En solidaridad con Ricardo Raphael
En la era digital, donde un tuit puede tener más impacto que todo el tiraje de un periódico, la censura se ha sofisticado: ya no es sólo el primitivo control del papel o del imprimátur; el objetivo no es tanto impedir que se publique algo, sino distraer o confundir a través de la desinformación, el ruido y el escándalo. Ahora el “yo no pago para que me peguen” subsiste con el retiro de publicidad, el bloqueo del internet o de apps, la censura masiva con la eliminación o supervisión de tuits, llamadas telefónicas o chats, e intimidaciones. Infamemente, en nuestro país al periodista también se le mata. Parece tabú hablar de ello porque en nuestra cultura decimos –a modo de bálsamo– que cuando matan a alguien “se lo buscó” o era alguien que “así vivía”. El asesinato de periodistas rompe el dogma que tenemos los mexicanos de que si no hacemos nada malo “no nos pasará nada”.
El periodismo, como apuntaron Julio Scherer y Manuel Buendía, es una forma más de hacer política. El periodista, hasta estas épocas, ha sido el último eslabón entre el sistema que recaba los hechos y versiones de nuestra realidad y los replica al resto de la sociedad. Este es un enorme poder, pero asimismo el imán de los peores males para el periodismo. La relación entre los periodistas y los detentores de poder, que es un continuo estira y afloja con sus trampas y peligros, puede rayar desde la enemistad frontal hasta lo más íntimo como sucede con los retratos psicológicos del poder en las novelas del periodista Luis Spota.
La historia del periodismo y de su relación con el poder en este país está manchada por la sangre derramada, la corrupción, el maiceo, las líneas y los silencios forzados, pero de igual forma dignificada por seres íntegros y valientes, que representan lo mejor de nuestra ciudadanía y las posibilidades de un mejor futuro.
Es evidente que un rasgo característico de nuestro periodismo, desde su nacimiento, ha sido la lucha por el cambio político: desde el novohispano José Joaquín Fernández de Lizardi hasta, en la lucha independentista a través del Diario de México, Jacobo de Villaurrutia y Carlos María de Bustamante. Esta sangre honesta, recta e íntegra palpita con fuerza cada vez que alguien censura algo en nuestro país como sucedió con el golpe a Excélsior cuando nació Proceso, o de la torpe censura que padecieron Ricardo Raphael, Leonardo Curzio y Amparo Casar cuando vimos una condena tan pública y abierta que hace no tanto era impensable. Esta última censura, más que acallar, potenció con silencio la voz de sus razones y causó que más gente se interesara por escucharlos.
Al diálogo que el periodismo llevaba con el poder, casi en solitario, se han sumado los ciudadanos. La opinión pública ya no es sólo de algunas plumas privilegiadas que publican en periódicos; existen ya líderes de opinión en Youtube, Facebook y Twitter. La voz ciudadana no está peleada con la periodística; son, más bien, una pareja en un mismo baile. Los ciudadanos no debemos limitarnos a exigir de nuestros periodistas que hagan su trabajo (porque de lo contrario serían meros propagandistas), ya que como ciudadanos de igual modo tenemos que protegerlos, valorar su labor y luchar con ellos por condiciones en las que su trabajo sea recompensado y no castigado porque en nuestra sociedad es cierto que a la verdad le gusta “pecar” de incómoda y sospechosa cuando rompe con la armonía del silencio, del colaboracionismo y la indiferencia cada vez que ésta señala la existencia de algo que está mal pero que nadie desea o se atreve a cambiar.
La labor periodística nos muestra en vivo y a todo color los demonios que preferimos olvidar y que no pocas veces ofende al poder cuando le señala su condición –falibilidad– humana. Por esta razón trabajar por un periodismo libre es tan importante para la funcionalidad y salud de nuestra democracia: la mantiene viva y crítica, la nutre, la fortalece e impide que se erijan faraónicos palacios con nuestro dinero a través de las arcas públicas. Esta lucha no puede ser la causa común exclusiva de periodistas y ciudadanos porque el Estado, como representación incorpórea del poder legítimo, es indispensable en una época en la que la sinfonía del poder ya no está compuesta sólo por actores del gobierno mexicano. Ahora existe la participación bastante delicada de otras entidades cuya única forma de diálogo es a través de la plata o el plomo y el fuego con la cual ha devorado a grandes periodistas como Javier Arturo Valdez Cárdenas.
Como ciudadanos no basta enorgullecernos de la altura con la que Leonardo Curzio, Ricardo Raphael y Amparo Casar se enfrentaron a la censura, o con las tantas otras personas –tanto en el anonimato como en la palestra pública– que resistieron de pie por sus valores antes que doblegarse. También es necesario que seamos más informados y críticos cuando dialoguemos con el poder para que este México no sea el del siglo XX, en el que el mexicano no era más que el espectador trágico de su propio destino.
Veritas nunquam perit
Imagen tomada de Las 2 Orillas