I
—No puedo jugar contigo— dijo el zorro—. No estoy domesticado.
—¡Ah! Perdón— dijo el principito.
Pero, después de pensarlo, añadió:
—¿Qué significa “domesticar”?
[…]
—Es algo demasiado olvidado. Significa “crear lazos…”
—¿Crear lazos?
—Claro— dijo el zorro —. Para mí, tú no eres todavía más que un niño parecido a cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. Para ti no soy más que un zorro parecido a cien mil zorros. Pero si me domesticas, nos necesitaremos el uno al otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo…
Las palabras anteriores proceden de la edición más vieja que tengo a mano de El Principito[1], que tiene la ventaja de ser bilingüe y crítica. En otro ejemplar, más reciente, la traducción apenas difiere (en vez de “crear lazos” dice “crear vínculos”[2], pero no es una digresión significativa).
Al leer este pasaje con cierto detenimiento, la palabra domesticar podría llegar a sentirse fuera de lugar. Para empezar, nadie la definiría como “crear vínculos”, aunque explicar un concepto de modo distinto a como lo hiciere un diccionario podría ser una forma de abordarlo desde ángulos inusuales, acción provocativa y legítimamente literaria. Pero lo verdaderamente desconcertante surge de las implicaciones de este concepto.
La manera más transparente de entender el verbo “domesticar” podría ser “volver doméstico algo que no lo es”. Su raíz latina es domus, “casa”: lo doméstico es lo casero. Así que, yéndonos por el lado etimológico, domesticar significa adaptar algo (volverlo apto) a la casa. Esto es, implica transformar la cualidad silvestre/salvaje de un ser, animal o vegetal, por la de doméstico. En ello, si se piensa bien, hay una relación de sometimiento: la idea evoca un acto unilateral, ya que el participante domesticado pasa necesariamente por un cambio esencial, mientras que la esencia del domesticador y el funcionamiento del entorno doméstico no requieren tales modificaciones.
Las acepciones ofrecidas por el diccionario de la RAE para domesticar son reveladoras:
1. tr. Reducir, acostumbrar a la vista y compañía del hombre al animal fiero y salvaje.
SIN.: amansar, desbravar, domar, amaestrar, someter, dominar, acondicionar.
2. tr. Hacer tratable a alguien que no lo es, moderar la aspereza de carácter. U. t. c. prnl.
SIN.: amansar, domar.
Estas definiciones ya apuntan definitivamente a una jerarquización: se habla incluso de dominio y sometimiento. El domesticador definitivamente se coloca en una posición de poder sobre el ser domesticado.
Ahora bien, cualquiera que haya leído El Principito sabe que eso no es lo que pasa entre los dos personajes que aquí intervienen. El zorro no se transforma en un animal doméstico; no es —ni pide ser— ni amansado o desbravado, ni domado o amaestrado, ni mucho menos sometido o dominado; tampoco hay necesidad de “suavizar su carácter”[3]. Lo que se nos describe en este capítulo de la novela, tan emblemático como conmovedor, es algo muy diferente: una especie de mutua apropiación emocional, perfectamente equilibrada. Los personajes, en efecto, “crean un vínculo”, pero además un vínculo recíproco y de iguales, donde cada uno se abre sin resistencias al otro y, finalmente, ambos continúan siendo lo que son. Sí tiene lugar una modificación, mas esta viene de que la amistad que construyen enriquece las existencias de ambos.
En otras palabras, “domesticación” no parece encajar muy bien aquí.
Acudiendo, para aclarar la situación, a la lectura del francés original, vemos que la palabra que usó Antoine de Saint-Exupéry no fue domestiquer, que existe en su lengua, sino apprivoiser. Huelga “espoilearlo” de una vez: este término no tiene equivalente en español, lo cual comienza a explicar que los traductores recurran a “domesticar”. Su raíz, transparentemente, está en el adjetivo privé, “privado”; en este sentido, una hispanización literal sería “aprivar”[4].
Ahora, en francés apprivoiser generalmente corresponde, en efecto, con un acto de lo que llamaríamos domesticación; la diferencia está en que domestiquer se utiliza con relación a las especies (“la domesticación del perro”, por ejemplo), mientras que apprivoiser se aplica más al proceso con individuos específicos (“domesticar una ardilla”).
