Si hoy en día pensamos en espacios destinados a la lectura, consulta o venta de libros, periódicos o revistas, podríamos identificar, si acaso, cuatro o cinco cuyo propósito está relacionado con alguna de estas prácticas. En primer lugar, tendríamos a las bibliotecas, seguidas de las librerías, las instituciones educativas y, pensando en la amplitud del negocio, los centros comerciales y tiendas departamentales que ofrecen estos productos. Hay otros espacios, no tan visibles actualmente, que también persisten en el mercado: los puestos de periódicos. Dentro del rubro de las bibliotecas podemos considerar las escolares, universitarias, públicas, privadas e institucionales. De igual manera, existen librerías físicas, virtuales, grandes, pequeñas, independientes, de cadena, tendidos en la calle y en tianguis. Esos, a grandes rasgos, son nuestros lugares de venta, circulación, difusión, consulta y lectura de impresos.
Si bien desde la aparición del libro hasta nuestros días han existido distintos espacios destinados al libro, las protagonistas han sido las bibliotecas y las librerías. Nadie duda de su importancia, ni mucho menos de la labor que desempeñan; aunque esto no significa que sean conscientes de su necesidad. Creo fervientemente que es indispensable revisar el pasado, para conocer y revalorar aquellos proyectos que en algún momento existieron y tuvieron éxito, y que hicieron una aportación significativa a la conformación de un público lector y a la circulación propia del libro en su sentido amplio.
En mi experiencia como librero, pero también dentro del camino hasta ahora recorrido de formación académica en bibliotecología, he visto y presenciado lo difícil que es distinguir, para el público general, para el grueso de la población, o quizá para la mayoría que solo está a mi alrededor (también es una posibilidad), la diferencia entre una librería y una biblioteca. Podríamos decir que los conceptos son confusos, si se quiere. Morfológicamente hablando, librería no tiene en su raíz, en su haber, en su esencia, el comercio: solo hace evidente que hay libros. Biblioteca refiere también a la existencia de libros, pero no es tan transparente como librería. El asunto aquí no es ni etimológico ni morfológico, ya hubo discusiones en los siglos previos respecto del uso para referirse a estos espacios: la confusión es tanto de carácter conceptual como práctico. En la librería se venden libros y en la biblioteca se consultan (a través de préstamo in situ o a domicilio, etc.).
Es curioso, pero las bibliotecas y las librerías, históricamente, no han tenido una colaboración tan estrecha como sí lo han tenido las casas de imprenta y editoriales. Por esta razón considero indispensable revisar el pasado, y por el pasado me refiero a adentrarse en el mundo de la historia del libro, en todas sus ramificaciones, para poder entender los comportamientos y cambios dentro del ecosistema libresco al que pertenecen todos estos espacios A manera de ejemplo, podemos recordar los cartolai del periodo renacentista: librerías-imprentas-papelerías; las estaciones medievales que comercializaban y rentaban las pecias para ser copiadas por estudiantes; las taberna libraria del Imperio Romano que comercializaban especias, telas y, escasamente, manuscritos (o lo que podríamos identificar como tal). Estos espacios fueron evolucionando y transformándose en el tiempo hasta asimilarse a lo que hoy conoceríamos como biblioteca o la librería, respectivamente.
Para este texto, me quiero centrar en un lugar en concreto que hizo su aparición durante la Edad Contemporánea, principalmente por ser más cercano en tiempo a nosotros, pero también porque ha sido injustamente poco estudiado: los gabinetes de lectura. Estos espacios revelan una constante histórica: cuando las bibliotecas no logran responder a las necesidades de su público, surgen alternativas que sí lo hacen. El propósito de este texto es hacer una breve revisión de la historia de los gabinetes de lectura en Europa y México para preguntarse: ¿qué podemos aprender hoy de su capacidad para atender vacíos culturales que, en muchos sentidos, persisten en nuestras bibliotecas actuales? ¿En qué medida los gabinetes de lectura del siglo XIX podrían inspirar modelos actuales para la difusión de la lectura y la cultura impresa?
