¿Conoces a Maryana Sigüenza? ¿no? Era una actriz de la época dorada, del gran cine nacional a blanco y negro. Le decían la Morena de Plata. Fue pareja de Mauricio Platas, el intelectual de aquellas décadas, y fue él quien la botó. Mauricio decía que Maryana era una persona en exceso narcisista, pura vanidosa, incapaz de amar a otro ser humano que no fuera ella misma. Y era cierto. La Morena no aceptó ni por un momento que fuera Platas quien la abandonara y no al revés, pues se trataba de un escritor contra la diva del siglo, la belleza contra el cerebro. Lo más doloroso fue que Mauricio sí aprendió a quererla tal y como era, pero ella nomás no intentó amarlo ni tantito. Quién sabe por qué se juntaron en un principio. En fin, resulta que un día, años después de ese rompimiento, invitaron a Maryana a un cabaret donde se montaba un show parodia de una de sus tantas películas, La otra gardenia. Allí aparecía un hombre que la imitaba. El travesti era igualito a ella: los labios pintados en un salvaje carmesí, sombras violetas en los ojos, la cejilla negra bien delineada; los mismos meneos de cadera, el mismo estilo al caminar en taconazos; incluso, la voz era casi idéntica, pero con matices de macho calado, por supuesto.
Causalmente aquella noche los dos usaban el mismo vestido, digo casual porque Maryana estaba enamorada de los diseños de Bertín y era obvio lo que se pondría, y el joto estaba tan obsesionado con toda la composición de Maryana la selecta, que por suerte, si a eso puede llamársele “suerte”, cuando el actor se estudia la vida entera y hasta la psique de su divina estrella para así repensar igual que ella, nunca fallaba en sus gustos. Su fabulosidad era predecible.
El doble se llamaba Marco Iglesias y la imitaba a la perfección. Tenían la misma cabellera caoba ondulada, adornada con un enrome tulipán rojo. Al terminar el espectáculo, Marco invitó a la actriz al camerino. Le mandó a pedir una copa de tequila, así como lo oyes, tequila en una copa de champaña con una rebanada de naranja que era como a ella le gustaba beber, clásico. El maricón estaba fascinado. Era como verse en un espejo que imitaba con propia autonomía tus gestos por inercia. Mientras el travesti se deshacía en halagos, por la mente de la diva sólo circulaban las ideas de siempre: “qué chingona me veo”, “soy un ídolo para cualquiera”, “la duquesa de México”. Y por supuesto que lo era, es imposible comparar a un mortal aficionado con una diosa que baila y canta dentro de una pantalla de seis metros. La gente hasta se persignaba cada vez que entraba a verla al cine.
Los dos Maryana terminaron borrachos esa noche y la muy cabrona de la diva le robó un beso al Marco. Maryana Sigüenza y la réplica de Maryana Sigüenza se besaron. Se besaron embarrándose los dientes con el mismo labial que usaba el otro. Acabaron fornicando frente al tocador, tirando polvos, coloretes, lociones y los ramilletes de flores que la copia de Maryana recibía. ¡Imagínate ver a esas dos gemelas haciéndolo, muy salvajes ellas! Un espectáculo perturbador, ya que Maryana le pidió a su melliza que no se despojara más que del vestido y conservara todo lo demás: maquillaje, tacones, la peluca. Todos sus gemidos mezclados, un montón de jadeos hermafroditas que ni se podía saber quién se cogía a quién. Orgasmos tuyos en bocas del otro. Cuando al fin terminaron de coger se quedaron sentados en el suelo, fumando cigarrillos franceses, soplando anillos. Maryana se chupaba los dedos cubiertos de chocolates envinados que le habían regalado a su clon. En ese momento de postvanidad, el director de escena entró al camerino para anunciarles que la estrella tenía cinco minutos para el número de cierre. Se sorprendió al ver todo el espacio desarreglado y a los incestuosos amantes recargados en la pared. Maryana mostraba sus senos voluptuosos igual a pequeños melones, y Marco, de pecho plano, exhibía un tatuaje de ancla impregnando encima del corazón. Poseían la misma cara, el mismo pelo alborotado y los sudores del cuello. Marco se levantó, se quitó la peluca y empezó a peinarla con la devoción de un cura por su sotana. El hombre tras el disfraz estaba erguido, desnudo, la pelvis velluda descubierta, acalorado. Dejó el cigarro en el cenicero y le sonrió al espejo.
Qué bonita sonrisa tienes —dijo Maryana.
Gracias. Es la tuya —le contestó Marco, seductor. La diva se puso de pie, se enderezó imponiendo su torso desnudo y su pesada mirada de un iris café muy penetrante.