Sin embargo, por todo lo expuesto hasta ahora, considero dudoso que apprivoiser pueda considerarse un sinónimo exacto de domestiquer, especialmente en el contexto de la novela. Mientras que, igual que en español, la palabra domestiquer carga, por sí misma y por la asociación con sus hermanas, con el referente a una cosa bastante concreta —la “casa”—, apprivoiser es mucho más ambigua y, por lo tanto, más flexible; su conexión con el concepto de la domesticación no es directo ni intrínseco, sino vago y distante. Me parece que esa vaguedad y esa distancia le dan a Saint-Exupéry la libertad para hablar de un “aprivamiento” que, al reflexionar sobre ello, no es en verdad una domesticación.
¿En qué sentido es un “aprivamiento” la amistad construida entre el principito y el zorro? Basándonos en el texto, consiste en volverse seres íntimamente especiales el uno para el otro. Aquí se debería, por tanto, entender lo “privado” como algo íntimo y lo propio.
En ocasiones, se piensa en “domesticar” al individuo de una especie silvestre (precisamente el contexto donde en francés se usa apprivoiser) para convertirlo en amigo[5]. El autor de El Principito, pienso yo, se vale de esta asociación, pero en el camino plantea un aprivamiento que difiere completamente de las implicaciones embebidas en la domesticación: cuando el zorro (re)define apprivoiser como “crear vínculos”, está estableciendo una nueva manera de entender la palabra.
Yo incluso me atrevería a sugerir que la “creación de vínculos” entre el principito y el zorro es lo opuesto a una domesticación como tal, precisamente porque se construye sin la mencionada unilateralidad —quizás demostrando, en el proceso, que ésta es innecesaria: acaso un aprivamiento sin domesticación, donde la amistad se forja sin modificar la esencia silvestre del animal, evidencie por contraste la falta de horizontalidad que hay en una domesticación en sentido estricto.
Así que El Principito propone el “aprivamiento”, como el proceso de convertir algo o a alguien en un sujeto íntimamente propio, de manera mutua y recíproca.
Una curiosidad: en el documental de Netflix Mi maestro el pulpo (My octopus teacher, 2020) se reproduce, con una correspondencia que raya en lo profético, el proceso descrito en la novela de Saint-Exupéry.
II
Por otro lado, yo opinaría que en El Principito también se aborda una domesticación de otro tipo, más metafórico pero, paradójicamente, también más cercano a su etimología. El narrador de la historia, recordemos, inicia su relato contando cómo en su niñez, maravillado por los animales de la selva, dibujó una boa digiriendo un elefante; a partir de ello se encontró con una clase adulta que, carente de imaginación, fue incapaz de captar la idea, se dejaba llevar por la apariencia y la cotidianidad (“es un sombrero”), y luego, al ser explicado el error, la desdeña como absurda e intenta incitar al niño a dedicarse a “cosas más serias” (por aplicar un concepto que aparece más tarde en la novela). Pero incluso antes de eso, en su dedicatoria a Léon Werth, Saint-Exupéry ya roza con asombrosa sencillez el quid de la cuestión: “Todas las personas grandes fueron niños al principio. (Pero pocas de ellas lo recuerdan)”. (Saint-Exupéry, s/a)
¿Cómo es que se pasa de una etapa donde podemos entender algo tan simple como una boa digiriendo un elefante a una donde solo somos capaces de ver un sombrero? ¿No será que, en el paso de la infancia a la adultez, se nos va despojando de una esencia natural para adecuarnos a la civilización construida por las generaciones anteriores? Una civilización, por cierto, donde al adulto se le exige preocuparse por las dichosas “cosas serias” que el principito, personaje y libro, cuestionan abiertamente. Quizás lo que ocurre es que la sociedad nos domestica.