A la par de la consolidación de las bibliotecas y las librerías, a finales del siglo XVIII, en Europa hicieron aparición estos proyectos que tenían como principio la circulación y difusión de impresos, y que habrían de conocer su momento de mayor esplendor a mediados del siglo XIX. Los gabinetes de lectura surgen inicialmente en París y buscan atender una necesidad de la población de clase media: en ellos se podía leer, a través de la renta (ya fuera diaria o mensual), las distintas novedades que salían de imprenta, entre ellos periódicos y revistas. Según apunta Reinhard Wittmann:
[…] toda la amplitud del mercado del libro contemporáneo se representaba allí, desde las publicaciones científicas especializadas hasta las obras de los poetas, pero también obras en lenguas extranjeras. Además, un círculo de lectura de periódicos adscrito a la biblioteca solía ofrecer publicaciones periódicas nacionales y extranjeras (380).
Estas obras, además de consultarse, podían también adquirirse, a un precio distinto al de las librerías, o ser prestadas, opciones que las bibliotecas públicas no tenían del todo resueltas en ese momento.
En los gabinetes de lectura de Francia podían alquilarse libros por volumen o por hora. Algunos eran poco más que quioscos en los que los transeúntes alquilaban periódicos por una o dos horas. Otros eran filiales de los talleres de imprenta. […] En Alemania, algunos eran establecimientos comerciales de enormes proporciones, como el colosal Borstell & Reimarus, ubicado en el centro de Berlín, que en 1891 ofrecía en alquiler 600,000.00 volúmenes en sus cuatro pisos (Lyons: 293–294).
Estos espacios estaban dirigidos a un público letrado, pero que no tenía la suficiente solvencia económica para seguir el paso de las novedades impresas, o que no tenía un espacio para la creación de una biblioteca personal. Una clase media integrada principalmente por estudiantes, abogados, médicos y trabajadores en general.
En Francia, “se estima que durante la restauración existían alrededor de 520” (Suárez de la Torre: 251) gabinetes de lectura, lo que demuestra su éxito. Eran sitios que, a través de la lectura y el diálogo, promovían la convivencia y sociabilidad entre distintos actores de la cultura impresa. “Los gabinetes representan sitios destinados a la cultura popular en tanto ‘cultura aceptada, digerida, asimilada por los estratos populares’, espacios ex profeso para la lectura de evasión, espacios para el consumo de lecturas, espacios para lectura individual y en grupo, con efecto multiplicador” (251). Los gabinetes tenían una salida comercial y cultural que atendía necesidades de un público amplio. En ellos podían pervivir y convivir tanto la lectura de escritorio (en silencio, individual) como la lectura en voz alta, dialogada o en grupo. En ese sentido, atendía a quienes sabían leer y a quienes no, y que se dirigían ahí a escuchar.
El surgimiento de los gabinetes de lectura tenía un propósito generalizado que era la promoción de la ilustración de los habitantes de un país, en concreto de las naciones europeas. Los particulares, en su relación con el gobierno, vieron en estos espacios una oportunidad de ganar dinero, y las autoridades una posibilidad de atender problemas que sus grandes instituciones educativas y culturales no estaban cubriendo, debido a las crisis por las guerras y revoluciones que imperaron a finales del siglo XVIII, en concreto en el caso de Francia. Aunque, claro, es cuestionable el propósito “generalizado” de estos espacios. Si bien se podría decir que cualquier empresa cultural tiene dentro de sus fines la ilustración, entiéndase esta como la instrucción en determinado conocimiento, los gabinetes de lectura no quitaban la vista de su parte meramente comercial. El éxito de estos espacios se debía en gran medida a su inserción en lugares ideales donde convergían distintos órdenes y agentes de la cultura. Menciona Suárez de la Torre que “se insertaron en el cruce de las actividades cotidianas, de la vida cultural (cerca de los impresores, de los libreros, de los colegios, de las bibliotecas, de la universidad), de las diversiones y esparcimientos (teatros, cafés, restaurantes, paseos y hoteles)” (252).