No, maricón —dijo— mi sonrisa es ésta, y la tuya es ésa que tienes y que con mucho esfuerzo tratas de copiar, pero no eres yo, métete esa idea por donde más la entiendas. Nunca serás yo. Maryana Sigüenza soy yo, la real, y tú nomás eres una réplica cargada de trucos.
Marco se quedó atónito, dolido, vio el destello de sus lágrimas por un momento reflejadas en el amplio espejo donde se miraban los gemelos amantes. Se encaró a la diva, el sexo de ambos comenzó a darse roces, las respiraciones pausaban la tensión. Y él dijo: entonces dígame, por qué todos los aplausos eran para el escenario donde estaba yo y ninguno para las mesas donde estabas tú. A lo mejor tú serás la original, pero a nadie le importa. Yo ya te superé, mi reina, ubícate —y le aventó un beso tronado. Maryana Sigüenza encabronada pidió clausurar el cabaret días después.
Y así fue, pero su carrera se vino abajo tras el éxito de Marco Iglesias, el actor más flexible y carismático de la nueva década. Aquel hombre se hizo de un nombre a lo largo y ancho del hemisferio, desflorando admiración.
Un par de años más tarde, con la muerte de su vida artística, la diva decidió anunciar su retiro oficial del mundo de la farándula. Pensaba que eso, junto con algunas entrevistas, últimas producciones en cine y televisión volverían a levantarla sobre el firmamento nacional. Cosa que jamás ocurrió. Desafortunadamente, parecía que la esencia que hacía de Maryana Sigüenza un icono había desaparecido, se había esfumado desde esa noche luego de intercambiar fluidos con su copia travestida. Lo poco que consiguió en su fallido intento de volver a hacer fortuna en egolatría fueron pobres entrevistas con publicaciones de bajo calibre y un homenaje con la trasmisión interrumpida por la final de un partido de futbol.
Opacada por un grupo de maricones ignorantes que en lugar de pelearse uno a uno así como hombres, son doce pendejos corriendo tras un balón que representa la gran droga de nuestra ciudadanía, hazme el favor —esto se lo contaba a un novel escritor llamado Enrique de la Zerna, quien utilizaba las anécdotas de su labor periodística para sacar provecho en su proyecto editorial, un compendio florido de cuentos.
Quizá ya no esté en las portadas de revista, pero sigo viva en la memoria de todos mis admiradores mexicanos. Mañana mismo Enrique me pinta el pelo, ¿ves mis pestañas? No combinan con las canas, la opulencia que caracterizó mi vida sigue presente, eso que nadie lo dude. Soy eterna. Y fíjate Kike que si no fuera porque eres maricón, te aseguro que ya te me hubieras ido encima.
¿Ah mire, por qué cree que soy homosexual? —inquirió el reportero.
¿Apoco no lo eres? Pues yo supuse. Me fijé en cómo te sentaste, cómo escribes, cómo te ríes, soy muy observadora, y mira que no tengo nada en contra del amor gay eh, lo que haga la gente de la cintura a sus pies son sus historias, no las mías. Yo, literalmente, me tiré a mí misma, en vestida lesbiana, que vergüenza debo sentir, imagínate —decía la diva entre risas, mientras el humo de su cigarro de clavo invadía de negro la estancia del restaurante. El joven escritor no prestó tanta importancia al comentario imprudente de doña Maryana, al contrario, lo tomó por su lado y sacó ventaja. Volvió a cruzarse de piernas y apretó los muslos para resaltar aún más el bulto de su pantalón que llevaba rato observado por la ya olvidada superestrella.
Mire nada más quién nos honra con su presencia —advirtió el escritor. Maryana le siguió la mirada y visualizó a Marco Iglesias entrar al establecimiento acompañado de un atractivo sujeto.
Vámonos, vámonos, no quiero que me vea.
Pero si luce despampanante señora.
¡Doña Maryana, un gustazo verla —saludó Marco, radiante, con más años— ¿cómo ha estado? Tiempo sin saber de usted.
Ando vivita y culeando, Marquito. ¿No me presentas a tu amigo?
Claro que sí señora, él es Luis Gerardo Prada, de la Vogue México, me va entrevistar.
Mucho gusto señora.
Un placer casi anal, Luisito.
Siempre con su buen humor ¿Y su acompañante galán no lo presenta?
No creo. Mira, él es Enrique de la Zerna, periodista del Universal. Pero ya íbamos de salida.
Le invito una copa si se aguanta un rato.
No, Mark, ya para la otra, traemos una prisa, vamos a una sesión de fotos y a la glorieta de Insurgentes a grabar un videíto, andamos bien apurados. Pasamos a comer y ya. Cuídense señores. Un gusto.