Ante esta idea, seguramente habrá quien dirá que, en tal caso, no se trata de una domesticación arbitraria sino un camino necesario, lógico e inevitable; que es nuestro destino natural. Después de todo, se supone que adultez es lo mismo que madurez —¡Que LA madurez! Pero ¿Será cierto? ¿Hasta qué punto son “naturales” las características que nuestra civilización le ha atribuido a la adultez? ¿Hasta qué punto es realista, o siquiera sensata, la noción de las “cosas serias” que tanto se predica, y que el principito y su autor humillan? En el fondo: ¿aquello que la sociedad ha definido como adultez es una auténtica madurez? ¿O será tan solo uno de los muchos autoengaños por los que la persona vende su espíritu al pragmatismo, al pensamiento obtuso, a “la persistente ceguera del discurrir cotidiano”? (Bravo: 18)
La domesticación es finalmente un tipo de alienación, ejercida desde el domesticador hacia el domesticado. La crítica a la “seriedad” en la novela podría entonces leerse como una denuncia de la alienación de la persona adulta en la vida moderna, que finalmente no es otra cosa que una faceta de la alienación de la modernidad racionalista. ¿No será, entonces, que la dichosa seriedad no es sino otro nombre para ese racionalismo occidental moderno?
III
En un texto anterior me propuse, partiendo de La invención de América de Edmundo O’Gorman, rastrear una línea conectora entre el antropocentrismo y el proceso colonial. En general, sostengo que existe una conexión entre las dominaciones culturales que los humanos han ejercido unos contra otros a lo largo de la Historia y la que han ejercido contra el resto de la Naturaleza. Desde esta perspectiva, acaso podamos ser osados y calificar a la domesticación (no el “aprivamiento”) de los animales como un proceso colonial.
En otro clásico literario, Robinson Crusoe, leemos cómo el protagonista “adopta” a un indígena isleño, le enseña y lo adiestra en el modo de vida europeo, y eventualmente lo convierte en su mano derecha. Son bastante obvias las razones por las que el autor Daniel Defoe solo pudo idear esta parte de su trama desde el punto de vista colonial, al punto de que acaso sea una metáfora —más precisamente, una metonimia— de una de las dinámicas de conquista. La relación entre Robinson y Viernes, por más que pueda llamarse amistad, se establece de un modo unilateral que refleja el etnocentrismo del europeo colonizador: Viernes es un “salvaje”, víctima de su propia cultura “inferior”, a quien Crusoe, conquistador occidental además de accidental, proveniente de la cultura “superior” (¡En la que, por supuesto, no hay nada de victimaria!), rescata de su ambiente para atraerlo al modo de vida “civilizado”.
Si en la etimología de “doméstico” está el domus, la casa, en la de “civilización” encontramos la civitas, la ciudad. Si en el proceso colonial de desculturización y transculturización, intrínsecamente jerárquico, el supuesto salvaje atraviesa una transformación esencial para adaptarse a la dichosa civilización, civilizar al humano que se considera “salvaje” podría verse quizás como un equivalente de domesticar a un animal silvestre.
Ahora bien, en esta transformación tan elocuentemente ejemplificada por Defoe, se parte de la suposición de que el conquistador/colonizador tiene todo que enseñar y nada que aprender, mientras que al indígena se le hace un favor despojándolo de su esencia inferior y reemplazándola por la europea[6]. Se considera que ese occidental, proveniente de una civilización materialista, patriarcal, hiperracionalista, antropocéntrica, etcétera, no necesita emanciparse: a diferencia del salvaje semidesnudo e ignorante, él no es víctima de su propia cultura, pues todas sus costumbres, creencias, tradiciones y convenciones son perfectamente lógicas y legítimas.
Semejante asunción cae en pedazos en cuanto nos despojamos de la ilusión de objetividad que disfraza nuestro punto de vista y nos apercibimos de las formas de ignorancia, superstición y violencia normalizada de nuestra propia cultura. Al cuestionar la burbuja autocomplaciente de la superioridad occidental, relativizamos nuestra civilización y descubrimos que ésta también tiene mucho que aprender, y las otras, mucho que enseñar.
En contraste, una amistad construida sin ese principio de superioridad consiste en un proceso donde ninguno reemplaza su esencia ni impone la propia, sino que los participantes se aproximan con sus respectivas esencias abiertas al mutuo enriquecimiento.
Me tomo aquí un momento para disfrutar reflexionando sobre mis propias reflexiones: ¡Pensar que le estoy adjudicando mayor sabiduría a ese libro “infantil” y fantasioso, El Principito, que a la muy adulta, la muy seria novela Robinson Crusoe…!
