A pesar de que Conan Doyle lo describe como ‘excessivelly lean’, de niño creía que Sherlock Holmes era un hombre gordo. No sé si atribuirle la confusión al déficit de atención o a que en mi primera lectura de A Study in Scarlet advertí que se la pasaba casi todo el tiempo tirado en el sofá. Entonces la Secretaría de Salud todavía no nos regalaba la joya del “chécate, mídete, muévete”, pero yo ya sospechaba un vínculo entre la corpulencia y la inactividad. Sólo hasta que, algunos años después, empezaron a salir las películas protagonizadas por Robert Downey Jr. sospeché la equivocación en que había caído y decidí releer el librito para rectificar mis primeras impresiones. Aunque lo terminé con una imagen corporal diferente del protagonista, se mantuvo la sensación de que en la novela casi todo se inclinaba hacia la quietud, no sólo el detective.
En sólo dos escenas de A Study in Scarlet, por ejemplo, Sherlock está fuera de su piso en la calle Baker: cuando Watson lo conoce, en el laboratorio, y cuando visitan la escena del crimen que motiva la novela; lo demás es intramuros, hasta la captura del criminal. También en varios cuentos, como “The Yellow Face”, sólo sale una vez y casi a rastras ‒“he looked upon aimless bodily exertion as a waste of energy, and he seldom bestirred himself save when there was some professional object to be served”, escribe el narrador en ese mismo relato‒ para señalar al culpable. Toda la actividad intelectual, toda la acción verdadera ocurre estatuariamente. Al principio me parecía una ridiculez o una falla de composición, pero con el tiempo me he ido convenciendo de otra posibilidad: la inmovilidad como valor fundamental de Sherlock Holmes. Me explico.
El nacimiento del género policíaco puede entenderse como el resultado de la confrontación del exotismo con la racionalidad. Exótico, en el sentido estricto del término, se refiere a aquello que proviene del exterior, que desafía el orden de las cosas según nuestros parámetros; racional es, al contrario, aquello que encuentra un lugar apropiado en las categorías con las que hemos modelado el mundo, aquello que constituye nuestro territorio. Estos dos extremos, que han sido enunciados de muchas maneras –lo dionisíaco y lo apolíneo son sólo la más célebre‒, explican en alguna medida la preferencia del siglo XIX por las ficciones de viajeros, las de terror y las que encierran un enigma: son todas ellas el producto de una consciencia que ha heredado de la Ilustración un racionalismo a ultranza que ya no es suficiente para abarcar el mundo, pero no cesa de intentarlo. Los libros de aventuras son la escenificación de una pugna entre la inteligencia y un mundo físicamente ajeno; los de terror, un mundo en el que nuestras categorías morales no son suficientes y sólo percibimos que algo se acerca, amenazante y maligno, a destruirnos; los policiacos, un mundo en el que ha sido vulnerada la Justicia y con ella el orden que permite a la sociedad seguir progresando. Son los tres el fruto de un mismo árbol: no nos sorprenda que Edgar Allan Poe, quien descubrió para la lengua inglesa el policial, haya sido también cultivador de los otros dos géneros.
El estatismo de los libros de Sherlock Holmes es producto de la resolución que Conan Doyle da a este dilema: el triunfo de la razón sobre la crisis de ese mundo, ordenado según criterios burgueses. La inactividad física de Sherlock es, más que una mera cualidad del personaje, un refuerzo de la concepción profunda del mundo como un monolito que debe regresar a su perfección inicial si ha sufrido un desvío. Sherlock es, pues, según nos lo pinta Conan Doyle, una herramienta para el mantenimiento de ese sistema, es un alineado. Pero Sherlock no se conforma con eso. Otra de las características más discutidas del detective es su afición por algunas drogas estimulantes: la cocaína en solución del 7% es la más conocida. El Dr. Watson, oficial retirado del ejército de la reina (¿se puede ser más conservador?) y célebremente cojo de una pierna (¿se puede estar más incapacitado para la acción física?), una suerte de alter ego del también médico Conan Doyle, se pelea constantemente contra esta dependencia narcótica.
