El sexo y la pizza tienen una cosa en común: son buenos hasta cuando están fríos. Pero, ¿por qué conformarse con algo que siempre será bueno, como sea que llegue, cuando podemos hacerlo infinitas veces mejor? Es ése el propósito de la tecnología: satisfacer una necesidad de forma eficiente, y no es ninguna casualidad que tanto la pizza como el sexo sigan mejorando gracias a esto (y que nadie les diga que no son una necesidad).
Aunque a estas alturas, ¿será que la ciencia y tecnología también están facilitando que la gente critique con mayor fuerza las vidas sexuales ajenas, acusándolas con severidad de rayar en lo grotesco o lo reprobable? Parece ser que sí. Es evidente: hablar de cuáles son las formas en las que la tecnología ha permeado en nuestras vidas sexuales va mucho más allá de hablar acerca de métodos anticonceptivos, drogas para aumentar el placer o dildos capaces de realizar movimientos tremendamente exóticos. Ahora se puede reproducir la experiencia sexual casi en su totalidad a partir de robots que te permiten simular tanto el acto como todo lo que viene antes y después. De forma que, como era de esperarse, estos nuevos robots sexuales vinieron acompañados de un sin fin de gente con una gran diversidad de motivos para rechazarlos por completo.
La empresa RealDolls ha llevado el “Machine Learning” a un extremo en el que un muñeco sexual, que antes no pasaba de quedarse quieto mientras uno hacía lo que quisiera con él, puede programarse para tener mejores respuestas a ciertos estímulos, y aprender los gustos de su dueño fomentando que el acto tenga una dinámica bilateral: es un robot al que se le tienen que realizar estímulos en zonas adecuadas con un ritmo y una duración específica, con fin de que el robot alcance “orgasmos virtuales” y aprenda cómo reaccionar a los estímulos del usuario. Estos robots sexuales con inteligencia artificial están programados para ser tan realistas como sea posible, pueden estar personalizados en cuanto a expresiones faciales, aspecto en general y con facetas diversas. Son capaces de responder preguntas y tienen como propósito imitar la experiencia tanto sexual como emocional de las relaciones humanas. No es difícil ver por qué las personas con problemas para relacionarse con otras están considerándolos como una alternativa viable (en la medida que puedan pagar lo que cuestan) para experimentar relaciones. Aunque, de la misma manera, es igual de fácil ver por qué hay tanta gente que considera que ésta es una forma de hacerle la vida más fácil a todas esas personas que ven a otras como un objeto, y cuyo deseo más fundamental es ser dueño de ellas.
Este tema, ya sea por las implicaciones sociales o por el gigantesco logro en materia de tecnología que representan los robots sexuales con inteligencia artificial, es siempre tendencia. Es sorprendente que no causaran mayor alboroto cuando fueron anunciados, aunque, evidentemente, en las notas que circularon por redes sociales no tardaron en ser tachados como algo reprobable sin detenerse a apreciarlos desde varios puntos de vista. Es importante ver ambos lados de la moneda y, retomando la actitud disidente de la revista para este número, es aún más importante no apresurarse a rechazar ninguna idea, sin importar lo repudiable que aparente ser en un primer acercamiento; la tecnología siempre será tan buena o tan mala como la persona en manos de quien esté. Uno debería detenerse a pensar en las posibles aplicaciones de esta nueva tecnología, que van desde las que no podríamos considerar sin sentir repulsión, hasta las más inocentes y mejor intencionadas.
Hace no mucho tiempo se pensaba que los videojuegos violentos, los deportes de combate o la música agresiva volvían a la gente más violenta, posteriormente se hicieron estudios que no sólo refutaban esa proposición, sino que, por el contrario, mostraban cómo la gente agresiva que cuenta con alternativas para liberar su agresión, por lo regular se desenvolvía de forma menos violenta y se adaptaba mejor a la sociedad que quienes no contaban con estas opciones. ¿Sería muy descabellado pensar en un robot sexual “tamaño niño” con el que un abusador pueda liberar su tensión sexual en lugar de hacerlo con un niño de verdad?
Por sí misma esta pregunta bastaría para incomodar a mucha gente, y a ella se le pueden sumar muchas otras igual de controversiales.