IV
Se habla a menudo de la “domesticación del trigo”, punto clave a partir del cual la humanidad pasó de su etapa nómada a su etapa sedentaria. En rigor, quizás deberíamos hablar mejor de la “domesticación de los cereales”:
[…] Fernand Braudel decía, por ejemplo, que hay algo así como tres tipos básicos de seres humanos, los “hombres del maíz”, los “hombres del arroz” y los “hombres del trigo”. Decía que una cierta comunidad humana solo existe en la historia desde el momento en que los seres humanos inventan una “civilización material”, organizan el conjunto tanto de su vida práctica como de su vida discursiva, en torno a un hecho fundamental y muy característico, que es el de domesticar y desarrollar una determinada planta en calidad de proveedora del alimento principal. (Echeverría: 246)
Existe un cierto consenso respecto a que el primer paso en la fundación de las civilizaciones (que no son lo mismo que las culturas) fue el asentamiento debido al cultivo de los cereales: el maíz en el caso de América, el arroz en el caso de Asia, y el trigo en el caso de Afro-Asia-Europa.
En De animales a dioses, Yuval Noah Harari, con su característica tendencia a la provocación, califica este evento como “el mayor fraude de la Historia”. Para empezar, alega que en realidad fue el trigo el que domesticó al Homo Sapiens, puesto que el ser humano no tuvo necesidad de dejar el nomadismo hasta que desarrolló una dependencia hacia el cereal como nueva base de su alimentación. Fue ésta la que lo obligó a inventar, precisamente, el domus, una habitación fija:
Al trigo no le gustan las rocas y los guijarros, de manera que los sapiens se partían la espalda despejando los campos. Al trigo no le gusta compartir su espacio, agua y nutrientes con otras plantas, de modo que hombres y mujeres trabajaban durante largas jornadas para eliminar las malas hierbas bajo el sol abrasador. El trigo enfermaba, de manera que los sapiens tenían que estar atentos para eliminar gusanos y royas. El trigo se hallaba indefenso frente a otros organismos a los que les gustaba comérselo, desde conejos a enjambres de langostas, de modo que los agricultores tenían que vigilarlo y protegerlo. El trigo estaba sediento, así que los humanos aportaban agua de manantiales y ríos para regarlo. […] Además, las nuevas tareas agrícolas exigían tanto tiempo que las gentes se vieron obligadas a instalarse de forma permanente junto a sus campos de trigo. Esto cambió por completo su modo de vida. No domesticamos el trigo. El término “domesticar” procede del latín domus, que significa “casa”. ¿Quién vive en una casa? No es el trigo. Es el sapiens. (Harari: 98-99)
Entonces, el trigo obligó al humano a cambiar y adaptarse a sus necesidades, causó que pasáramos del nomadismo al sedentarismo: una auténtica transformación esencial.
Harari siempre es buen referente para abrir la discusión. Aquí cabe apuntar que, estrictamente hablando, los cereales no “obligaron” a los humanos a hacer nada: suena absurdo sostener que hubo un proceso de dominación y sometimiento ejercida activamente desde los vegetales hacia los homínidos. Más bien los humanos se sintieron obligados a modificarse a causa de su propio apetito por dicho cereal. Es decir, si el trigo hizo al ser humano inventar el domus, es porque el humano se convenció de que lo necesitaba.
Pero, por supuesto, Harari no se detiene allí: hace un recuento de cómo la dependencia hacia el trigo y la transformación a la agricultura sedentaria implicó vidas de trabajo más duro, una dieta menos saludable, precariedad en los recursos, enfrentamientos más violentos entre los distintos grupos, el inicio de la deforestación y destrucción de ecosistemas y, el germen de la desigualdad económica; a cambio de todo lo cual nuestra especie obtuvo la supuesta ganancia de una explosión demográfica y la ilusión de una vida más fácil, poder “mantener más gente viva en peores condiciones”. (Harari: 101) En síntesis, según este autor, la auto domesticación del sapiens está anclada a muchos de los errores de la civilización.
Una vez más, el Homo Sapiens fue la primer víctima de un proceso negativo que posteriormente replicó con, e impuso a, todo lo demás. Nuestra especie ideó este nuevo tipo de vida, supuestamente para su provecho, y desde entonces ha hecho todo por adaptar a él al resto de los elementos naturales, cuando es posible; cuando no, los ha sometido de otras maneras, o bien ha procedido al exterminio indiferente, exactamente igual a como ha ocurrido con los nativos no occidentales a manos de sus colonizadores.
