El pasado 12 de septiembre murió el reconocido historiador y académico Álvaro Matute. De inmediato, como en otros casos, en los círculos académicos y universitarios mexicanos tenemos una sensación de que nuestros grandes referentes se nos van, sin que sea claro que podamos llenar esos vacíos. Suponiendo que esta sensación sea no sólo eso sino también una realidad palpable, habría que preguntarse qué está sucediendo.
La ciencia y las humanidades necesitan, primero que nada, capital humano y financiamiento (estatal o privado). Sin embargo, parece que nuestro problema no es demográfico, pues año con año se ha logrado un aumento de las matrículas en las escuelas, de los docentes y también de los candidatos a puestos en los institutos de investigación (cuyo número es también creciente); tampoco es un problema de presupuesto, ya que desde hace décadas ha habido una inversión tendencialmente mayor en investigación (para el SNI la inversión pasó de 1,433 mdp en 2003 a 3,070 mdp en 2016, aunque si tomamos en cuenta la inflación la diferencia se reduce). Si bien el presupuesto y el número de investigadores y docentes per cápita sigue siendo modesto en comparación con otros países, la(s) época(s) en la que “los grandes” se incorporaron a la docencia y la investigación no eran mejores a este respecto, sino todo lo contrario, por lo que la razón de nuestra problemática debe buscarse en otros factores.
¿Será que el tener referentes de ese calibre fue el resultado circunstancial (o la suerte) de que hayan nacido o llegado a nuestro país personas con una capacidad superior a la media? En Occidente tenemos la costumbre de atribuir la genialidad de una obra a la inventiva excepcional de su autor. Es verdad que Einstein fue un genio como pocos, capaz de revolucionar una disciplina entera, no obstante, no es preciso pensarlo como un sujeto descontextualizado. Es un lugar común pensar que Einstein era un fracaso en la escuela y que siempre remó a contracorriente de las instituciones, sin embargo, la realidad es bastante diferente: tuvo acceso a libros de divulgación científica desde muy joven, su papá tuvo un taller lleno de todo tipo de artilugios y, más importante aún, obtuvo las credenciales de matemático y físico rondando los 21 años.
No es necesario ahondar más en ello: alguien que es excepcional en cualquier actividad especializada y/o compleja presupone una sociedad que forma ese tipo de individuo a partir de sus instituciones. Esta regla se cumple en todos los casos; incluso en el de la fabricación de puntas de flecha y en las tecnologías de caza de los cazadores-recolectores del paleolítico. Un individuo es, por tanto, un fragmento ambulante de su realidad socio-histórica (Castoriadis dixit). En el mismo sentido, el florecimiento de ciertos saberes responde en gran medida a procesos sociales que los elaboran e incentivan. Por esta razón, un enfoque sociológico resulta especialmente útil para comprender el problema planteado.
Un ejemplo paradigmático que podemos observar (aunque de modo panorámico) es el tendencial agotamiento que sufrió el “ágora filosófica” helénica durante la antigüedad, en la época posterior a la desaparición de la polis. ¿Por qué y cómo comenzó a marchitarse esta dinámica del mundo griego que en sus mejores tiempos nos entregó pensadores que aún hoy suelen ser referentes invaluables en múltiples disciplinas?
La filosofía, como cualquier institución humana, es una invención; más que una explosión espontánea de genialidad es producto de un cúmulo de procesos sociales que la hicieron posible. El que haya sido posible hacer filosofía partía de una premisa pocas veces válida en la historia humana: aceptar no sólo la insuficiencia del conocimiento vigente para explicar la realidad, más aun, el carácter cuestionable de éste. Uno no comenzaba a preguntarse sobre el ser sin antes haber afirmado (o al menos sospechado) la insuficiencia o falsedad de los saberes establecidos. Como bien señala Castoriadis, este es un fenómeno correlativo a la dinámica de la polis y a la invención de la democracia. Si había hombres cuestionando las instituciones del pensamiento es porque la vida comunitaria (política) de sus sociedades se había establecido sobre la base de que los hombres –y, literalmente, sólo los hombres— podían cuestionar el nomos de la polis. El régimen era un instrumento para el vivir bien o de modo virtuoso, pero éste era cuestionable y perfectible (aunque Platón y Aristóteles en lo individual hayan presumido descubrir el régimen ideal). Si algo hemos de sacar de este complejo caldo de cultivo es que los principios de autoridad estaban acotados por la participación horizontal de los iguales –tanto en la filosofía como en la política.
Si los saberes tuvieron tal esplendor por una especie de movimiento anti-autoritario (de autonomía, en palabras de Castoriadis), su decadencia coincide con la pérdida de importancia de estos mecanismos en los procesos sociales de los pueblos griegos. Si antes tuvieron una hegemonía e importancia indudables, tras las conquistas de Alejandro Magno y a la postre del Imperio romano la polis fue desmantelada, y junto con ella se dio el lento desgaste de la filosofía helena (no obstante, se mantuvo por siglos la importancia del Oriente helénico ya cristianizado en la transmisión de saberes hacia Occidente).
