A un día como el de hoy acostumbro llamar, en mi argot de poeta en vacaciones, día «incoincidente».
El cielo desde la mañana que se conserva azul con gradaciones crudas de cuadro malo; los árboles escurren verde y gorjeos de pájaros, las calles se desvanecen de la rapidez de las sombras. Una serenidad tibia ciñe todo este paisaje de buhardillas y de calzones secándose al sol en una sinfonía natural de colores, palomas, luz y árboles con flores azules en el Largo do Rato.
Pues fue precisamente hoy –día de sol, de golondrinas, de árboles azules, etc. – que los hombres decidieron no coincidir con la naturaleza. Fue precisamente hoy que todos vinieron a la calle con tempestades por dentro, en un estallar de tormenta interior arrasando las almas de un lado a otro, como relámpagos negros en los ojos zurumbáticos y truenos en el furor justo de aquella mujer, con giga en la cabeza, a los berridos de una señorita recargada en el parapeto de la ventana de su tercer piso con los brazos gordos de nada hacer.
–¡Si quiere, venga para acá abajo, golosa!
Apenas asomé la nariz fuera de la puerta, presentí el desconcierto del día, bien visible en esta no-coincidencia del azul del cielo con las caretas del palmo y medio de las personas que me empujaban en la calle.
«La mía también debe estar por dar miedo» –pensé. Y disimuladamente me miré en el espejo lateral de una vitrina.
Pero no llegué a cualquier conclusión. Me limité a revisar una vez más el asombro de traer por fuera un ser tan completamente diferente de mí, y me puse de nuevo en camino.
Ahora, sin embargo, ya no iba solo.
Pegada a mi silencio, dando saltitos de tonta, brincaba una vieja de greñas y chinelas rotas, con un niño de pecho envuelto en un chal con encajes de miseria.
No me conocía, pero me hablaba con esa desinhibición propia de los viejos que ya no pierden el tiempo haciendo ceremonias con la vida:
–Vea lo que mi hijita me dejó en los brazos, a esta edad… ¡Pobrecita! Está en el hospital toda podrida ¡hasta huele mal!… Todo por culpa de la partera que le cargó en la panza y…
¡Ah no! ¡Hoy no me conmueves vieja del diablo! Hoy hay sol, hay cielo azul, la alegría canta en las aguas de las mangueras de los aspersores de las calles, y no quiero pasar todo el día con el peso de tu niño de pecho dentro de mí. Tengo mucha pena, querida, lamento mucho tu pequeñísimo drama (para ti, tal vez, el desmorone de mil universos en un cuarto sin ventanas), pero basta.
No consiento que vengas, de puntillas, subrepticiamente a aplastarme el corazón con esa mano arrugada de pobre vieja que nunca tuvo cielo azul.
Y tú, socórreme también, Ángel de la Flema. ¡Sálvame! Píntame de frío, acentúa más los pliegues de esta bendita cara de palo que repele a los hombres, y tápame bien los oídos para no volver a escuchar más confidencias lastimosas ni lamentos de dramas con violín.
¡Pero cuál! El quejido me persigue como un rastro… Hasta en el tranvía. Y luego hoy, en que me apetecía apenas existir como cualquier cosa vegetando al sol, es que encontré al 26.
¿Quién es el 26? ¡Qué sé yo!
–Soy el 26 del 4to B del Liceo Camões… ¿No te acuerdas de mí, hombre?
No me acuerdo. Con un futuro tan cercano, no me faltaba nada salvo gastar cerebro acordándome del pasado. Pero él, en compensación, me conoce bien. Hasta sabe mi apodo de esos buenos tiempos de bañadores, de juego de la barra y de irritaciones en el Parque Eduardo VII.
–Eras el «Cabeza», hombre… Pues yo soy el 26 del 4to B. ¿No te acuerdas, hombre?
No me acuerdo, pero le digo que sí para no desilusionarlo. Y abro, con enorme esfuerzo, una sonrisa que mal encubre el frío de calavera. ¡Pero él no se da cuenta de la sonrisa! Lo que quiere es hablar, hablar, hablar… Desde que dejó el liceo, nada más importante (de aristocrático iba yo a escribir) le sucedió en la vida, para siempre atada a aquel pasado del 4to B. Además, ni llegó a terminar el curso. «Mi padre murió y… »
(Ahí viene una historia –pensé yo. ¡Ahí viene una historia!) Y vino. Una historia análoga a millones de historias banales, sufridas por millones de hombres también banales, que no tienen la culpa de que el Dolor en la vida no posea la fantasía hidalga de los poetas.