Si existe aún la esperanza de modificar y transformar la civilización, de tal modo que no continuemos autodestruyéndonos, ello requiere abrir nuestra mentalidad para superar los presupuestos jerarquizadores que nos hicieron imponer la domesticación o el exterminio del resto de las formas de ser; aprender a relativizar nuestra cultura para aprehender la realidad desde otras perspectivas, más sanas, más sabias, más empáticas. Aquí es donde cobra sentido la lección del zorro: no se debería tratar de adaptar unilateralmente al otro al propio modo de ser, sino establecer un proceso donde ese otro se involucre en una vinculación mutua e igualitaria.
Dice el zorro: “Solo se conocen las cosas que se domestican” (Saint-Exupéry, 1999: 89); esto es, las que se aprivan. Esa declaración me recuerda a una frase que escuché hace algunos años en boca de un fotógrafo naturalista, en un spot televisivo de la BBC. No recuerdo el nombre del fotógrafo ni pude nunca confirmar la autoría original del aforismo, pero este se quedó grabado en mi memoria: “Cuidaremos solo lo que amemos; amaremos solo lo que comprendamos; y comprenderemos solo lo que nos sea enseñado”.
Solamente (re)creando lazos y vínculos con todas las otredades con las que se comparte el mundo se puede aspirar a recuperarlo.
Referencias
BRAVO, Víctor. (1996). Figuraciones del poder y la ironía. Monte Ávila Editores.
ECHEVERRÍA, Bolívar. (2011). Antología: Crítica de la Modernidad Capitalista. Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia.
HARARI, Yuval Noah. (2016). De animales a dioses. Debate.
O’GORMAN, Edmundo. (2006). La Invención de América. FCE. [Edición Kindle].
RUIZ SPITALIER, Rodrigo. (2022). “«La invención del Hombre»: Una glosa posthumanista a La invención de América”. Página Salmón. 24, sep-dic.
SAINT-EXUPÉRY, Antoine. (s/a). El Principito/Le Petit Prince. Enrique Sainz Editores.
——————————–. (1999). El Principito. J.C. SÁEZ / Océano.
[1] Antoine de Saint-Exupéry. El Principito/Le Petit Prince. Traducción, introducción y notas de Joëlle Eyhéramonno. Enrique Sainz Editores. (S/a). 92.
[2] Antoine de Saint-Exupéry. El Principito. Traducción de María Soledad Ottone. J.C. SÁEZ / Océano. 1999. 67.
[3] El único punto en común parece ser el de “habituarse a la presencia” del humano en cuestión, fase explícita del desarrollo de su amistad.
[4] Es obvio que “privatizar”, en francés privatiser, no corresponde ni remotamente aquí.
[5] Tratándose de las así llamadas mascotas o animales de compañía tradicionales, los humanos llegamos a construir amistades fuertes, algunas de las cuales quizás merezcan llamarse igualitarias; pero allí estamos hablando de especies completas que ya han sido domesticadas.
[6] Ello al grado de que la discusión que salvó a los indígenas americanos de la esclavitud, en última instancia, no fue sobre si su esencia era válida, sino sobre si se la podía reemplazar por la europea (Cfr. Edmundo O’Gorman. La Invención de América. FCE. 2006 [Edición Kindle] Parte 4, VI). Otro ejemplo lo encontramos en las Cruzadas, donde se propagó la idea fanática de que exterminando a los “infieles” musulmanes se estaba salvando sus almas; esto es, de que su esencia estaba tan errada que la única manera de corregirla (so pena de condenarse uno mismo por omisión y negligencia) era aniquilarla.
Imagen tomada de Library Of Congress Blogs
| Rodrigo Ruiz Spitalier (Ciudad de México, México, 1994). Escritor, articulista y corrector de estilo. Estudió la Licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y trabajó por cuatro años en el Programa Universitario de Bioética de la misma institución. Actualmente cursa una Maestría en Literatura y Escritura Creativa en la Universidad de Essex, Reino Unido. Sus intereses se centran en temas literarios, ecológicos, filosóficos e históricos. Entre otros espacios, ha escrito para la columna Una vida examinada: reflexiones bioéticas publicado en Animal Político. |
