De entre los inacabados procesos electorales del pasado 4 de junio, las contiendas de Coahuila y el Estado de México son de particular interés, tanto por sus controversias como por sus implicaciones. Estos casos han sido explorados desde múltiples aristas en los últimos meses: la económica -con la recuperación del peso tras el alivio de algunos financieros-, la politóloga y pseudo-politóloga sensacionalista que especula hacia la elección de 2018, entre otras. Si bien todas las vertientes de análisis y chismorreo post-electoral pueden aportar una mezcla agridulce de verdad e imaginación, permítaseme hacer lo propio.
A la vista de no pocos, lo sucedido en las contiendas de 2017 ejemplifica una tendencia política respecto a la distribución del voto y augura un panorama conflictivo para la gran faena del próximo año por la silla grande. Ambos procesos sirven de pretexto en esta ocasión para traer a la vida debates moribundos, pero que amenazan con seguir de moda, como el voto útil y la segunda vuelta. Conforme las campañas electorales fueron avanzando, la reconfiguración de las preferencias, por lo menos desde lo que dejaban ver las encuestas, favoreció la concentración del voto en un número reducido de punteros que, no obstante, fue modificándose hacia el cierre de campañas.
Finalmente, con pocas semanas de anticipación, algunas encuestas coincidían en que la disyuntiva electoral era una bipartidista, tanto en el Estado de México como en Coahuila. Se calculaba que a ésta podría definirla el importante porcentaje de votantes indecisos que, a unas semanas de la votación, aún se calculaba por arriba del 10%, suficiente para modificar los pronósticos. Un escenario alternativo, el menos vistoso quizá, fue el que prevaleció, por lo menos en el caso mexiquense: el reparto proporcional entre partidos que cancelaría el poder de “viraje” del voto indeciso.
Ciertamente existía una posibilidad de convertir el voto indeciso en voto útil. Los datos del PREP muestran que, tomando como buenas las estimaciones más reservadas para los resultados finales, el voto indeciso no hizo diferencia para ningún candidato. De haber sucedido lo contrario, las ventajas entre los aspirantes de ambos estados hubieran sido más que contundentes. Si, por ejemplo, tomando en consideración que el 3% de ventaja pronosticada para Del Mazo ya estaba previsto en algunos cálculos, la conclusión rápida para el voto útil es que éste optó por el suicidio asistido. En una suerte de cancelación, irónicamente premeditada, lo que llama la atención es que su gran poder político no fuera provechoso para ningún bando.
Lo que se vivió en las elecciones pasadas fue la desintegración del voto útil. La clave está en comprender que este conglomerado de “dudosas preferencias” no corresponde a una masa homogénea que pueda virar hacia uno u otro lado. A mi juicio, la razón principal por la que no lo puede hacer es que las condiciones del sistema electoral actual no permiten su configuración. A menos que el voto indeciso se tratase de un conglomerado de votantes, todos clones, que se reunieran semanalmente en la penumbra que el rito de estar informado exige, ensimismados en la lectura religiosa de todas las encuestas y tomando nota de cada tropiezo político, sería difícil alinear las preferencias hacia el voto útil con tan solo la información que la prensa ofrece sobre las preferencias generales.
Es comprensible la atomización del voto útil cuando se analiza al votante mexicano en su contexto y tiempo. Si bien necesarios para la pluralidad política, la aparición de candidatos independientes, junto con micro-partidos conformistas, vuelve aún más compleja la tarea de la coordinación de un voto de castigo, del voto antisistémico, o del voto útil. El ejercicio de análisis y adivinanzas que propongo aquí es el que sigue. ¿Qué tan descabellado es pensar en la segunda vuelta para la elección de representantes del ejecutivo, a nivel federal y local, en un esquema partidista y presidencialista, como el mexicano, que cada vez muestra una mayor fragmentación del voto y, por lo tanto, una tarea de pronóstico, tanto para las casas encuestadoras como para los mismos electores, más compleja?
El “análisis”
El balance hasta el momento, en el caso mexiquense, es el que sigue: 52.5% de participación ciudadana, 7.3 puntos porcentuales (p.p.) por encima del promedio (45.3%) de los últimos 3 años de elecciones de gobernador, equivalente a una diferencia de 2.9 p.p. entre los principales candidatos y de 13.0 p.p. entre el segundo y el tercer lugar, así como un total de 129 impugnaciones en espera de resolución hasta agosto.