¿No será, por tanto, que la clave para comprender la problemática mexicana tiene fuertes relaciones con la estabilización en nuestro país de principios autoritarios en las instituciones que se encargan de la docencia y la investigación? Quizá debamos partir de un diagnóstico de en qué tipo de sociedad vivimos para entender lo que ha venido pasando en el ámbito del conocimiento. Me parece que no es necesario ser exhaustivo en esto: la formación socio-histórica poscolonial de la que proviene nuestra realidad actual fue profundamente vertical durante todos sus periodos de desarrollo. La conquista significó de inmediato el establecimiento de un sistema de castas y una jerarquización fenotípica y etnolingüística; y aunque la independencia rompió formalmente con estos principios, su permanencia en términos sociológicos (no necesariamente legal) es, aun hoy, innegable. Esto, desde luego, tuvo un impacto en la cultura general del país, de ahí que aunque las desigualdades sean desproporcionadas respecto al resto del mundo, las prioridades de la ciudadanía sean actualmente otras, como el empleo y la seguridad (no nos sorprenda que la ausencia de democracia o de Estado de derecho sea un mal menor en el imaginario general).
El autoritarismo posrevolucionario (o el priísmo, que es lo mismo), tal como dijimos con Einstein, no fue un ejercicio de brillantez de Calles, Cárdenas, etc.; fue una elaboración perfectamente congruente con una cultura de estas características y no hay razón para pensar que hoy es distinto (aunque en la actualidad los movimientos anti-autoritarios han encontrado una válvula de escape en la relativa horizontalidad de la red). Baste observar cómo se hace política en el país: el eje principal siempre han sido las personas, mientras que el proyecto de nación, las discusiones esencialmente impersonales quedan en segundo plano (ocultos bajo la forma de trámites burocráticos que nadie lee). Las transferencias económicas se hacen al modo corporativo, como dádivas; las licitaciones no son mecanismos para hacer más eficiente la asignación de recursos sino para conseguir lealtades político-económicas. En el mundo laboral la realidad no es muy distinta: un sindicato no es un contrapeso del capital, sino una forma de dominación autoritaria; la relación entre empleados es profundamente jerárquica y es más importante la lealtad personal que la pericia.
La figura general de cómo nos relacionamos ha sido y es el autoritarismo. ¿Por qué habría de ser diferente en los ámbitos académicos? Algunos parecieran creer que la ciencia y las humanidades son, esencialmente, una barrera anti-autoritaria. Éstas son, más bien, sobredeterminadas por la sociedad en su conjunto. En nuestro país, aunque cada disciplina tiene una situación relativamente distinta, la corriente principal o institucional tiene una veta claramente autoritaria, y esto, como en el caso griego, no incentiva la creación de conocimientos (aunque sí favorece su repetición).
En este orden podríamos explorar la idea de que la pérdida de nuestros referentes vivos es un síntoma del avance de la cultura autoritaria en las instituciones relacionadas con el saber. ¿Cuáles son los procesos principales que acompañaron este posible avance? Si algo caracteriza al sector durante estos periodos es que, por un lado, se ha consolidado su institucionalización de cara al Estado y a la sociedad y, como consecuencia, estos han comenzado a alimentarla demográfica y económicamente. La paradoja es reveladora: cuanto más se institucionalizan las disciplinas y cuanto más fluyen los recursos tanto más se sedimentan los elementos autoritarios. Cuando hay una ingente afluencia de puestos, reconocimientos (símbolos de status) y recursos, el resultado no podía ser otro que crear una réplica (otra entre tantas) de la cultura hegemónica del país.
El resultado de todo ello es –y aquí tenemos una forma sofisticada e impersonal de censurar y silenciar— una serie de cambios estructurales en el microcosmos académico. En el ámbito de la investigación se observa, por ejemplo, una adecuación bastante peculiar de buena parte de los investigadores a la exigencia de producción continua de conocimiento por parte de las instituciones proveedoras de recursos (en México es casi exclusivamente el Estado): la repetición ad infinitum de una sola investigación (en el peor de los casos no son ni siquiera investigaciones originales) bajo múltiples modalidades (libros, artículos, conferencias, cátedras, etc.), con la finalidad de conseguir la mayor cosecha curricular posible (al grado de que pueda dar currícula durante la vida entera). Esto requiere, desde luego, lealtades personales que te permitan colocar tus trabajos (sin importar su contenido) en sus múltiples plataformas, hasta que la acumulación de currículum sea suficiente para volver a hacer lo mismo durante el siguiente periodo de trámites (ciertamente, los incentivos a la investigación pueden estar motivando estas prácticas en igual o mayor medida que la cultura autoritaria, pues las exigencias cuantitativas orillan a los investigadores a estirar sus producciones científicas al máximo para cumplir con los requisitos solicitados por las instituciones). Cualquiera que haya sido asistente de un investigador puede constatar que la mayoría de las veces el trato es absolutamente vertical, volcado hacia las necesidades personales o académicas del investigador, dejando al becario como único conocimiento significativo no el cómo producir conocimiento, sino el know how del alargamiento de un currículum.
