planta a planta. Nada contó de cuando pasó el ciclón Flora debajo de una carreta amarrada fuertemente con alambres. Y eso si lo recuerdo bien, allí estaba yo. Entonces era un niño, vivíamos en una casa de madera muy grande, alta, dos cuartos y una sala muy espaciosa. El viento empezó a azotar, traqueaban las tablas, se sentía el zumbido. La inmensa mata de guásima tocaba el suelo con sus gajos, las toronjas hicieron un mar amarillo en el césped. Casi toda mi familia pasó la noche bajo la carreta, la fijaron al suelo, en la lomita, la forraron, llevaron comida, agua y el radio de pila. Yo estaba muy asustado.
Recuerdo los panales de abeja, siempre hubo para los nietos, la carne de res nunca faltó y los puercos había que apartarlos para caminar y se hablaba de crisis entonces. ¿Si vieras esto abuelo? El valor de una naranja o un aguacate.
Ya para entonces, alguno pellizcaba al de al lado para que no me interrumpiera, quizá así terminaba antes.
Claro, tenía que hablarme de sus bueyes, se levantaba a las doce de la noche y con sus hijos, algunos casi niños, a cargar la caña para la grúa, muy difícil llegarle al dinero, la otra forma era con los tejidos de mi abuela: cestos, sombreros, carteras con guano yarey, todo ese trabajo mal remunerado, pero el veinticuatro de diciembre la familia completa se sentaba junto a una mesa grande, había dulces, frituras, vinos y carne asada.
Es cierto que ahora hay mucha tecnología y antes mucha ignorancia, solo había un radio de pilas, pero se vivía mejor sin tanta violencia, no se conocían las drogas y las personas conversaban entre ellas. Fuiste un hombre feliz y nunca lo supiste. No puedo decir lo mismo.
—¿Ya podemos coger los celulares?
Imagen tomada de Pinterest
| Omar Rosa (Ciego de Ávila, Cuba, 1956). Profesor jubilado. Licenciado en Educación. Ejerció como profesor durante quince años. Posteriormente realizó un Técnico medio de Contabilidad, laborando por más de quince años como contador. Trabajó en la esfera Bancaria, ahora está jubilado y se ha dedicado a escribir sus vivencias. En 2013 la editorial de su provincia (Ávila) le público un libro de cuentos. Ha publicado en Revista Micros, Compromiso y Cultura, Fragmentos y Delatripa. |