–Me quedé con toda la familia a las espaldas: madre y tres hermanos. ¡No tienes idea de lo que he pasado, hombre! Desgraciadamente me despidieron del empleo y…
¡Oh 26!, Todo eso es muy bonito pero hoy no quiero afligirme ¿comprendes? Te quejas conmigo de perder tu latín. Cuéntame las partidas del liceo si quieres, en aquella cerca del pasado tan llena de griterío, de sol, de rodillas heridas…
Pero lamentos no. No arruines el cielo azul de los otros, 26. ¡Oh 26, adiós! ¡Oh 26, tengo mucho que hacer! ¡Oh 26, disculpa!
Y salté del tranvía.
En vano, sin embargo. Hoy desperté con cara del muro de los lamentos y no conseguí burlar el destino.
Estaba escrito que, durante todo el día, amigos, enemigos e indiferentes me lloraran en el seno amores no correspondidos, intentos de suicidios, hijos con sarampión, enfermedades nerviosas, desgracias, penurias de la vida, sentimentalismos, «¿Vuestra Excelencia quiere tener la bondad de prestarme diez monedas para una sopa?», destrozos, cantaletas… Y principalmente, el Lamento, el lagrimear, el mal hado de la impotencia que parece haber sustituido esta vez la protesta viril, el puñetazo en la mesa, el silencio firme de la desesperación calcada en el corazón o las carcajadas heroicas de aquel amigo mío que cierto día me confió, regocijándose con ojos tristes:
–Estoy contentísimo. Imagina que me sucedió un drama a la Dostoievski… No tengo ni un centavo, perdí el empleo y hoy el arrendador me dio orden de desahucio.
En fin, el coro de los lloriqueos se volvió tan insistente, tan fuerte que –confieso– me contagió también. Poco a poco, sentí recorrerme el deseo chillón de desahogarme, con la primera persona que encontrara, la primera amargura amarilla que me viniera a la boca.
Pero resistí. Alargué aún más esta bendita cara de palo (¡no me abandones Ángel de la Flema!) y en mitad de la tarde, ya febril, decidí regresar a mis lares, lívido de angustias ajenas. Sin embargo, aún me faltaba pasar la prueba suprema.
Al doblar la esquina de cierta calle desierta, mientras seguía distraído el deslizar de mi sombra en el suelo, he ahí que frente a mí surgió de súbito una mujer alta, gorda, de piel grasosa y formas abundantes mal contenidas por un vestido negro luciendo seboso.
Me lanzó un rápido vistazo de análisis y, de improviso, con agilidad de acróbata, me agarró de las muñecas, me arrimó contra la pared, se me derramó toda encima del pecho hasta quitarme la respiración y llorosa, apuntándome con una pistola, me intimidó con voz implorante:
–¡Mi madrecita se está muriendo! Necesito absolutamente 20 escudos. ¡Démelos!
Aturdido, aplastado por aquella inundación de formas, sofocado por el hedor a sudor de la filibustera, no tuve fuerzas para resistirme y le entregué el estremecimiento de un billete de 20 escudos.
Contenta del éxito tan sencillo, la arpía, notando otros billetes en la cartera, decidió volver a la carga. Añadió algunos cartuchos de lágrimas más a la pistola, me hincó otra vez las manos en las muñecas, derramó de nuevo todas sus abundancias encima de mí y me intimidó con una voz sin tergiversaciones:
–Mi madrecita está moribunda. Necesito absolutamente de 42 escudos y 50 centavos para remedios. Deme 20 escudos más.
Pero esta vez no me doblegué. Lleno de una negra cólera de vergüenza que venía del frío de los huesos, la sacudí con rugidos: no, no, y ¡NO!
Y huí.
Huí vejado, pisoteado, irascible, condolido de mí mismo, y con ganas trémulas de comenzar también a lamentarme, en represiones de rabia y ceniza en los cabellos:
–¡Ay, qué desgraciado soy! ¡Ay, qué triste vida la mía!
Entonces me callé porque me sucedió una cosa extraordinaria…
(Lo que van a leer, a continuación, es mentira evidentemente; pero hagan de cuenta que me creen, para que este reportaje poético quede con un desenlace digno ¿sí?)
Cómo iba diciendo, me callé porque me sucedió una cosa extraordinaria.
De repente, mi sombra en el suelo se llevó un dedo a la boca y me impuso silencio:
–¡Chist! ¡Calladito! Si quieres lamentarte, vete a casa y enciérrate en un cuarto a oscuras para no cansar a los otros. Pero calladito, ¿escuchaste?
Y como aún le pareciera ver en mis ojos atónitos un relámpago de desobediencia, la Sombra no se anduvo con medias tintas: se irguió y me abofeteó.
Y después, tranquilamente, volvió a echarse al sol en el suelo, mirando para el cielo azul…
Imagen tomada de Traveler