Arde por el resplandor, es decir, por la posibilidad visual abierta por su mismo ardor: verdad preciosa pero pasajera, debido a que está condenada a apagarse (como una vela que los alumbra pero que, al arder, se destruye a sí misma) […] la imagen arde por la memoria, es decir, que no deja de arder, incluso cuando ya no es más que ceniza: es una forma de expresar su vocación fundamental de sobrevivir, de decir: Y sin embargo…
Didi-Huberman, Arde la imagen

En un pueblo sueco, Skoghall, creado hace pocas décadas en torno a y por iniciativa de la mayor fábrica papelera del mundo, Alfredo Jaar construye un museo en el año 2000. Los casi 80,000 habitantes del lugar contaban con edificios principales: una iglesia, una alcaldía, una universidad, un hospital, un supermercado; no con un museo. La identidad del lugar se inscribía en el marco de la manufactura del papel, por lo que el artista chileno decidió realizar esa nueva construcción con el mismo material. Un museo hecho enteramente de tetrapack, soportado por las mismas vigas de madera que serían procesadas. El día de su inauguración, las filas se alargaron para recorrer los 20 x 8 metros de la exposición de artistas que, también y exprofeso, realizaron sus obras de manera análoga. El elemento principal invitaba a presenciar el fenómeno de su fugacidad: veinticuatro horas más tarde, de acuerdo con el proyecto de Jaar, el museo fue incendiado.

(El video comienza en el segundo 27.)

 

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Las llamas consumieron en unos minutos algo que los habitantes y las autoridades de Skoghall no pensaron imprescindible cuando la ciudad fuera construida. El museo como objeto, como espacio y como imagen se posó por unos instantes ante los ojos de quienes no lo esperaron jamás. Sin embargo, algo persistió entre sus cenizas: la consciencia de lo posible, el paso del resplandor a la memoria. Ese fuego iluminó la necesidad no expresa de un espacio para el arte y, con ello, la proyección fugaz de otro fuego alrededor del cual habitar, como refugio o como hogar, una ciudad en construcción.

Siete años después, Alfredo Jaar, también arquitecto, fue contratado para llevar a cabo el proyecto del museo permanente para Skoghall. La dicotomía entre ausencia y presencia finalmente se resolvió en favor de la permanencia. Las cenizas de aquel museo efímero reformularon una escala de valores del espacio habitable de esa sociedad en crecimiento, fue un pronunciamiento político que cuestionó y transformó la estructura de lo permisible y lo deseable en un contexto cuando menos semicerrado por lo centrípeto de su esqueleto económico y social. La fábrica papelera fue evidenciada como el dictum de su organización, que condicionaba no sólo la movilidad de sus habitantes, sino también las posibilidades de su imaginación.

Esta pieza no podía actuar sino localizada, en lo singular de ese marco; pero nos conduce a un problema general: cuáles son las funciones de un museo y, más específicamente, cuál su función social. También a una pregunta urgente y más asequible para este momento: ¿cómo hacerlo arder para que esas funciones sean visibilizadas, resplandezcan sobre los constructos que las condicionan y sean cumplidas o transformadas? Algo es un hecho: el museo en nuestro país ha estado congelado por su ámbito institucional y/o comercial. El mercado del arte y las políticas culturales impiden esos incendios necesarios que, sin embargo, a veces tienen lugar con exposiciones polémicas o contrastes en el medio de la crítica (también ya institucionalizada en su mayor parte).

El museo y sus funciones se han normalizado hasta casi convertirnos en consumidores de la oferta que nos presentan. Debemos, a pesar de eso, ser conscientes de que, aunque tengamos algo que reprocharle, forma parte de nuestra identidad como habitantes de cierto lugar, así cumpla con nuestras expectativas o las cuestione. Dentro de sus funciones, ésta no es una menor: el espacio museístico crea comunidad. Alfredo Jaar, en el caso que presentamos, expone su ausencia para visibilizarlo, realiza ese ejercicio para el que somos ya incapaces.

Así, podemos considerar el museo como un “lugar común”, parte del sistema del arte y del sistema económico y de políticas culturales que condicionan lo que vemos y en lo que, como consecuencia, nos miramos. El museo, lugar común, parte de una industria, de un contrato social del que no podemos escapar. Pero también podemos, como lo hace aparecer Jaar mediante la fugacidad de la llama y de manera análoga a como Didi-Huberman piensa en la imagen, entenderlo a partir de en un guiño, pensar el museo como lugar no común sino “de lo común”, de construcción y reconocimiento colectivo e individual. ¿Acaso no quedan aún resquicios dentro del lugar común para hacer aparecer mediante gestos la posibilidad de ese menos evidente lugar de lo común? A pesar de la complejidad de su funcionamiento y de su ya inamovible estatuto, de todos los agentes y departamentos que intervienen, quizá hay todavía una manera de encontrar esa posibilidad: ser atravesado por la flama desde su interior, desde la práctica artística, la curaduría y museografía, la comunicación, la crítica…

Incendiar el museo significaría entonces hacer lo que hizo Jaar con el suyo, pero en un sentido metafórico. Crear una memoria que sustituya el lugar de una ausencia, reconocer una necesidad al iluminar un vacío, quizá sólo es posible aún haciendo fuego. La llama, aunque fugaz, visibiliza, expone a la mirada aquello que se le oculta; la llama nunca ha perdido su origen prometeico.

Imagen tomada de Aphelis

Escrito por:paginasalmon

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