Los horarios en los gabinetes de lectura fueron algo que ayudó a su propagación y éxito. Mientras las bibliotecas, en su mayoría públicas, trabajan dentro de un horario concreto, en concordancia con las jornadas laborales regulares, más comunes; los gabinetes, en tanto negocios, estaban abiertos en horarios prolongados: “A diferencia de las bibliotecas, que tenían horarios reducidos, los gabinetes los tenían ampliados, rentaban ejemplares y daban la posibilidad de llevar el libro a casa por dos o tres días, lo que sugiere que quien lo rentaba vivía o trabajaba cerca del lugar” (Suárez de la Torre: 252). Este aspecto siempre ha sido controversial al momento de hablar de las empresas culturales, principalmente de las bibliotecas, los horarios pocas veces están acordes a las necesidades de su público, pero lo discutiremos más adelante.
Estos proyectos no solo vieron la luz y prosperaron en los países más desarrollados de la Europa contemporánea, en el México Independiente también encontraron un ambiente próspero. Su adaptación a la vida independiente tenía como fin la instrucción de los ciudadanos de esta nación. Distaba en ese aspecto de los gabinetes europeos, cuyo fin era la ilustración, pero en gran y quizá mayor medida lo era la recreación y sociabilización a través de la lectura. Las condiciones de lectura no estaban completamente dadas (tardaría más de un siglo para que la alfabetización lograra llegar a más de la mitad de la población mexicana), no obstante, la aparición de estos espacios, como también lo fue la apertura de librerías, estantes y cajones, evidenciaban un ávido interés por mantenerse informado. Según señala Anne Staples, la guerra de independencia “fue el móvil más importante para despertar el gusto por la lectura, y convirtió a una parte de la población en asidua lectora de la prensa periódica, de los folletos y revistas, y de cuanto chismorreo o noticia política estuviera consignado en papel” (102).
Había cerca de 120,000 habitantes al inicio del siglo XIX en la ciudad de México, actualmente hay alrededor de 20 millones: el panorama es desproporcionado, evidentemente, sin embargo, un gran número de esos ciento mil y pico de habitantes eran analfabetas, y los que estaban alfabetizados no necesariamente entendían lo que leían o escribían. Bajo este contexto, y ante una necesidad apremiante de instrucción de crear individuos ilustrados para la nueva y naciente patria, es que los gabinetes de lectura encontraron suelo. La Constitución de Cádiz, promulgada en 1812, refería que “nada puede contribuir tanto a la prosperidad nacional como la ilustración pública y la acertada dirección que se dé a la juventud” (En Suárez de la Torre: 255).
El panorama del México Independiente frente al de las naciones europeas del siglo XIX fue completamente distinto. Mientras en Francia se abren los gabinetes de lectura con el propósito de atender necesidades de carácter informativo, académico, escolar y recreativo para sus habitantes, en la ciudad de México, al menos, nos topamos con la necesidad apremiante de la alfabetización y educación de su población. En Europa ya existía un público letrado cuando hicieron su aparición estos espacios, aquí se estaba gestando un país.
José Joaquín Fernández de Lizardi fue el primero en establecer un gabinete de lectura en México, según se tiene registro.
“En 1820 fundó la Sociedad Pública de Lectura para acercar a todos a los problemas del día. Lo hizo justo en el año en que se restableció la libertad de imprenta. […] El gabinete que ideó era un espacio donde la oralidad -que ayudaba a los que no sabían leer- se combinaba con la lectura silenciosa -que otorgaba al individuo la capacidad de leer y comprender por él mismo” (Suárez de la Torre: 257). La idea de este gabinete era circular los impresos cotidianos: diarios, periódicos, anuncios, folletos, que pudieran ser de interés para la población y que ayudaran a resolver sus problemas del día a día. A diferencia de los europeos, este primer gabinete no estaba pensado para hacer negocio, sino para servir a la nación “y cambiar el rostro de la ignorancia” (257).
