«Fue la visión de este delirio todo un desastre de locura».
“Cataclismo”, Javier Solís
—Blanca, ¿estás en casa? —Amador llamó por segunda vez a la puerta del jacal.
—Espérame —ella contestó con voz risueña.
—Soy yo.
—Aguántame tantito. Ya salgo.
El cielo de la noche estaba iluminado por las estrellas. Las pencas de nopales rodeaban, a corta distancia, un árbol sombrío. Las luces de los jacales lentamente se apagaban. El pueblo comenzaba a dormirse. El viento cálido y silencioso rozaba suavemente el rostro vivo y alegre de Amador. Blanca abrió la puerta y, con la mirada llena de júbilo, se lanzó a sus brazos. Tras preguntarse por su día, Amador la besó
—¿Me amas? — dijo, pero Blanca no contestó. Lo agarró del rostro y lo miró con vehemencia, como si deseara encontrar una verdad tras sus ojos.
Como cada vez que la veía, Amador se quedó boquiabierto por su belleza, por sus ojos negros y redondos. Le gustaban sus pómulos marcados, la nariz fina, las cejas delgadas y su cabello castaño y ondulado.
—¿Me amas, Amador?
—Sí, así como tu mamá te ama y te aprecia, yo igual.
—Olvídalo. Mejor ven, vamos —Blanca lo jaló del brazo y lo llevó hasta el árbol. Mientras corrían se escuchaba el ruido seco y quebradizo de la tierra.
—Te encanta estar aquí, ¿verdad? —Amador la miró alegremente y se recostaron bajo el árbol.
—Así como me encantas tú.
—¿Cómo está tu mamá?
—Mucho mejor. La medicina que le dio mi abuela le ayudó.
Amador recordó la vez que Clementina, la mamá de Blanca, le dio su itacate para que comiera en la escuela. «Esa señora siempre se preocupa más por mí que mi propia madre».
—Supongo que está descansando.
—Sí, por eso me salí de rápido —Blanca soltó una risita, luego lo abrazó.
—Y tú, Blanquita, ¿cuánto me quieres?
—Te amo— le dijo, y le apretó muy fuerte en sus brazos, como tenazas de hierro.
—Eres hermosa.
—Gracias —Blanca recargó su cabeza en el hombro de Amador—. Quiero parecerte hermosa.
La tomó de la barbilla y la besó. Las facciones de la joven apenas se vislumbraban entre la penumbra y la fantasmagórica luz que atravesaba las enormes hojas del árbol.
Amador recordó aquella noche de luna llena cuando Blanca le llevó jugo de limón en un pocillo de aluminio:
—Gracias, amor —Amador le sonrió y bebió un sorbo.
—¿A qué te sabe?
—Me sabe algo agrio, como que le falta azúcar.
—Es que le ‘ché poca.
Amador se terminó el jugo y dejó el pocillo a un lado.
—¡Un alacrán! —Blanca gritó llena de espanto.
—¿Dónde?
—¡En tu pierna!
Amador estaba hecho un manojo de nervios ante la situación, así que hizo un intento por ahuyentarlo, pero fue en vano, pues el alacrán le clavó su podrido aguijón.
—¡Nooo! —Blanca desgarró el silencio con su voz tibia.
—¡Chingada madre!
—Espérame, voy por un trozo de ajo —dijo Blanca agitada y corrió hacia la casa.
—Amor, tengo que irme —Blanca bostezó—. Nos vemos mañana.
—¿Recuerdas lo del alacrán? —dijo Amador al mirar su pierna.
—Sí, por suerte era uno negro.
—Y se veía grande —Amador se carcajeó brevemente—. Mi abuela dice que la oscuridad suele transformar las cosas.
—Fue nomás una ilusión.
—Sí, una ilusión —dijo Blanca mientras miraba las manos de Amador—. Pero olvidemos eso.
—Sí, mejor.
Después de unas horas, el viento nocturno se tornó frío. Las estrellas seguían resplandecientes. Blanca, con la mirada puesta en el cielo, se arrimó más y enganchó tiernamente sus brazos sobre el cuerpo de Amador, como si su piel fuera un abrigo que intentaba arroparlo. Así se mantuvieron en silencio mientras escuchaban el crepitar de las ramas y el golpe incesante de las hojas. En algún recóndito lugar, el canto de un grillo empezó a hacerse más audible. Muy a lo lejos se escuchó el aullido lastimero de un perro. Blanca suspiró relajada.
—Amador, ¿me amas?
—Te querré siempre.
—¿Sólo me quieres?
—Te amo. Mi abuelo me dijo que, cuando amas a alguien, sientes una ruidosa alegría en el corazón.
—¿Y eso sientes?
—Sí, siempre que estoy contigo —Amador acariciaba la cabellera de Blanca—. Pero a veces todo cambia de sopetón.
—¿Por qué? —Blanca lo miró con ojos cristalinos— ¿A qué te refieres?
—Cuando estás lejos, la angustia va comiéndome desde aquí —Amador puso su mano en el pecho—, hasta que llega a mi estómago. Por las noches, cuando estoy acostado, te pienso y, entre más lo hago, siento que hemos convivido más de lo que es, como si hubiéramos estado juntos desde antes. Hasta siento que ya tuvimos esta conversación…— Hubo un breve silencio.
—¿Qué tienes?
—Nada, es que ya tengo sueño —Amador se sacudió los ojos y se levantó—. Vámonos. Mañana me toca ir a la merca de la harina pa’ las tortillas.
—Vámonos.
Callados y agarrados de la mano cruzaron dos pencas de nopales. La atmósfera se volvió más implacable y fría. El aire se oía por todos lados como una ola invisible moviéndose desmedidamente. Mientras ambos se alejaban a través de las oscuras pencas, una silueta frágil y encorvada se acercaba.
—¿Qués esto? —dijo un anciano con voz espesa, y golpeó con su bastón el bulto que se asomaba tras una penca. Luego dio la vuelta y observó con más atención.
Amador se encontraba tirado de bruces sobre un gran charco de vómito. Junto a sus pies había un pocillo de aluminio vacío. Y un montón de moscas zumbaban violentamente como si estuvieran poseídas, cautivadas, por el pesado y nauseabundo olor que persistía.
—Pobre chamaco, lleva tiempo aquí y nadie lo ha visto. Voy a avisarle a Clementina ahorita que sigue despierta, pa’ que hagamos algo —dijo el anciano con aire de humildad. Y luego se alejó cojeando, apoyándose de su bastón.
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