La cuestión del plagio es reveladora, pues es una práctica endémica de la academia (ciclos como el anterior explican su recurrencia), además de difícil de procesar por parte de la institucionalidad. Las cadenas de lealtades y compadrazgos (o su contrario: la evasión de la ruptura de una potencial lealtad) como prácticas sedimentadas suelen priorizarse por sobre la ética o la calidad profesional, es por ello que una acusación de plagio es tan desconcertante para las autoridades académicas (de hecho, es común que sean codificadas por éstas a un lenguaje legible: por ejemplo, como resultado de envidias y disputas personales).
Todo esto genera peculiaridades en múltiples aristas que no mencionaré pero pueden intuirse: en la elección de plazas y puestos de los cuerpos docentes, en la asignación de becas, en la formación de grupos de investigación, en la decisión sobre la publicación de ciertos trabajos por parte de las editoriales y, entre otras cuestiones, en las discusiones internas a las disciplinas. Todo esto no se explica por la corrupción o la degradación moral (algo de ello habrá), sino por la figura dominante y secular de nuestra formación social: el autoritarismo (y tipos de relaciones bien adaptadas a ese modo de vida como el nepotismo y el corporativismo).
Sería una ingenuidad creer que, bajo estas circunstancias, las instituciones relacionadas con el saber podrían cambiar con sólo buenas intenciones. Un cambio en estos patrones requiere un cambio de conjunto en nuestra sociedad. Nada se hace de la noche a la mañana, pero la experiencia acumulada no resulta trivial. El sistema de partidos nos intentó vender una transición democrática que nunca llegó, los órganos estatales gozan de escasa confianza ciudadana y la auto-organización popular ha encontrado entre sus grandes referentes la experiencia zapatista, la de pueblos recuperados del sistema de partidos (como Cherán) y la de las autodefensas en Guerrero y Michoacán. Paralelamente, la sociedad civil ha presionado como nunca antes los esfuerzos gubernamentales por mantener centralizado y opaco el ejercicio del poder (en ello el papel de las redes sociales ha sido decisivo, aunque las prácticas verticales han llegado a generalizarse cada vez más también en estos espacios).
En ese contexto no nos queda más que tomar partido y actuar en consecuencia. Un renacimiento de nuestra cultura requerirá comenzar a crear una cantidad creciente de nichos anti-autoritarios a la vez que una permanente y resuelta oposición al autoritarismo. El patrón dominante tiene muchos incentivos como para reproducirse sin mayores problemas durante otros cinco siglos, en realidad no requiere otra cosa que la inercia. Más aun, la mayoría lo encarnamos en nuestras prácticas cotidianas, incluso cuando seamos conscientes de él. Como quiera, es sabido que las crisis son oportunidades de grandes virajes históricos. La pérdida de legitimidad de la clase política y el resquebrajamiento de los equilibrios de poder que hoy vivimos crean posibilidades coyunturales de reorganizar el espectro político general en pro de otras posibilidades, la cuestión es, como siempre, la organización, y esto pasa por un diagnóstico de nuestra realidad y un proyecto compartido de transformación. Morena podrá ser lo menos peor dentro del sistema de partidos, un respiro de la podredumbre actual, pero no lo olvidemos: por su torrente fluye sin mayores complicaciones el elemento autoritario (iba a decir germen, pero el engendro ya lleva un rato estando maduro). Nuestra historia es una pesada loza, pero si algo caracteriza la historia de cualquier institución social es su mutabilidad, la emergencia de nuevas formas a partir de lo dado –y esto es más acusado en los momentos críticos. Los vacíos y los espacios de posibilidad siempre son aprovechados por quienes están dispuestos a tomarlos (y nuestra realidad es un reflejo de cómo se ha resuelto ese problema durante siglos). Si los elementos autoritarios podrán resolver su crisis y mantener su barco a flote está por verse, así como el nivel de incidencia de los nichos anti-autoritarios. El estancamiento o la dinamización de nuestra cultura viene, como suele decirse, “junto con pegado”.
(Hoy que son tiempos trágicos para nuestro país invito al lector a retomar el principio explicativo del autoritarismo para explicarse el tamaño de la desgracia del 19 de septiembre –exacerbada por un mercado inmobiliario escasamente regulado y la permisividad del gobierno con las construcciones irregulares o fuera de regla— y el manejo de la crisis por parte del Estado –su completa opacidad e indolencia con los civiles afectados. Probablemente encontrará que estos fenómenos se relacionan íntimamente con todo esto.)
Fotografía de Ulises Valderrama