Versión del texo en audio.

(…) che adoro la luce soltanto se è senza speranza.
Pier Paolo Pasollini

(Relación de aspecto: 1.78:1). Le parece que recién lo ve. Ha estado apoyada con las manos sobre el mostrador viendo pasar a la gente, perezosamente feliz de no tener que dirigirles la palabra. (Transfoco). Del cristal de la ventana que está observando la atención se dirige a un hombre mayor que discute con una joven en la calle de enfrente. Sobre un trípode de feo plástico amarillo hay una vieja DVCAM de mano que enfoca la tienda. No es la primera vez. A veces los clientes colocan una cámara apuntando hacia el mostrador y ella sonríe, por instinto, sin llegar a saber nunca si la fotografían, la graban o si es tan solo que el objetivo ha quedado caprichosamente orientado en su dirección. Además, la tienda está ubicada en el centro histórico de la ciudad y siempre está llena de turistas y extranjeros.

Últimamente tiene la incómoda sensación de estar bajo vigilancia. Ya casi es hora de cerrar. Qué podrían estar grabando esos dos bajo la tísica luz de las farolas. Se quita el delantal mientras camina hacia la puerta. Al verla, el hombre y la joven se marchan llevándose rápidamente trípode y cámara. ¿Casualidad? Quizá. En todo caso, ha sido un largo día y toda pregunta innecesaria le desgarra el espíritu. A lo lejos un ave canta la muerte del sol. El sonido ambiental no es más que un barullo atenuado; charlas inconexas entre seres de dos diversas razas: jóvenes que creen decir e indeseables que vomitan palabras e ideas aprendidas de memoria. Casi de la misma forma ridícula en la que reproducen los actos, con toda la irreal primera persona colectiva de su confusa identidad imaginada. Siente miedo; ella, que ya no logra reconocerse en los garabatos ideales de sus congéneres. (El autor desea señalar que estaba pensando en Candela Antón para interpretar este personaje, pero por falta de presupuesto creativo tuvo que conformarse con una Madalina Ghenea sin maquillaje). Baja las pesadas rejas. Cierra candados y echa cerrojos. Apaga las luces. (Primer plano de su rostro enrarecido por la oscuridad). Sale por la puerta de servicio, que da a una amplia calle desierta. La noche es.

(Racconto). Ordenadas conforme a una disposición azarosa, las imágenes de su vida son poco menos que categorías sin alma. Breves y eróticos films independientes; unos cuantos breves simulacros pornográficos. Al igual que los de todo el mundo, se dice a sí misma evocadora. Y ella observa, sin ver en realidad, en cada instante recordado de su existencia y hasta la fecha, las cámaras infinitas que han asimilado sus horas y sus días. Vanos diálogos rotos. El encuadre oscuro de sus veinte años, sentada en ropa interior, fumando un cigarrillo cualquiera en la sala de su pequeño apartamento a las tres de la madrugada. Su pudor evasivo en la ducha, cada mañana, cuando lleva a cabo el ritual de limpieza de una religión social en la que no cree. Una noche lejana en la que ha llorado hasta quedarse dormida. Una mañana que fingió estar enferma para no ir a trabajar y estuvo todo el día releyendo los apuntes de su carrera universitaria.

Somos los únicos animales que trabajan para vivir, dice para sí en su cabeza mientras escucha el ruido de su voz repetirse en el viento. No ha movido los labios. Camina. Una conciencia reducida así a la soledad de la voz en off. (Este encuadre es más difícil). La luz escasea ahora. (Quizá debamos repetirlo. Complacer al público que deseará verla caminar contra la triste ambigüedad de un grafiti cualquiera; amparada someramente por los reflejos de una luz de neón más concisa y motivada). Escucha la voz pregrabada de su padre, que alguien ha reproducido con calculada malevolencia.