En la actualidad el Estado de México sufre una considerable crisis en términos políticos y de seguridad. Según datos de la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), a marzo de este año, en el estudio de 54 ciudades de interés, el municipio de Ecatepec de Morelos es el que registra la mayor percepción de inseguridad, con el 93.6% de las personas adultas de la localidad sintiéndose inseguras. Más allá de la percepción, de acuerdo con cifras publicadas por Animal Político, entre enero y julio de 2016, el Estado de México fue la entidad con el mayor número de territorios listados entre los 50 municipios que más averiguaciones previas tienen por homicidio doloso. En esta selección de municipios se acumulaban, entonces, 4 de cada 10 averiguaciones por homicidio doloso. Como si no bastara, la tardía implementación, por parte del gobierno local, de la alerta de género ha provocado deficiencias en la investigación y categorización de delitos como feminicidios. Con información del observatorio ciudadano Mexfem, en 2016 se estimaron un total de 263 posibles feminicidios, siendo nuevamente Ecatepec el protagonista de este conteo.
Ante esto, la respuesta del gobierno ha sido lenta, por decir lo menos, y ha estado llena de acusaciones sobre corrupción y omisiones de las autoridades. Un repaso superficial sobre las cifras anteriores bastaba para suponer un ambiente predominante de inconformidad, así como una gran oposición al partido en turno. El voto de castigo parecía una realidad inminente otorgando la alternancia política que, aunque no mesiánica, hubiera significado un fuerte jalón de orejas a los priístas mexiquenses.
Sirvámonos ahora de las marometas aritméticas. El registro actual del conteo electoral otorga 33.7% de los votos a la coalición del PRI. Por sí mismo, este partido sumó tan solo 29.8%, 1 p.p. menos que Morena. No hace falta adivinar la distribución del resto de los votos: la clave del “éxito” priísta fue ir en coalición, así como la fragmentación del voto antisistema.
La segunda vuelta
La técnica del balotaje, o segunda vuelta, es una forma de elección cuya creación se atribuye al sistema francés. Fue instaurada por primera vez en 1852 en Francia, como parte de una serie de reformas electorales que le otorgó poderes extraordinarios al entonces presidente, Carlos Luis Napoleón Bonaparte, más tarde conocido, ya instalado el Segundo Imperio Francés, como Napoleón III. La medida fue retomada tiempo después en la Tercera y Quinta Repúblicas. No obstante su interesante origen, la medida ha prevalecido desde la Constitución de 1958.
Sin embargo, la segunda vuelta no tiene por qué sólo recordarnos ejemplos europeos. En América Latina, el uso de esta modalidad se extendió en un gran número de países como parte de la ola democrática de finales del siglo pasado. Con ello, países como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile y Colombia, entre muchos otros, introdujeron la medida con la esperanza de gozar de uno de los principales atributos que le es imputado a este sistema de votación: un gobierno electo con una auténtica legitimidad política.
(Antes que nada debo aclarar que no estoy de acuerdo con este supuesto, así como no pienso que deba considerarse a la mayoría de votos de la segunda elección como una verdadera legitimidad mayoritaria por sí misma; tampoco es éste su atributo principal)
En general, la segunda vuelta tiene muy pocas cosas claras. Mientras que entre sus atributos destacan la reducción de conflictos postelectorales y el facilitamiento de la gobernabilidad, los detractores señalan lo contrario, haciendo su bastión el argumento de las mayorías ficticias. La experiencia en el caso mexicano de San Luis Potosí (entre 1997 y 2006) fue poco concluyente. Por otra parte, el balotaje es un sistema sumamente flexible. Es decir, al hablar de una elección por rondas existen muchos atributos que deben ser matizados.
Entre las reglas a definirse está la de la mayoría necesaria para ganar la primera ronda. Aunque tradicionalmente se trató de una mayoría simple, más del 50%, existen particularidades que llevan al establecimiento de mínimos, como la mayoría especial de Argentina de 45%, e incluso a tomar como criterio la diferencia en puntos porcentuales entre los principales candidatos. También se pueden definir reglas específicas para el número de candidatos que pasan a la segunda ronda, pudiendo ser más de dos candidatos.
La posibilidad de hacer un sistema de balotaje ad hoc exige un análisis detenido, caso por caso, para comprender correctamente, y en cada contexto, los incentivos políticos que resultan de estas normas. La adaptación del sistema me parece más que apropiada. Sin embargo, esto puede dar paso a efectos perversos e incluso anti-democráticos que deben ser vigilados y prevenidos por la sociedad civil. Un ejemplo claro es la reglamentación de San Luis Potosí, en la que se permitía la declinación de la segunda mayoría a favor del partido mayoritario, negando la posibilidad de la segunda vuelta a los electores. Esta regla también ha existido en países como Argentina y Perú.