Como era de esperarse, el gabinete de Lizardi no prosperó, principalmente debido a que su apertura se realizó justo en el periodo de conformación del México independiente, había carencias que debían ser remediadas, y esta no era, de momento, una necesidad básica. Además, le jugó en contra la crítica de los impresores y escritores del momento, quienes consideraban que, si la gente acudía a su espacio, una vez que esos impresos fueran leídos, ya no iban a ser comprados, y los llevaría a la ruina. Parece chiste, pero este problema ha aparecido en muchas ocasiones a lo largo de la historia del libro en nuestro país: los derechos de autor, de reproducción, de préstamo, de renta y de lectura. Nunca ha dejado de haber una fiscalización, a veces exagerada, de lo que se hace con un libro cuando se quiere hacer público, en el sentido más plural del término. Como si los agentes del libro, aquellos que intervienen en su conformación, quisieran a su vez que sí se leyera, pero solo bajo circunstancias específicas.
Pese al fracaso de Lizardi, las posibilidades que el gobierno mexicano había visto en los gabinetes de lectura, en cuyo fin veían un instrumento idóneo para propagar la instrucción pública, llevó a decretar su instauración obligatoria en todo el país. Estaban conscientes de que su empresa educativa no iba a solucionar los problemas de analfabetismo y de que sería imposible formar escuelas para todo el país; los gabinetes podían ayudar a aminorar estos problemas:
En junio de 1823 ordenaron la formación de gabinetes de lectura en las casas municipales o ayuntamientos de los pueblos ‘con todos los decretos, órdenes y otros impresos que se han circulado y circulen’, a donde podrían concurrir todos los vecinos a leerlos sin que se les exigiera retribución alguna (Guiot de la Garza: 498).
Tampoco pierde de vista el gobierno otros medios ausiliares [sic] para facilitar la instrucción pública, como son: la formación de bibliotecas, la de un nuevo jardín botánico, la de academias, escuelas de bellas artes y sociedades literarias, el arreglo del archivo, la promoción de un museo, y finalmente la facilidad de generalizar la instrucción pública por medio de gabinetes de lectura, recomendando su adopción a gobiernos particulares de los estados, para que los pongan al cuidado de sus ayuntamientos. (El Aguila Mexicana en Suárez de la Torre: 260)
Tuvieron poco éxito los gabinetes de lectura del gobierno, ya vemos aquí otro problema relacionado con el libro, que es la promulgación de edictos, leyes, acuerdos, circulares que en el universo de escritorio solucionan los problemas de la sociedad, pero a los que no se les da ni el seguimiento, ni la atención, ni los recursos debidos: está de más decirlo, pero no basta con dictar la creación de una biblioteca o de un gabinete o sala de lectura, se requiere de un seguimiento continuo, activo, y de los recursos, tanto materiales como humanos: profesionales que sepan cuáles son las necesidades que va a atender ese espacio. ¿Para qué se abre, con qué fin, quién es el público? Preguntas que no se hicieron y pocas veces se hacen.
Ante este otro fracaso, las autoridades gubernamentales alentaban “a los particulares para contribuir en este proyecto que sería beneficioso a la sociedad” (258). Ojo aquí, porque aparece una palabra que no está muy bien vista, y que podría generar una acalorada discusión en el ámbito cultural, sobre todo en el mundo del libro y las bibliotecas: lo particular y lo privado. ¿Por qué? Porque lo privado, o la iniciativa privada, mejor dicho, trae en la frente un letrero que dice “beneficio económico”. Yo también la miro con recelo, no voy a mentir, pero quizá haya algo dentro de ese beneficio que pueda ser provechoso para lo público, aunque tal vez no en la misma medida ni de manera proporcionada. Veamos ahora un ejemplo exitoso de gabinete de lectura privado, y cuyo fin dista mucho del de Lizardi.
