Advertencia

Estas notas disparatadas son un ejercicio de diálogo entre el barrio y la academia. Las reflexiones nacen como anotaciones al margen de una rica lectura: Voz popular, saberes no oficiales: humor protesta, disidencia y organización desde la escuela, la calle y los márgenes (México, siglo XIX), un volumen coordinado por Rosalina Ríos Zúñiga y Juan Leyva que, desde múltiples perspectivas, sirve como potenciador de inquietudes, de dudas, de posibilidades de pensar la academia con una óptica menos canónica y sacralizada.

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Zapata y Villa se escribían mucho. Trataban de comunicarse para saber los pormenores de los avances militares y, además, para prevenirse mutuamente de las posibles traiciones que desde el poder se fraguaban en su contra. Villa, en aquella conversación histórica del 4 de diciembre de 1914 en Xochimilco, le dijo al guerrillero sureño que “la guerra la hacemos nosotros los hombres ignorantes, y la tienen que aprovechar los gabinetes”. La oración resulta sumamente reveladora en diferentes direcciones. Por una parte, muestra una autoconcepción sobre su “ignorancia”; por otra, quiénes creían que, finalmente, “aprovecharían”. Es una formulación en la que permea la idea de que quienes son “cultos” o “letrados” se aprovechan de la obra de los ignorantes, además de que estos sólo “hacen” y aquéllos sólo se benefician. De ese modo hay una frontera marcada entre unos y otros: los unos son “ignorantes” porque no son letrados; los “otros”, por ser letrados, aprovechados.

Tanto Villa como Zapata, pese a la desconfianza a los letrados, sabían de la necesidad de la educación, de leer. Sabían del peligro de no ser “educados”, pero también de lo peligroso que resultaba serlo si no se estaba al servicio de una causa justa. Es decir, ambos construyeron ese saber sobre los no ignorantes y la educación, desde la experiencia del hacer que fue su vida. De ese modo, la vida, la experiencia, la guerra, formaron parte de una construcción propia de conocimiento que se anteponía a lo “educado”, a lo “letrado”, pero que no lo rechazaba. Hay una tensión que no se resolvía entre la desconfianza y la necesidad de la letra.

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Cuando Jacques Sadoul fue enviado como una suerte de corresponsal diplomático a Rusia, en plena efervescencia bolchevique, se admiraba no sólo de la capacidad guerrera de los “bolches” sino también de la manera en que Trotski, Lenin y Kollontai podían traducir las aspiraciones del pueblo ruso. Para Sadoul esa capacidad de comunión entre los tres líderes y la población rusa era uno de los pilares en los que se cimentó gran parte del triunfo  bolchevique. Su apreciación no era errada.

Kollontai, Lenin y Trotski eran “letrados” que sabían darle dirección a las aspiraciones existentes entre los rusos. Letrados que conocían a la población, que aprendían de ella, de sus enseñanzas; letrados que no ignoraban a los “ignorantes” y, especialmente, podían y sabían comunicarse con ellos. Es decir, que entendían el lenguaje y el saber popular pero también conocían y sabían del lenguaje en la esfera académica con la que, del mismo modo, dialogaban. Su posición entre esos dos espacios hizo, por un lado, que lo aprendido entre los humildes quedara plasmado luego como producción académica y teórica; por otro, que ese conocimiento académico fuese traducido y, por lo tanto, reapropiado en lo popular. Los tres líderes eran, en ese sentido, una mezcla de saberes y conocimientos que, más que antagónicos, pueden pensarse como complementarios y necesarios para traducirlos en espacios disimiles capaces, asimismo, de potenciar un proceso revolucionario como el bolchevique.

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El Che escribió, en El socialismo y el hombre en Cuba, que uno de los mayores problemas para el proceso socialista cubano era que, muchas veces, la dirección política se despegaba de las masas. Que eso generaba desánimo y hacía el proceso más lento y atropellado. Ese desfase entre dirección y masas se debía a que, desde su perspectiva, la dirección política no alcanzaba a traducir las aspiraciones de la población en el proceso. Se rompía así ese diálogo que, a su entender, era capaz de desatar Fidel con el pueblo. Para el Che, el problema central residía en que los revolucionarios carecían, muchas de las veces, del “conocimiento y la audacia intelectual necesarias”. Estos dos elementos aparecen indisociables: no basta “conocer” si no existe audacia intelectual capaz de transmitir, traducir y dialogar con quienes, finalmente, hacen la historia. La poca audacia intelectual era entonces una traba para el desarrollo de todo el proceso socialista.

Pensar con viejos moldes, sobre la base de reflexiones ya hechas e inamovibles de lo que fuera el realismo socialista, no sólo reflejaba una pereza mental sino también resultaba contraproducente. Porque había un distanciamiento de lo popular, del conocimiento y los saberes generados entre el pueblo y, como consecuencia, el único camino posible era pensar como pensaban todos los burócratas, haciendo de la realidad una caricatura simplificada.

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Conozco un profesor que en la clase inicial de un curso de teoría literaria, en la Facultad de Filosofía y Letras, dijo algo así como que él enseñaba con una suerte de didáctica “del barrio”. Que él mismo no era sino resultado del barrio del que provenía, de lo que ahí aprendió, del lenguaje, de los saberes, del conocimiento que da la calle y los albures. Para algunos estudiantes esa idea no fue más que un buen chiste, con el afán de alivianar el inicio del curso. Pero ese gesto, no muy profesoral, se me quedó grabado. Y me hace pensar que, en efecto, hay una suerte de didáctica del “barrio” que, en primera instancia, logró que ese profesor estuviera parado frente al grupo; que esa didáctica hizo posible que la figura seria, sacralizada, de lo que es un “profe” no se estableciera como una frontera insalvable entre él y los alumnos. Que la academia no tiene por qué ser aburrida, seria y con un lenguaje difícil para ser crítica, reflexiva y significativa. Que entonces hay una lucha constante entre maneras de enseñar o de pensar acerca de la realidad política, económica y social que existe fuera de las aulas. Que, por lo tanto, hay un debate constante y presente sobre qué es la academia y qué estudia, y aquello que puede ser y que puede estudiar. Que la voz, el sonido, de lo popular, del “barrio”, entra a la Universidad, se resignifica, se reflexiona, se hace otro, se renueva. Y que la Universidad, gracias a ese “barrio”, también se transforma y se enriquece.

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Finalmente, quizá valga la pena pensar al militante, al activista, no sólo desde una perspectiva netamente política, sino también como un militante de la academia capaz de desenvolverse entre el “barrio” y la Universidad. Porque quizá de ese modo se desacralice la idea de la Universidad enclaustrada en la que sólo hay conocimiento académico y no saberes populares que, pareciera, valen muy poco la pena para ser reflexionados. Porque así, desde una perspectiva crítica y asumiendo la academia como espacio de constitución de saberes y, por lo tanto, de capacidades políticas, se puede pensar en una academia a la izquierda. Porque así, entre lo popular y lo letrado, puede existir una mayor “audacia intelectual” que permita traducir saberes y no genere esa desconfianza que había en Villa y Zapata.

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Ríos Zúñiga, Rosalina y Leyva, Juan (coords.). Voz popular, saberes no oficiales: humor ……….protesta, disidencia y organización desde la escuela, la calle y los márgenes (México, ……….siglo XIX). México: Bonilla-Artigas, 2015.

Imagen tomada de Coyotitos

Escrito por:paginasalmon

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