Hablando de incentivos, el problema que debe ser verdaderamente preocupante sobre una segunda ronda no es el incremento de gasto público, pues mecanismos como los de las mayorías mínimas y ventajas porcentuales ayudan a evitar segundas rondas “innecesarias”. Tampoco debe preocupar el gran número de inconformidades frente a resultados cerrados. Digo esto puesto que, dado que el objetivo de una segunda vuelta a mi vista es el de empoderar al voto mayoritario fragmentado, existe una alta posibilidad de que el número de inconformidades sea de igual magnitud que con una sola elección, cuando las preferencias están equilibradas. El gran problema de una segunda ronda es que la participación ciudadana se reduzca a tal grado que tampoco sirva para hacer representativa a la mayoría adquirida por el candidato. Retomando el caso mexiquense, si en una segunda ronda el 17.7% del padrón electoral total que votó por el PRI en junio volviera a votar, pero con una participación del 30%, el mismo porcentaje del electorado total estaría eligiendo al representante local sin importar que su votación representará el 60% de la segunda ronda.
Si en un sistema ajustado, además de definir las normas ya mencionadas, se estableciera un mínimo de reducción en la participación de la segunda, respecto a la primera, los incentivos de participación podrían alinearse en favor de la participación política y de los votantes. Mientras que la primera elección sirve para dejar expresado el voto en términos de preferencias políticas, la segunda ronda permitiría la rectificación frente a dos proyectos que por sí solos ya representaban las únicas opciones viables a gobernar por ser las mayoritarias en las preferencias iniciales. En el caso en que las alternativas ganadoras tuvieran proyectos poco diferenciados, una segunda ronda con baja participación dejaría intactos los primeros resultados, evitando un mayor conflicto político. Si, en otro escenario, los candidatos finales fueran muestra de una polarización clara, el votante podría rectificar, con información precisa sobre las consecuencias de su voto, para decidirse por el proyecto más conveniente. Esto ayudaría a reducir la partidocracia y volvería inoperantes las estrategias de fragmentación, impulsando, por el contrario, la creación de gobiernos de coalición que favorezcan la gobernabilidad.
Es claro que una segunda vuelta, como cualquier sistema electoral, necesita estar acompañado por un andamiaje institucional sólido y que no es la solución última a los conflictos electorales. Sin embargo, ofrece una gama de posibilidades amplia para impulsar tanto la participación ciudadana como la negociación y colaboración entre las alternativas políticas existentes.
El “chismorreo”
El tema de la segunda vuelta ha estado rondando los pasillos del Congreso, al acecho de un espacio en la agenda legislativa. Con el anuncio de que no habría una sesión extraordinaria, la propuesta tendrá que esperar al inicio de sesiones ordinarias en septiembre, de ser presentada. El terreno se ha ido tanteando desde hace ya varios meses; sin embargo, el contexto actual vuelve difícil prever las consecuencias políticas que tendría la medida de ser aprobada, y, por lo tanto, riesgoso para los partidos que puedan decidir abanderarla.
Lo cierto es que ya es bastante tarde para introducir la medida en las elecciones del año siguiente. Su discusión ha sido pospuesta, al parecer, con la intención de evitar inconformidades y victimizaciones que permitan configurar reproches electorales -o más de los que seguro habrá. Mientras tanto, los proyectos de “coalición” han comenzado a florecer, aunque, irónicamente, de forma fragmentada, mostrando ya tres frentes principales. A fin de cuentas, lo que a unos favoreció en las elecciones pasadas puede jugarles en contra en las federales.
A reserva de su avance en el panorama electoral mexicano, la ventaja puede ser que la discusión sobre la segunda vuelta quede bien librada de la coyuntura. Ésta no debe ser utilizada como una herramienta contra “radicalismos”, sino como una de politización y refuerzo a la participación ciudadana. Su análisis no debe sujetarse al fast-track que incita la coyuntura ni a los miedos de algunos. Como medida electoral, su éxito dependerá de un concienzudo diseño e implementación que ayude a configurar los incentivos necesarios para que trabaje a favor de la sociedad y el fortalecimiento de su voto, y no a la inversa.
Imagen tomada de Proceso