- ¿Se podría programar el robot para simular dolor?
- ¿Qué tanto del placer que experimenta un violador está relacionado al aspecto violento y psicológico del acto, y no al placer físico que conlleva?
- ¿Qué tan amplia es la gama de fetiches o perversiones que esta tecnología podría satisfacer?
- ¿En qué magnitud se puede mejorar la vida de una persona violenta y de la gente que lo rodea, cuando se le provee con un medio en el cual desahogar su agresión?
Pero pensar en estas preguntas incómodas no debería hacernos dudar si valdría la pena seguir con este proyecto, a fin de cuentas, hasta ahora la discusión está en el contexto de una persona que podría representar un riesgo y a quien se provee con un objeto con el que pueda descargar sus impulsos, o en el de un individuo que sufre alguna patología psicológica que le impide convivir con más gente. No, la pregunta no es si deberíamos hacerlo, o si hacerlo está bien o mal, sino cuál sería la forma correcta de implementar esta tecnología en una sociedad donde se encuentra gente de todo tipo y con todo tipo de gustos.
Desde hace mucho tiempo los grupos de izquierda, y especialmente los grupos feministas, han estado en contra de cualquier tipo de relación interpersonal que ponga a la mujer en segundo plano del hombre, y los grupos de derecha han estado en contra del sexo en casi cualquiera de sus presentaciones que no sea, exclusivamente, “un hombre y una mujer unidos en matrimonio”. Resulta fácil entender por qué este tema es controversial para ambos extremos del espectro político/social. La controversia siempre acompaña las nuevas ideas, especialmente aquellas relacionadas al sexo: es normal que los grupos conservadores estén intentando acabar con este proyecto antes de que empiece. Pero este artículo no pretende ser una pedrada a viejos retrogradas o a quienes disfrutan de la corrección política (esa vendrá después), ya que hay que darles su lugar a ciertas preocupaciones muy legítimas que se tienen con respecto a esta tecnología y, en particular, a la siguiente idea: ser dueño de una persona. Estos robots no son personas, y estamos lejos de crear una inteligencia artificial a la cual podamos considerar como tal, pero ahora estamos en un punto donde podemos simularlo, de tal forma que alguien pueda usarla y sentir una satisfacción similar a la que tendría con alguien real.
Después de todo, es muy cierto que vivimos en una sociedad y una cultura donde hay un gran número de personas que verdaderamente quieren poseer a otra, y donde se acepta y fomenta que una mujer no sólo sea propiedad de un hombre, sino que lo aprecie y lo disfrute. Ahora que, por supuesto, los robots sexuales que se pueden adquirir en RealDoll no son sino máquinas, como diría Matt McMullen, fundador de la empresa: máquinas que uno puede poseer sin ocasionar el daño que podría causar si se le diera el mismo trato a una persona “de verdad”, es por eso que se abolió la esclavitud y por lo que consideramos que aquellas sociedades donde aún se acepta están menos desarrolladas en todo aspecto social o moral. Pero es la parte representativa la que en su momento puede resultar problemática, pues haciéndolo sin cuidado, es fácil ver cómo este gran éxito tecnológico podría seguir normalizando que la gente piense en sus parejas como su propiedad y como alguien que tiene la obligación de satisfacer cada uno de sus deseos.
No olvidemos que estos robots están a la disposición de quien pueda pagar los 10,000 dólares que cuestan. No están restringidos a gente que verdaderamente los ve como su última opción para experimentar las relaciones personales. Igualmente, hay que preguntarse, incluso arriesgándonos a aumentar el número de personas con una mentalidad nociva, si esto es verdaderamente dañino para la comunidad. Podríamos pensar que ésta es una buena alternativa para gente con fetiches que involucran niños, cadáveres, canibalismo, amputaciones, violaciones y demás perversiones, ya que un objeto como éste puede ser aquello en donde descarguen sus impulsos tóxicos. Después de todo, si uno puede sentirse cómodo pensando en relaciones humano-máquina como en la película Her (2013), ¿por qué no sentirse igual de cómodo pensando en ponerle cuerpo y rostro a la máquina? O pensar que, si existió una Samantha, ¿por qué no podría existir un Samuel que las mujeres también puedan adquirir y disfrutar?
Imagen tomada de TechSeen