El día que Misael le habló de la necesidad de pasar por la zapatería de su hermano Joaquín, Marina se dio a la tarea de terminar de tejer el pañolón que hace algunas semanas, a treguas y esfuerzos, se había comprometido a entregar a la comadre Dora, la esposa del alcalde. Nada parecía justificar más las energías de tal empresa que ver los ojos alegres de Misael, que salía de la casa con un trozo de pan en la mano, rogando porque le deseara suerte y que el señor Dios tuviese a bien mirarlo.

Eran poco más de cuarenta años de esa convivencia hecha de silencios, de palabras simples, de confianzas mutuas. Misael, que en su juventud había sido buen mozo, labriego incansable y virtuoso intérprete del requinto, ahora viejo, sólo sabía salir a caminar buscando a quién alegrar sus mañanas al compás de un bambuco añejo. Mientras tejía el pañolón, Marina pensaba en los momentos más festivos al lado de Misael, como el día en que éste volvió del pueblo anunciándole el consentimiento del párroco para llevar a cabo su casamiento. Llegó, con un tufo de anís que Marina conocía bien, lanzando coplas al aire, abrazado de Juan Romero, el incansable amigo suyo y de su hermano Joaquín. Nos casamos el próximo domingo, mija, le decía alegre Misael, mientras buscaba su requinto e instaba a Juan a servir el próximo trago. Fue, probablemente, el día más entrañable de su vida, pues nunca tuvo ojos suficientes para mirar más allá de los de él.

Pero ahora Misael anunció la necesidad de zapatos y esa comedida solicitud –tan sospechada las últimas noches en que lo encontraba inquieto y lo escuchaba musitar las remotas sonatinas que cantara su abuelo, más encendidas que el murmullo incesante de los grillos– le hacía reflexionar acerca de la inminente soledad que ya se percibía cercana, monte abajo, mugiendo junto a las vacas. Hizo a un lado el tejido y secó dos pequeñas lágrimas que, como por azar, descubría rodando por sus mejillas, pues no quería arruinar de ninguna manera el pañolón de la comadre Dora, no fuera que Misael no pudiese ir a la zapatería de su hermano antes del día señalado.

***

La costumbre es esa y todas las personas de San Ignacio la han asumido con naturalidad, casi como un destino insoslayable que, al fin y al cabo, termina siendo grato. Cualquier mañana alguien ve arribar a la zapatería de Joaquín a la hija de don Antonio, o a la mamá de Pedro, o a la vieja Cristina y entonces el pueblo entero se prepara para los días del silencio, que suelen terminar en altivas celebraciones y cantatas de todo tipo.

Así ha sido siempre, se dice Joaquín, quien termina de dar la horma a los zapatos que su hermano Misael le ha pedido en la mañana, seguro de que esta vez, al menos para él, no será igual que en otras ocasiones, pues no será alguien ajeno el que los va a calzar, el que los va a lucir los próximos días. Mientras ajusta suelas y tacones, recuerda los años de infancia junto a Misael, robando moras de los árboles vecinos y huyendo rumbo al río, en donde se sentaban a tomar el sol y a comer hasta el hastío. Jugaban al balón y a escalar, en el menor tiempo posible, algunas colinas semiderruidas que bordeaban los caminos empolvados de San Ignacio.

Cuando acabó de dar forma al par de zapatos, Joaquín miró hacía el horizonte y sintió que un temor se le instalaba en el pecho, acompasado con su respiración, pronto para dolerle en la certeza de lo que estaba por venir de manera inevitable.

***

El día que me entierren, mis zapatos tienen que brillar más que los de don Antonio, vociferaba Misael en otros días, ebrio de aguardiente, a los demás hombres que ayudaron a cavar la tumba de Antonio Obregón, boticario de San Ignacio. Únicamente los habitantes de aquel poblado podían asumir aquella costumbre de enterrar a los muertos de pie y con zapatos nuevos como algo natural. Algunos forasteros, acosados de espanto, decidieron rehuir todo contacto con el cementerio del pueblo. Misael, ahora con sus zapatos nuevos en el armario, pensaba que la muerte en las ciudades –hostigada por la calamidad y la imprevisión– perdía todo carácter ritual y festivo, lo que la hacía un hecho cotidiano más, como tomar café en las mañanas o apagar la luz antes de dormir. En San Ignacio, por el contrario, contaban con la fortuna de conocer cuál sería el tiempo de morir y, de tal manera, poder hacer todos los preparativos, incluyendo la compra de los zapatos, para que fuese el mejor día posible.

En esto pensaba Misael mientras veía la sonrisa modesta de Marina, cuyos anteojos caídos frente al tejido le daban un aspecto grave y solemne. Ella, por su parte, preocupada por terminar el pañolón de su comadre, se perdía en las cavilaciones que la llevaban ora al pasado feliz vivido junto a Misael, ora a la incertidumbre de saber qué sucedería con él luego de muerto, pues seguramente tendría que caminar demasiado para llegar a ese lugar en donde se reencuentran los viejos amigos, para canturrear de nuevo las coplas que parecen morir con ellos. Tal es la tradición: quien muere debe ser enterrado con zapatos nuevos y de pie, para que así pueda emprender el viaje en busca del lugar que aloja a todos los muertos de San Ignacio. De repente, distraída de su ensimismamiento, la vieja siente que las manos, lejanas de su voluntad, dejan caer el tejido y se abren hacia su cara, ingenuas a detener un llanto incontenible, urgidas de contener el terror que produce el silencio de Misael, quien ha dejado de murmurar el viejo bambuco de siempre y se ha quedado tieso, quizá feliz de morir viendo la sonrisa de Marina y sabiendo que los escarpines de charol esperaban por sus pies.

***

La procesión fue corta y aciaga. Los habitantes de San Ignacio, a pesar de que toda muerte suscitaba la festividad luego de unos días, caminaban junto al ataúd llenos de nostalgia. Después de todo, decía Juan Romero, perder a un amigo es como quedarse ciego de uno mismo. Misael, orgulloso después muerto –esa frente blanca y alta expresaba toda dignidad posible– lucía sus mocasines soberbio y satisfecho, camino a ser enterrado de pie, es decir, a ser dejado en el lugar del cual podría emprender la búsqueda de las gentes de su pasado más remoto. Joaquín y Marina avanzaban dispuestos a enfrentar sus respectivas pérdidas, sus particulares soledades. Al llegar, Juan Romero, quien se encargara de poner junto al muerto su viejo requinto, inició el llanto, un lloro desesperado y vacilante que empezaba a encontrar ecos en los asistentes al entierro de Misael Pachón. Bajo tierra, el hombre empezaría a elaborar el camino, dispuesto de valor y de zapatos nuevos, hacía una nueva jornada de canciones y parrandas. Sobre ella, al compás de “Yo también tuve veinte años”, mujeres y hombres tendrían que esperar por esa redención masiva, por esa reinvención de San Ignacio.

Hay quienes acompañaron a Marina toda la noche, pues sus nervios no le permitieron estar en pie y tuvo que remitirse a llorar su angustia en la casa de Dora, quien lucía el pañolón negro con bordes grises que había tejido su comadre. Mientras tanto, Joaquín, ebrio como hace años no lo estaba, caminaba rumbo a la zapatería, encorvado, pensando en que ya era hora de empezar a fabricarse unos zapatos para sí mismo, pues esos ya estaban bastante rotos y Misael estaría esperando –distraído en algún accidente del camino– verlo venir junto a su guitarra.

Septiembre de 2016

Imagen tomada de blocdejavier

Escrito por:paginasalmon

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