En noviembre de 1845, el francés Isidoro Devaux, abre en la calle de San José El Real, frente a la Profesa, en la actual calle Isabel la Católica, el “Gabinete de Lectura”, que duró cerca de 30 años en servicio. “Sus objetivos no estaban en función de instruir a la sociedad analfabeta, sino más bien en establecer un espacio para la juventud estudiosa y un sitio donde los lectores pudieran encontrar novedades editoriales” (Suárez de la Torre: 265). Isidoro Devaux conocía bien los gabinetes franceses, y vio la manera de replicarlos en el país, por esta razón su iniciativa iba dirigida a una comunidad letrada, que fuera parte de la sociedad intelectual decimonónica. Sabía muy bien a quién dirigirse y qué necesidades necesitaban cubrirse, esto fue indispensable para que su negocio fuera próspero. Aun así, marcadas las diferencias con el proyecto de Lizardi, este negocio estaba consciente de dirigirse a una clase intelectual, pero también a la clase trabajadora, aquella que tenía interés en el conocimiento y la instrucción. Apunta Suárez de la Torre que:
Como él mismo señala, le apostaba a la clase media, a esa que no formaba bibliotecas, ni podía estar comprando libros, pero que sí tenía interés por ellos. […] y quizá por eso triunfó, porque lo miró como empresa comercial donde la cultura rindiera beneficios económicos y colaborara a la formación de los estudiantes y al entretenimiento de los lectores (266).
Si bien los “clientes” que asistieron al gabinete eran letrados, también buscó la manera de hacer frente e incorporar en su espacio a la población que tenía intereses de ilustrarse, pero que no había tenido la oportunidad de una educación formal. Identificó, pues, que había una responsabilidad de formación de lectores, que si bien su empresa no iba a poder resolver dicha carencia, al menos podría buscar la manera de solventar en su respectiva medida esta situación. Así, comenzó a ofrecer en su espacio “[…] lecciones nocturnas, lo que muestra que estaban dirigidas a personas que trabajaban y que, al mismo tiempo, el espacio se aprovechaba de distintas maneras a lo largo del día” (268).
El negocio no se centró únicamente en rentar y vender los libros, además de prestar servicio para dar estas lecciones nocturnas, que consistían en clases de escritura y lectura, de oficios, de idiomas; también dio lugar a una asociación de traductores y a una agencia periodística. Se volvió un espacio al servicio de la cultura y de su comunidad, porque, si bien comerciaba con ello, daba posibilidad de cubrir esas necesidades a un bajo costo. Los domingos, por ejemplo, el servicio era gratis, y quienes acudían podían leer todo el día lo que quisieran. Encontró la manera de balancear por un lado la parte comercial y por otro la de prestar un servicio comunitario.
La propagación y éxito de los gabinetes se puede deber en gran medida a un deficiente servicio de las bibliotecas. Recordemos que para el siglo XIX aún no estaba consolidada la disciplina bibliotecológica. Ell propósito imperante de las bibliotecas no era cubrir las necesidades de un público lector, sino “la preservación de objetos raros […] Abría solo algunas horas por semana, y ofrecía sus servicios a un puñado de estudiosos antes que al gran público” (Lyons: 294). De igual manera, es significativo rescatar que la lectura, en su paso por la Edad Moderna a la Contemporánea, tuvo un papel preponderante en la conformación de un vínculo social: las lecturas en voz alta, los comentarios, las discusiones de un libro o impreso eran parte del quehacer de los lectores. Los gabinetes también cubrían esta parte: no operaban únicamente como espacios para consulta de impresos; en ellos se comentaban y discutían tanto las novedades editoriales como las noticias y acontecimientos políticos.
¿Para qué existieron estos espacios? Para atender necesidades que en ese momento estaban latentes. ¿Por qué desaparecieron? Quizá porque la biblioteca y la librería se consolidaron como la opción más adecuada para estos menesteres, en un primer momento. Esa es una constante que vemos a lo largo de la historia del libro. La creación de este involucra muchos oficios, cuyas funciones a veces no se llegan a distinguir del todo. Con el tiempo, se fueron fijando las funciones y atribuciones de cada una de las instancias del libro. Lo mismo pudo haber sucedido con estos otros espacios. De igual manera, la bibliografía especializada propone la hipótesis de que los gabinetes pudieron ir desapareciendo debido al surgimiento de la literatura de folletín, al menos en el caso de Europa. Las producciones de impresos a bajo costo y que uno podía llevar a su casa y apropiarse, así como el incremento de bibliotecas públicas funcionales, fueron factores clave para que estos espacios vieran su conclusión.
Dejo aquí una pregunta: ¿cómo podrían funcionar actualmente espacios similares, sobre todo cuando la cultura de lo impreso está rodeada por un lado de la precariedad y por otro de la explotación y acaparamiento de las grandes empresas culturales y editoriales?
