Fotografía de Gerardo Alquicira
I can’t pretend
I need to defend,
some part of me from you.
I know I’ve spent some time a-lying.
The New – Interpol
Nunca le gustó quedarse pegado en la pared. Por eso tuvo tantas cosas encima porque a fuerza se despegaba. Una noche su caída me levantó de la cama. Lo metí entre las sábanas conmigo pues estaba muy oscuro como para colgarlo de nuevo y no quería despertar a nadie, hacerlo provocaba mucho ruido. Lo malo de esto es que le gustó. Se acostumbró a caerse para que yo me lo llevara a la cama. Claro que no le funcionó por mucho tiempo. Una noche escuché cómo caía lento, con sus agudos sollozos, pero no, yo no pude, estaba muerta sobre la cama y pensé: “si se cae es su culpa, se quedará ahí esta noche y la siguiente para que aprenda.” Lloró toda la primera noche y la segunda y la tercera y la cuar… Ruido blanco. Como estaba detrás de un sillón nadie lo veía tirado y todos se acostumbraron a ese gimoteo, era como ruido blanco, ese que se extraña en las noches de extremo silencio, en las noches en las que ni los grillos salen a buscar pareja. Era inclusive relajante… Hasta que el hedor comenzó. Nadie de mi familia preguntaba por educación y yo, por educación, les prohibí expresamente la entrada a mi recamara.
Una noche su chillido fue más fuerte de lo normal. Ya me había acostumbrado tanto a él. A sentir su presencia sin verlo. Estaba bien, pero aquella noche me sacó de mis casillas, chillaba como si, como si, como si… Tuve que levantarme, tocarle sus pelos, sentir su mucosidad que se le escurría cada que abría el hocico. Lo tomé de las firmes orillas, eran como una tabla de madera. Lo abracé como una madre que consuela a su hijo en plena madrugada. Acaricié parte de su barriga y le dije susurrando que todo estaba bien. Me mordió. Por reflejo abrí los brazos dejándolo caer con todo su peso en el suelo. Le grité mientras se arrastraba: “¡no me vuelvas a hacer esto! ¡Tú te lo buscaste! ¡Estabas bien en la pared pero no dejabas de tirarte! ¡No te vayas! ¡No te metas ahí!” Me lancé sobre él pues ya sabía a dónde iba. Se dirigía a la madriguera que habían construido los otros debajo de mi cama. Lo jalé de la cola justo antes de que llegara al agujero. Culpa. Sentí culpa al ver sus grandes ojos negros, más negros y profundos que el cielo que nos rodeaba, y aun así pude ver que me pedía misericordia. Sus palabras eran sus chillidos y el líquido hediondo que emanaba su cuerpo. “¿Cómo deshacerme de él?” Me pregunté. El hedor penetró en mis manos y la pregunta cambió a: “¿Por qué deshacerme de él?” No encontré respuesta. Rezumó lento y con ternura. Se acurrucó entre mis brazos otra vez. Toqué su pelaje. “sh sh sh, ya ya, todo está bien, ven.” Le murmuré en donde creía estaba un oído. Nos metimos a la cama. Lo abrigué.
A partir de esa noche dejó de hacer ruido. Por las mañanas no sabía dónde se metía. A comparación de los otros que, aunque resguardados en la madriguera, roían como ratas en la pared toda la vuelta del sol sobre la tierra, sólo cuando oscurecía callaban. Al llegar a mi cama todas las noches él estaba otra vez en la pared. Ahora se postraba encima, en lugar de a un lado del cuadro de Cristo arrepentido rezándole a su padre. Se deslizaba silencioso sobre el vidrio, luego en el yeso y en el suelo hasta llegar a los dedos de mis pies. Al sentirlo en mi dedo gordo, lo tomaba de las orillas mientras tarareaba una canción para no asustarlo. Esas noches los otros gruñían, mordían, se golpeaban a ellos mismos, a veces a la cama, a veces al muro.
Sus ruidos nocturnos eran excesivos. Por ello mis padres me pidieron que los controlara, yo no sabía cómo. “Debes saber.” Me dijo seria y cansada mi madre un día durante la comida. Mi padre no quitaba sus ojos de mí. Lo veía comer, y escuchaba el sonido de sus labios remoliendo la comida, sorbiendo la cuchara, como tragaba la carne con su saliva. Esos sonidos me exasperaron. Abandoné la comida y hui a mi cuarto. Una vez ahí entendí que le tenían envidia al más joven pues le descubrí mordidas en el pecho. Así que cuando vieron que mamá se compró una cama más grande y cortinas más gruesas dejaron de atacarlo. Comprendieron que él había logrado lo que ninguno de ellos. Por él los adopté a todos en mi cama. Los ruidos cesaron.
Hoy, en las paredes de mi cuarto hay caminos enmohecidos. El pelo del hongo es amarillo verdoso y emana un olor peculiar. No sé si es desagradable, pero para evitar sospechas mi familia no permite pasar a nadie más allá del jardín. Mis niños no salen de mi alcoba. El silencio reina en mi casa desde que los dejo descansar conmigo. De repente, durante el día, sentada en el sillón donde él se retorció semanas, escucho cómo se arrastran, cómo respiran profundo y rápido, y siento paz. Por eso sé que ellos son felices y yo… yo… Cómo no amarlos cuando gracias a ellos ya nadie más sube a mi cama.