En algún momento del siglo XVII, el hombre, la vida, el universo, fueron considerados mecanismos perfectos cuyo funcionamiento podía ser emulado a través del trabajo sobre la materia. El reloj como representación del devenir cósmico, el autómata, ente “semivivo” que no requeriría de la voluntad humana para existir, la mezcla de motivos naturales y vivientes dentro las kunstkammer, colecciones científicas y artísticas en las que todos los reinos de la vida y la técnica tenían cabida, diluían las fronteras entre ámbitos que podrían considerarse heterogéneos. Lo artificial es natural; lo natural, artificial. El binarismo, en realidad, desaparece. La máquina, análoga a la vida, se presenta como una segunda creación: el hombre reproduce la voluntad divina para comprenderla… y comprenderse. La “belleza” de uno de estos mecanismos, en este orden de ideas, se encuentra en su complejidad.

Y ahora: si hoy visitamos una galería o museo en donde hallamos obras cuya factura está inserta en la relación entre arte y tecnología, ¿qué es lo que se nos ocurre?, ¿qué vemos? ¿qué esperamos encontrar?, y ¿cómo es que interpretamos aquello a lo que nos enfrentamos? Las posibles respuestas quizá nos revelen qué tan lejos —o cerca— estamos del pensamiento mecanicista.

Tomemos un ejemplo: hace un par de años, Gilberto Esparza, artista mexicano, ganó un premio en uno de los más sobresalientes festivales internacionales de artes electrónicas. Plantas autofotosintéticas, la obra galardonada con el Golden Nica en Austria, es presentada como creación híbrida: máquina y vida en simbiosis. El sistema consiste, a muy grandes rasgos, en un hábitat autónomo para que la energía de organismos procedentes de aguas residuales sea utilizada para el tratamiento de las propias aguas dentro de una red equilibrada, cíclica, que funciona como ecosistema. Esta brevísima descripción nos encamina ya a imaginar el grado de complejidad que esta obra conlleva, desde su planeación, hasta su instalación y sus probables implicaciones.

Evidentemente, la obra problematiza nuestras formas de pensar los hábitats contemporáneos y la utilización descontrolada de los recursos naturales en contextos industriales e individuales. Es decir, funciona como sistema maquinal pero, al mismo tiempo, como dispositivo de pensamiento y reflexión ecológica, política. Y aunque esto es quizá una de las razones de más peso para que haya sido premiada, no es lo que quiero remarcar en este momento. Me interesa, en particular, su hibridez máquina-vida, ars-natura. El sistema, como conjunto, está vivo, es autónomo: la vida hace funcionar al mecanismo y el mecanismo a la vida; más aún: la máquina es organismo, organismo vivo. Si tuviéramos “la pieza” frente a nosotros, ¿podríamos decir en dónde termina la vida y en dónde comienza el “aparato”? ¿Sería suficiente pensar que la materia y su funcionamiento son “artificiales” y que funcionan sólo por la vida que procesan y de la que se sirven? La vida en él se reproduce y crea más vida precisamente porque está en él, porque forma parte indisoluble del sistema, de modo que la complejidad de estas preguntas también aumenta.

En fin, cabe asimismo preguntarse de paso qué hubieran pensado de una obra de este tipo los pensadores mecanicistas del siglo XVII, qué hubieran dicho Descartes o Bacon o Locke; y, sobre todo, qué pensamos nosotros, en pleno siglo XXI, cuando cada avance tecnológico es utilizado, entre tantas otras cosas, para crear dispositivos que formarán parte de una exposición museística o que adquirirán el estatuto de obra artística. Acaso valoricemos piezas como Plantas autofotosintéticas (u otras afines que invito a ver, como Semi-living Worry Dolls o Silent Barrage) por su complejidad, por sus implicaciones políticas, por la elaboración formal del sistema —que, nadie podría negarlo, “llena el ojo”—. Pero su interpretación nos abre más problemas: ¿acaso no reconocemos en el funcionamiento de una “máquina” un funcionamiento análogo al de nuestro propio organismo? ¿No relacionamos de inmediato su imagen con los modelos que nos explican a nosotros mismos: nuestras redes neuronales, nuestros sistemas corporales, los sistemas planetarios, la vida misma? Interpretamos la obra pero, a la vez, la obra nos interpreta. No somos máquinas, pero ¿funcionamos como estos sistemas? La expectación de la obra es ineludiblemente antropocentrista y, acaso desde siempre, humanista. Es quizá por este tipo de experiencia que muchos todavía dudan de la validez de “utilizar vida para hacer arte”, cuestionando sus posturas éticas y poniendo en juicio sus finalidades estéticas. Pero, ¿vale aquí hablar —¿en dónde sí?— de una finalidad estética en la creación de estos sistemas? El mecanicismo no lo creería y quizá estaríamos mezclando dos paradigmas distintos: un prejuicio de lo que es el arte y una particular manera de posicionarse frente al problema de objetos de dos ámbitos que pensamos como incompatibles.

Estas preguntas nos permiten reflexionar sobre la relación actual entre arte y tecnología, aquí particularmente biológica, y convertirla en uno de los caminos en que podemos pensar nuestro estatuto como espectadores, pero no sólo eso, sino el sentido que le proporcionamos a nuestra propia realidad, los modelos mediante los que nos la explicamos y comprendemos, y los límites de nuestros conceptos.

Imagen tomada de ArsElectronica

Escrito por:paginasalmon

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