No porque la crea dañina para el cuerpo –entonces los opiáceos se veían con más benevolencia que ahora: Freud los recomendaba, por ejemplo, para tratar anemia, asma y sífilis‒, sino porque el hábito a la sustancia involucra un “increased tissue-change”. El Dr. Watson está en contra de la cocaína porque concibe el cuerpo como el modelo más acabado de perfección: su funcionamiento depende del mantenimiento de un equilibrio del que él es guardián (el médico es, así nos lo deja ver, el detective anatómico; el detective, el médico social); la cocaína es un factor externo, una sustancia exótica que cambia los tejidos y, como no se puede cambiar sin pervertir, vulnera el orden de ese aparato insuperablemente funcional. Watson rechaza la cocaína porque en ella ve amenazada la idea que le da sentido: la razón, dadora de estabilidad. No es secreta la cercanía de Conan Doyle con la masonería: de esta doctrina, tataranieta del platonismo, creo que él y Watson heredan esta repulsión por la movilidad, esta afinidad por el permanente Mundo de las Ideas.
Pero repito, Sherlock no se conforma con los valores burgueses de su colaborador y de su autor. A pesar de las condenas, continúa consumiendo en un acto de rebelión metafísica (su física, claro está, es la física de la ficción). Este gesto me hace recordar la anécdota que cuenta Dostoievski sobre la composición de una escena de Los hermanos Karamazov: según dice, en una carta a un amigo, Iván Karamazov, su propio personaje, le iba ganando una discusión sobre Dios y ya no sabía cómo rebatir su último argumento. Del mismo modo, Sherlock responde con la cocaína al estatismo que le impone Conan Doyle, que le impone Watson, que le impone Inglaterra, con su Dios y su reina. El hombre más racional que existe llega al punto en el que los extremos se tocan y conoce, en su afán de mantener quieto al mundo, la hiperactividad mental: ahí, donde nada se mantiene uniforme, entiende que es una herramienta y acaso se niega a continuar. La forma de rebelarse, sin embargo, es destruir el único sistema en que sus capacidades tienen sentido; entra, pues, en el conflicto central de conservarse en la quietud o perecer en la rebelión. Sherlock, el non plus ultra del hombre fríamente racional, no está menos confundido, menos dividido que nosotros.
En la más reciente adaptación, la de la BBC, los guionistas entendieron este conflicto como nadie antes. Si Sherlock se ocupa hoy de resolver los crímenes ‒sugieren en varios momentos de las dos primeras temporadas‒ es porque a través de ellos satisface una necesidad egoísta de afirmarse en la paradoja de ser una inteligencia sumergida, y a gusto, en el exotismo moral. Así, Sherlock no es más una herramienta del sistema ‒por eso a los casos los llama “juegos” ‒; es un agente libre que trabaja del lado de los “buenos” sólo porque le ofrecen salida a una pulsión instintiva, casi biológica. ¿Qué ocurrirá cuando no encuentre distracciones suficientes para su cabeza? Las va a fabricar él mismo, responden. La comprensión de este punto hace de las dos primeras temporadas del Sherlock de la BBC (después tendré tiempo de hablar de las siguientes dos, lamentables en comparación), una de las mejores, si no la mejor, adaptación del detective. Sherlock es el arma más fuerte del imperio de la quietud, es la bomba que puede derrotar cualquier amenaza enemiga, pero a riesgo de explotarles, a ellos mismos, en la cara.
Sherlock es el emisario del orden imperial británico. Recordemos que las circunstancias de escritura de la obra son las décadas de mayor expansión colonialista de la Gran Bretaña, sobre todo por la superficie de Asia. En un episodio como la Guerra del Opio, encuentro una síntesis de estas ideas: Inglaterra se impone sobre el pueblo de China para obligarlos a recibir el comercio del estupefaciente. La desestabilización, metafórica pero también real, de un pueblo para la consolidación del propio. En este contexto se forma y vive Conan Doyle; Sherlock Holmes es el producto de una revisión histórica, de la autocrítica del médico británico. Es la asunción del discurso colonial y la demostración de sus grietas.
La relevancia de Sherlock Holmes, para quienes aún lo leemos en el siglo XXI, descansa ‒¿sería mejor utilizar otro verbo?‒ en su tácita rebeldía contra una serie de valores que aún hoy nos arrinconan: la moralidad, el orden y la estabilidad. Los valores del imperialismo. Pero no sólo combate contra ellos: también contra la anarquía, el desorden y el desequilibro. Sherlock camina, permanece quieto, en una cuerda floja en la que de un lado está la racionalidad y del otro el exotismo. Su signo es la ambigüedad, su legado la indecisión; el siempre inútil, pero necesario, el siempre angustioso, pero irrenunciable, afán de tomar una posición frente a las cosas.
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