De repente, el rugido del motor. (¿Elipsis?). ¿En qué momento subió al auto? ¿Cuánto le tomó llegar al estacionamiento? ¿Dónde estaba la llave? No lo recuerda. Acelera tímidamente. Le parece verlo de nuevo. Alguien ya ha marcado el camino. Hay cintas blancas en el suelo, como cuando se ensaya una obra en el teatro. (Plano Picado). Quizá la cámara esté en uno de los semáforos. Ella se acerca un poco hacia el volante y busca con los ojos el rojo o el verde. Debe verse frágil desde arriba, turbiamente afectada por algo insidioso pero enigmático. Acelera. Pequeñas luces se reflejan contra las ventanas del auto. Ingresa al estacionamiento de un edificio de apartamentos cercano. (Plano dorsal). Mide la distancia entre los autos para estacionar en el único lugar disponible. Abre la puerta con cuidado. Deja la llave sobre el asiento del conductor. (Desenfoque errático). (Corrección de color). Camina hasta la puerta del edificio. (Luz ambiental). Entra al elevador. (Sobresaturación durante un segundo). (Plano holandés). Se abren las puertas. Camina apresuradamente. El verde espectral de sus manos que busca en los bolsillos del pantalón la llave necesaria. (Corte J). El sonido de la lluvia era tenue, ahora desmesurado. ¿Romance orgánico facilista o estúpido slasher moderno? ¿Film noir o parodia surrealista?, se pregunta reconquistando su vida.

¿Y la dirección? ¿Louis Malle o Carlo Lizzani? ¿Édouard Molinaro o José Luis Cuerda? Ninguno. Lucrecia Martel. O al menos eso espera. Solo hay dos libros en la estantería de su sala: Zama de Antonio Di Benedetto y la Suma facsimilar de los milagros apagados de Salvatore José Mastrodomenico Piernagorda. ¡Qué nombre tan ridículo! Lucrecia Martel logró llevar con éxito la novela de Di Benedetto a la gran pantalla. No enciende las luces. (La cámara la sigue, enfocando su espalda, mientras se quita la camisa y entra en su habitación. Cámara estática: 3 segundos. Rotación a la izquierda sobre el eje). La ventana del balcón del treceavo piso. Ella aparece en el cuadro. Camina ligera. Se ha quitado el pantalón y los zapatos. Lleva un saco de lana con rayas paralelas negras, rojas y blancas. Sale al balcón. Enciende un cigarrillo. ¿Y la música? ¿Playground love, como en esa película de Sofía Coppola? Quizá un poco de Bartók o Smetana aquí y allá. También algo de Ulvesang o de Osi and the Jupiter. Ludovic Bource hará el resto en adelante. La fotografía se realizará a cuatro manos: Roger Deakins y Łukasz Żal.

Hace casi diez años terminó sus estudios. Todavía no ha encontrado su lugar en el universo. Han rechazado todos sus guiones y la última vez que se presentó a un casting le dijeron que no era muy bonita para el papel. ¿Cómo conseguirá experiencia si le cierran las puertas a dónde quiera que vaya? El corazón del mundo está lleno de eufemismos para disimular el desamparo, la soledad y la chatarra. O al menos eso piensa. Enciende otro cigarrillo pero lo apaga de inmediato. Da vuelta sobre sus talones y camina hasta la cocina. Sobre el mesón hay una pequeña nevera iluminada por un cable transparente lleno de pequeñas lucecitas. Su silueta apenas se dibuja a contraluz. Su mano derecha (¿es diestra?) saca dos botellas de cerveza del frío aparato. Vuelve al balcón. Llueve. Escucha gritos sobre su cabeza. La voz de una mujer suena desarticulada, como si la pausara a momentos un silencio inquietante. Tal vez solloza. O quizá la interrumpe otra voz que la lluvia, la manifiesta configuración de los objetos y la distancia no permiten descifrar.

De repente, algo pequeño cruza frente a sus ojos en caída libre. Intenta ubicar el objeto en el estacionamiento, pero seguramente aquello golpeó sobre el techo de uno de los autos y rebotó más allá de la línea de sombra. Si se estira un poco hacia el vacío y gira tan solo un poco la cabeza hacia la izquierda, puede ver el feo toldo amarillo que cubre aquellos autos que han estado desde siempre en el estacionamiento. Pero si por el contrario lo hace hacia la derecha, puede ver el suyo; sereno como un antiguo ídolo azul junto a estatuas novísimas y brillantes. ¿Cuándo compró ese Honda Civic 1995? ¿Quién le dio el dinero? ¿Su madre? Después del divorcio de sus padres y las obvias penurias colaterales, ella decidió alejarse un poco de ambos. A su madre no la ha visto en los últimos tres o cuatro años. A su padre lo visita cuando tiene problemas de dinero o necesita de un consejo.