Los gabinetes de lectura nacieron como una respuesta pragmática a necesidades insatisfechas: horarios accesibles, posibilidad de rentar y llevar libros a casa, acceso a novedades editoriales y espacios de sociabilidad para el intercambio de ideas. Su éxito en Europa y su particular adaptación en la ciudad de México del siglo XIX muestra que siempre que las bibliotecas han sido insuficientes o poco funcionales para su público, otros espacios se han adaptado para ocuparse de sus necesidades.
Hoy tenemos bibliotecas públicas y mejores infraestructuras, pero muchas de esas carencias siguen ahí. Los horarios siguen sin ser cómodos para quienes trabajan o estudian, los fondos y colecciones están desactualizados, en el mejor de los casos, y en el peor ni siquiera hay suficientes libros para cubrir la necesidad de los lectores. Además, en ellas hay muy pocos espacios donde la lectura se viva como algo social y compartido.
Con su debida distancia y adecuándose al presente, las bibliotecas repensadas como gabinetes, podrían atender las necesidades de una población hoy en día. Tomemos el ejemplo de las bibliotecas públicas que han abierto en Suecia, Corea, Sudáfrica o Estados Unidos, que buscaron espacios donde la gente pasa gran parte de su tiempo: los grandes centros comerciales. Una biblioteca/gabinete en la plaza que te quede cerca. Una biblioteca pública o de bajo costo, abierta en un horario amplio, todos los días de la semana, donde uno pueda acudir a realizar sus actividades académicas, escolares, laborales, pero también recreativas, sociales e instructivas, donde se puedan leer las novedades y también consultar el catálogo de fondo, donde se atiendan a todas las edades y uno pueda ir a discutir y conversar, o a leer en silencio.
Por eso vale la pena mirar hacia atrás. No para replicar el modelo de los gabinetes o de otros espacios, sino para recordar que la lectura necesita lugares vivos, flexibles y accesibles, que estén donde la gente los necesita, aunque no lo sepan. Una biblioteca/gabinete en un centro comercial, en el metro, en tu colonia, abierto hasta tarde, disponible para ti. Ahí donde hay un Coppel, un Walmart o un Oxxo, también podría haber una biblioteca.
Referencias
Clark de Lara, Belem. (2005). “¿Generaciones o constelaciones?”. La república de las letras. Asomos a la cultura escrita del México decimonónico: Ambientes, asociaciones y grupos. UNAM.
Guiot de la Garza, Lilia. (2003). “El competido mundo de la lectura: librerías y gabinetes de lectura en la ciudad de México, 1821-1855”. Constructores de un cambio cultural: impresores-editores y libreros en la ciudad de México 1830-1855. Instituto Mora.
Guzmán Gutiérrez, María Esther y Ozuna Castañeda, Mariana. (2001). “Para que todos lean: La Sociedad Pública de Lectura de El Pensador Mexicano”. Empresa y cultura en tinta y papel, 1800-1860. Instituto Mora / UNAM.
Lyons, Martyn. (2024). Una historia de la lectura y de la escritura en el mundo occidental. Ampersand.
Suárez de la Torre, Laura B. (2017). “Los gabinetes de lectura en México, 1821-1869. De Lizardi a Devaux”. Estantes para los impresos. Espacios para los lectores. Siglos XVIII-XIX. Instituto Mora.
Staples, Anne. (1999). “La lectura y los lectores en los primeros años de vida independiente”. Historia de la lectura en México. El Colegio de México.
Wittmann, Reinhard. (2024). “¿Hubo una revolución en la lectura a finales del siglo XVIII?”. Historia de la lectura en el mundo occidental. Taurus.
Imagen tomada de la Mediateca del INAH, «Hombre lee en una biblioteca, retrato» (c. 1900), archivo Casasola.
| Jonathan Rosas (Ecatepec, México, 1994). Editor, corrector, librero y cuadernista. Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas y estudiante de Bibliotecología y Estudios de la Información por la Universidad Nacional Autónoma de México. Fundador de Peripheria Librería y de Página Salmón. Editor en Ovillos Editores, editorial especializada en lo diminuto. |
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