Marco y Luis Prada se alejaron sonrientes, fueron a sentarse a una zona exclusiva en la terraza. La Maryana original vio al resto de los comensales del Bugambilia seguir con la mirada al par de cabrones trajeados de Versace.
De seguro a éste también se la anda mamando.
La doña apagó su cigarro para salir casi corriendo del restaurante.
¿Por qué sigue enojada con él? —preguntó Enrique.
No estoy enojada con el pinche Marco-Maricón, estoy emputada con el mundo, ¿cuándo el amor de una, el amor propio, se volvió sinónimo de mala suerte, en qué momento todo lo malo cayó sobre mí?
Usted ya es una leyenda señora, siempre será legendaria.
Eso depende de ti. Ponme como la heroína, Enrique, haz eso por mí. Mi vida dará triunfo a tu nulo trabajo como escritor o lo que seas. Si Mauricio Platas tuvo éxito con su poemario dedicado a la gran diva de México, un libro tuyo, completamente mío, me hará resurgir en aquello que una vez fui, la Venus Mesoamericana. A ti te hará de un nombre reconocido, aclamado. Ser hombre de letras en este país no es nada fácil. Si me dejas ser tu hada madrina te prometo que la Cenicienta no tendrá que despedirse a las doce.
Qué poeta salió usted. Mire Maryana, si hago eso que pide, mi trabajo va a ser otra copia chafa del libro de su ex Mauricio.
A ese cabrón ya no lo menciones.
Lo va a escuchar mucho últimamente, es el hombre del momento. La Academia Sueca acaba de premiarlo.
¡¿Qué?! ¿cómo? ¿Lo dices en serio, niño?
No es posible que no se haya enterado.
¡Si los medios de comunicación se olvidan de mí yo me olvido de los medios de comunicación!
Ya, ya, tranquila, respire. La llevo a su casa, ande. Vámonos al coche.
Se internaron al estacionamiento subterráneo. La diva original escurrió lágrimas de ira, sudaba rabia. Arrancaron para deambular en una calle llena de personas donde ninguna la reconocía. Maryana iba sentada en el copiloto del automóvil, se limpió los ojos y tomó un ejemplar de El laberinto de gardenias de Mauricio Platas que estaba en el suelo. Gritó:
¿Por qué tienes esta chingadera aquí?
Déjelo. Ya es un libro básico para todos los mexicanos.
¡Mamadas! Es pura basura. Mauricio sólo escribe pendejadas que se saca del culo.
Por favor no abra el libro.
¿Por qué? —la diva arrancó la portada, pasó una página y leyó la dedicatoria: “Para mi buen amigo Marco Iglesias, el morenazo de acero”.
¡Pinches putos hombres!
Toda la amargura, celo y rabia estalló en ella, en un escupitajo que manchó las letras de Mauricio. Maryana arrojó el libro por la ventana. Era lo último que le faltaba a su sabrosa desgracia: que un hombre se enamorara de otro sólo para joder más a una mujer, a ella, a la auténtica y consagrada Maryana Sigüenza.
Cuando llegaron a su añeja mansión en las zonas más finas de la ciudad la diva comenzó a llorar. Atravesó la puerta junto con Enrique y pidió a la sirvienta que se fuera. Se sentía toda humillada, mangoneada y ultrajada por la pluma de los intelectuales machines. Sacó una botella de tequila y succionó el agave de un sorbo. Ya no podía perder nada. Era como si todos los hombres que se acostaban con ella recibían la bendición del éxito rotundo mientras Maryana se secaba en el olvido: Mauricio, Marco, todos le arrancaban la suerte a través del orgasmo y el maldito deseo. Ahora ella era el alma mater de una piratería que se vendía cara y con bastante prestigio. Juró no volver a apoyar a nadie y pudrirse sola con la poca dignidad artística que todavía conservaba como veterana de la farándula y primera esposa del Premio Nobel Mauricio Platas. ¡Pinches escritores culeros! De algo les serviré, pensó, esa bola de arribistas y trepadores culturales se van acordar de la teta que les dio de mamar, de la oreja que los escuchó jadear y convulsionarse de un frenético placer. Y si la cosa empeora (¿más? no creo, sería el colmo) yo misma escribiré y contaré mis putas historias.
Maryana no supo si el joven que iba a redactarle la vida seguía con ella, había vaciado la botella entera y todo parecía difuminarse, borrarse por el paño delirante de sus ojos. Estaba borracha, olvidada, recluida en su propia casa, desgastada, pero fiel a su nuevo juramento de abstinencia artística y cárcel sexual. Nunca más.
Sintió un cuerpo bailar a sus espaldas, el licor le hacía ver una lluvia de gardenias sobre ella, unas manos gruesas apretarla y nomas le bastó un arrimón de Enrique de la Zerna para olvidarse de todo.
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