(Plano detalle). Enciende un tercer cigarrillo y aspira con fuerza. El sabor amargo del tabaco le transmite un extraño sentimiento de paz. Intentó dejar de fumar muchas veces. Suspira. (Plano americano: La cámara enfoca toda la ventana. Ella está de pie, ligeramente inclinada hacia adelante, sobre el muro de cristal de su balcón. Su silueta es iluminada por la luz exterior y tan solo la pierna izquierda, cruzada por detrás de la derecha, alcanza a recibir un destello lejano de la pequeña nevera en la cocina). Un grito la arranca de sus ensoñaciones. Todavía lo está escuchando, procesando, comprendiendo, cuando el seco ruido de algo que ha caído sobre los autos le hace retroceder un paso.

(La cámara se acerca al balcón en el que ella ya no está, pero justo antes de revelarnos la verdad hecha pedazos; trece pisos más abajo, sobre las latas retorcidas de un vehículo cualquiera, el objetivo retrocede y busca con desenfreno a la actriz desaparecida). Jalando los bordes del saco para que le cubran las piernas, tiembla de frío junto a la puerta común del edificio. Otras personas han llegado antes y observan detenidamente el cuerpo de una joven, derramado sobre un triste y rojo pedazo de chatarra. Las cámaras resurgen como una bandada de cuervos. Recuerda haber visto hace varios años, en algún lugar, la fotografía de Evelyn McHale: el más hermoso suicidio. Pero la joven que se lanzó al vacío desde el piso 86 del Empire State para encontrar la muerte sobre una limusina de las Naciones Unidas; que estaba estacionada a la entrada del edificio, tuvo la suerte de quedar bellamente intacta, salvo por las invisibles heridas internas y los huesos rotos.

(Primerísimo primer plano del rostro pálido y salpicado por pequeñas gotas de sangre carmesí en el mentón). Era más joven que yo, murmura y se da cuenta de que su voz es grave y definitiva, como solo podría serlo ante la muerte. Su padre habla así a menudo. Es un tono habitual entre quienes se han cansado de vivir. Se acerca un poco más, abriéndose paso entre los improvisados camarógrafos, secretamente feliz por haber dejado de ser el centro de atención. (Plano escorzo). Le parece que está viéndose en una fotografía. Extiende, piadosa, la mano izquierda hacia el cuerpo inmóvil, mientras coloca todo su peso en la pierna derecha. Ante la pose sobria, casi imperceptible, las cámaras reanudan su morbosa tarea. Retrocede como lo hizo en el balcón, cruza la puerta, sube incontables escalones, pues sabe bien que el elevador estará ocupado mientras el edificio siga vomitando decenas de curiosos. Cierra la puerta corrediza del balcón. Se sienta en el sofá y solo entonces da otra calada al cigarrillo que ha tenido entre los dedos todo este tiempo y que está por acabarse.

(Plano holandés desde atrás). Sus manos tiemblan un poco. Incómoda ahora en la oscuridad, se levanta y camina. Da vueltas en círculo alrededor de los muebles. Finalmente enciende las luces. Siente el deseo de llamar a su padre y contarle lo que pasó, pero no quiere que se preocupe. Su madre, si le pidiese venir, llegaría en poco tiempo, pero no quiere verla. Una de las botellas de cerveza está todavía en el balcón. No le ha dado más que un sorbo. La otra está sobre la mesa junto al sofá. Quita la tapa y bebe. (Plano cenital). Sentada, echa la cabeza hacia atrás y mira al techo. Las manos están abandonadas sobre la gamuza púrpura de los asientos. El cigarrillo se quema en un cenicero sobre la mesa. (Aullido de sirenas). ¿Llueve todavía? ¿Estaba húmedo el cuerpo sin vida? Se palpa la ropa y la descubre seca. Quiere llorar pero no sabe cómo. (El ángulo que escoja la cámara podría arruinarlo todo. La luz ha de ser adecuada y los movimientos, precisos. El dolor profundo y la alegría espontánea son presas difíciles. Todo actor se arriesga con esos domésticos pero engañosos animales de caza).

