Angela Merkel se tomó unos minutos para visitar algunas de las últimas actividades del año dual México-Alemania, que se llevaron a cabo en la Plaza de la República del Monumento a la Revolución. Era el día siguiente a su llegada a México, que el Süddeutsche Zeitung anunció con el titular “Cuando Merkel fue de visita a una guerra”. La plaza, cercada, estaba repleta de cubos de colores (que contrastaban con un cielo de color alemán) para acomodar a unas cuantas decenas de personas alrededor de los stands de Mercedes Benz, BASF, Bosch y el Instituto Goethe.

Una semana antes, más o menos al mismo tiempo (ca. 9:30 a.m.), yo llegaba a una clase a deshoras, envuelta en un halo de cinismo resultado de la violencia cronológica de madrugar. Esta desfachatez, en una persona que casi siempre llega a tiempo y siempre juzga a quienes no, era un intento medio consciente y medio inconsciente de autoreivindicación de lo que me parecía una falta de respeto a mí misma: ir a clases de alemán de tres horas los sábados a las 9:15 de la mañana. Esta rebelión absurda me regresaba un poco la dignidad que perdía cuando sonaba el despertador.

Así que eran las 9:30 y yo llegaba a mi asiento. Mientras lo tomaba, ya con una actitud más modesta, mis compañeros se turnaban para leer en voz alta un correo proyectado en el pizarrón, que había llegado la noche anterior e invitaba al grupo al stand del Instituto Goethe durante la visita de Frau Merkel. A la pregunta de si queríamos ir, todos respondieron que sí. Yo también, pero sólo en mi mente, porque la culpa que sentía por llegar tarde —aunque a nadie le interesaba— me había quitado el derecho a votar. Así de patética es mi rebeldía sabatina.

La cita era la semana siguiente a las 9:00 am., hora a la que “en punto” saldría un autobús para emprender un viaje de 9 minutos a la Plaza de la República. La maestra, por supuesto, nos dijo que llegáramos a las 8:00 para reponer al menos una hora de la clase perdida. Así que llegué a las 8:15, sólo para encontrarme con gente trajeada y emocionada en la entrada del Instituto, frente a un autobús blanco y enorme. Cuando reconocí un par de caras me acerqué para preguntarles algo como: “¿Qué no había clase?”, a lo que una me respondió: “¿No te llegó el mail? El camión va a salir a las 8:30”. No me había llegado el mail. Me senté casi a la vez que me tuve que levantar, pues “ya teníamos que subirnos al autobús”, que salió a las 8:20, impuntual según las indicaciones del mail que no me llegó, en una época en la que los mails nunca no llegan.

En el evento (no sé cómo llamarlo porque no tengo muy claro qué era), los invitados medio arreglados pero con calzado cómodo —porque, por muy Mercedes y germanoparlantes, seguía siendo un paseo al centro del DF— se tomaban fotos solos, en pareja o en grupos, frente a la impresión de una fotografía en la que se podía leer “ALEMANIA MEXICO ALIANZA PARA EL FUTURO”, arriba y a la izquierda, sobre el paisaje menos mexicano imaginable: Neuschwanstein, el anacrónico, innecesario y bávaro castillo encargado por un rey excéntrico de la segunda mitad del siglo XIX y que, estaba escrito en las estrellas, se convertiría en el modelo del castillo de Disneylandia.

Después de hacer una entrada triunfal e interactuar tantito con algunos invitados, Merkel se dio una vuelta por el stand del Goethe, vuelta que fue anunciada por una empleada de la Embajada que nos pidió encarecidamente que actuáramos «de forma normal», que no nos acercáramos demasiado a la canciller y, con especial énfasis, que no tomáramos selfies. En pocas palabras, que nos comportáramos, que se trataba de una jefa de Estado y no de Juan Gabriel. Media hora después de haber llegado, Merkel se fue en un BMW negro, enmarcada por un equipo de seguridad en camionetas negras, todos liderados por un agente de tránsito de la CDMX en motocicleta y su uniforme amarillo.

Al otro lado de la cerca era un sábado normal en la ciudad, como el pasado y el anterior a ése. Me senté en una jardinera a esperar el autobús. A mi lado había un bolero boleándose un zapato. Atrás, una familia pequeña, padre e hijo, viendo el celular, cada quien el suyo. Seguí su ejemplo y saqué el mío para enterarme de qué otras cosas insignificantes estaban pasando lejos de mi esfera de acción inmediata (único requisito para volverlas interesantes). Entonces llegó el camión: 10 minutos impuntual, otra vez, y me subí de inmediato recordando la falta de delicadeza que había tenido con los puntuales potenciales cuando salimos del Instituto.

Una vez en mi asiento regresé al mundo real, cortesía de Twitter, y lo primero que apareció fue un artículo: “Eric Hobsbawm’s Long Century”, que conmemoraba que aquel día este historiador socialista, considerado anacrónico (como el castillo) durante la brevísima época de oro del neoliberalismo, hubiera cumplido cien años. Seis años antes, a los 94, Hobsbawm había escrito en su último libro, How to Change the World: “¿Cómo podemos esperar transformar la vida humana, crear una sociedad socialista (que no es lo mismo que una economía poseída y administrada socialmente) cuando la masa de gente permanece excluida del proceso político e incluso se le permite ir sin rumbo hacia la despolitización y la apatía frente a los asuntos públicos?”.

Me interrumpieron gritos y risas, y sobre todo una voz que dijo: “¡Ah, es que hoy es el día de los encuerados en bicicleta!”. En la misma avenida que nosotros, pero del lado contrario, había un grupo como de cien ciclistas quitándose la ropa. El tráfico nos dejó verlo todo y, en lo que fue un acto de honestidad colectiva, nadie fingió estar más preocupado por otros asuntos. Quienes estábamos del lado del autobús sin la vista hacia los deportistas nos paramos para asomarnos. Para cuando avanzamos, la mayoría (de ellos) se había quedado en calzones y sólo unos pocos revolucionarios estaban cambiando al mundo usando un casco y nada más. Llegamos al Instituto y repusimos, o nos repusieron, la hora de clase prometida.

El mismo día, no sé si antes o después, pero yo me imagino que después de su visita exprés a la Plaza de la República, Merkel desayunó con representantes de la sociedad civil, cosa que, según ella misma, procura hacer en todas sus visitas (oficiales) a países extranjeros. El tono de esa reunión fue mucho menos protocolario (no sé, sin embargo, si hubo selfies): los invitados discutieron la crisis de derechos humanos en México, la violencia contra periodistas y mujeres y, según uno de los asistentes, Merkel preguntó: «¿En México no se sabe cómo actuar o no se quiere actuar?».

Imagen tomada de Minube

Escrito por:paginasalmon

Un comentario en “Cuando Merkel fue de visita a una guerra | Por Bárbara Pérez Curiel

  1. Sra Merkel en México se sabe actuar , todos los eventos a los que asistió fueron actuados no tenga duda , pero si se refiere a actuar en consecuencia de un acto también le diré que sabemos actuar , si pero con indolencia , porque a este triste gobierno a que Ud supongo se refiere si quiere o sabe actuar , si señora este si sabe actuar .

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