Es la mutilación más pequeña de todas. Paso las manos por mi cabello y obtengo un nudo de pelo. Extiendo los dedos, el viento vacía la palma de mi mano y el nudo, como arbusto seco del desierto, viaja lejos de mí.
No temo: es como soltar el brazo de un ser amado o como dejarse caer a la mitad del pasamanos. Ambas, en el escenario adecuado, se convierten en una práctica común.
Ahí va mi cuerpo, fantasmal, vagabundo, avanzando en dirección opuesta a la mía y lleno de su propio destino. ¿Quién sería yo para frenar la fuga de mis restos? ¿Quién sería yo para decir soledad, cuando realmente quiero decir soberanía? Mi cuerpo y yo nos hemos abandonado para siempre.
Pero antes, quiero creer que la vida existe más allá del muro de la carne, que el asfalto guarda el eco de mis pasos y que lejos, en un suelo desconocido, una familia de caracoles se desliza sobre lo que fui.
Qué importa si mi pelo termina en una alcantarilla o en el nido de un pájaro, hundido en la tierra de un arbusto anónimo o atorado al filo de una ventana.
Qué importa todo esto si yo ya no seré mi nombre, si la composición de mis huesos y la posibilidad secreta de mis filamentos será lo que quede de mi recuerdo.
El destino final del cuerpo es la disolución, y esta es mi única, última esperanza.
Se trata de confiar en lo que está muerto para que nos lleve más allá de la vereda y nos libre de decir adiós.
Imagen tomada de Historia Hoy