Varios policías han llegado. Puede oír sus voces amargas. No logra entender lo que vociferan. (Plano cenital sobre el cadáver; ampliación sutil y progresiva). ¿Qué preguntas le harán? Ella estaba en el balcón. Observó privilegiadamente el movimiento absurdo y delicado de las extremidades después de la caída; la insinuada agitación de los músculos y el insignificante sismo final de los cabellos. Ella dirá que hubo algo que cayó primero. Escarba en su memoria, obligándose a dar una forma y un nombre a un color fugaz, transmutado por la noche y la cruda soledad de sus ideas. ¿Amarillo? Se muerde los labios mientras improvisa simulacros y falsea el recién nacido mito de sus conjeturas. Era un feo trípode amarillo, intentará decir al tiempo que se jura no estar confundiendo escenas y detalles. Y cuando le pregunten cómo lo sabe, cómo está tan segura, dirá que lo vio antes. Debe ser cuidadosa: sus palabras adivinarán el pasado. Recordará que la joven gritaba. Así que el suicidio pudo deberse a una discusión telefónica, pues no escuchó jamás la voz del interlocutor. El hombre mayor al que vio con la joven horas antes frente a la tienda, pudo haberse ido en medio de la lluvia. No hay razón para creer que la haya empujado al vacío. Pero si así fuera, el asesino pudo haber escapado después del crimen en medio de la multitud que rodeaba el cuerpo. O puede estar aún en el piso de arriba, caminando en círculos con las manos en la cabeza o incluso, fumando tranquilamente en el sofá.

El tiempo parece gotear de cada cosa como un mosaico de colores venenosos. Guimard tenía mucha razón cuando escribió que el reloj de los insomnes nunca da la hora. Ella está viviendo como dentro de una pausa. Pensando, con irremediable frialdad, que la única libertad verdadera es la que se mide por el tamaño de nuestros pecados. Afilando los imprecisos contornos del miedo y de la duda se pasea por su sala. (La cámara ha dejado de moverse, más bien parece olvidada en el suelo, desperdiciando su energía en un isócrono fotograma patético). La luz es similar a una esperanza clandestina y los ruidos exteriores de la noche abundan en epifanías negras. (¡No! ¡Nada de esto se puede filmar! No hay presupuesto, ni departamento creativo y mucho menos efectos especiales). El escritor de esta historia debería ser despedido, murmura ella mientras camina.

Sale del apartamento con una renovada resolución. No hay nadie en el pasillo. (Contrapicado). ¿Acaso no quedó en libertad el asesino de Ana Mendieta, la gran artista cubana? ¿O no hubo asesino? Ahora todo está en sus manos. Siempre es mejor cerciorarse. Sube las escaleras. El ruido de la calle llega hasta sus oídos con violencia. Está frente a la puerta y golpea. ¿Qué hará a continuación? No lo había pensado. Creyó que bastaría con encarar al hombre cuyo rostro ha estado repasando mentalmente. Siempre ha tenido buena memoria. Todos se lo decían en la universidad cuando estudiaba cine y también en los ensayos de teatro cuando memorizaba, mejor que todos los demás, los largos diálogos. La puerta se abre. Puede ver a tres policías en la sala, haciendo preguntas a un hombre joven, de unos veinticinco años, que sostiene una vieja cámara de mano. La mirada del otro policía, el que abrió la puerta, la atraviesa. Sin poder decir una sola palabra, da media vuelta y echa a correr. El policía grita algo y uno de sus compañeros corre de inmediato desde la sala para perseguir a la sospechosa. Cierra la puerta de su apartamento mientras camina en silencio y de espaldas. Respira agitadamente un aire amargo y frío que la madrugada y el cigarrillo, que hasta hace poco ardía en el cenicero, han preparado para ella. Noctinauta de un drama inadmisible, se estrella con la puerta transparente del balcón. ¿Cómo incriminarse estúpidamente a uno mismo?, debería ser el subtítulo de este malentendido, se dice. Los golpes en la puerta, seguidos de gritos y órdenes, como una amenaza inexorable, le recuerdan de repente el camino hacia las lágrimas. Los agentes del orden derriban la puerta. Se lanzan al interior. Como en cámara lenta, a ella le parece que recién lo ve. ¡Este es su gran papel!

Fotografía de Robert Wiles

Escrito por:paginasalmon

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