Si las facultades de letras fueran un domingo en familia, los que se dedican a la teoría literaria serían ese primo que escupe palabras desenterradas del diccionario para que la abuelita aplauda y diga orgullosa: “ay, mijito, qué listo les saliste a tus papás”. Y ya aplaudido, orondo, ohhh, oblicuo, ihhh, el primo se esmera por buscar más palabras para alardear su esdrújula, uhhh, inteligencia, sin importar que las ocupe de manera deficiente o unánime, ahhh. Y la abuelita no está descaminada en sorprenderse de su nieto: es en serio una proeza resaltar por ser el más pretencioso en un lugar en el que, más que accidente, parece requisito alzarse el cuello; un ambiente, además, en el que todos, o casi todos, son, en sus domingos de familia, ese primo mamón.
Quiero creer que estos prejuicios explican por qué durante mucho tiempo me resistí a ver la teoría literaria como otra cosa que una etiqueta para encubrir ‒y acaso legitimar ante los programas estatales de investigación‒ las lecturas campechanas que de las obras hacen los fanáticos de Freud y Derrida. Estaba (aunque no del todo) equivocado. Un librito de Terry Eagleton me señaló un camino diferente: en él se plantea que, como en la economía, quienes no se interesan por las teorías no sólo no se libran de ellas, sino que ejercen alguna ‒y esto es lo peor‒ inconscientemente, cuando no una mezcla bastarda y contrahecha de varias. Algo parecido describe Paulo Freire con los profesores, ya que transmiten, además de la materia por la que fueron contratados, una serie de valores y posturas políticas, tejidas irrevocablemente con su pedagogía: cuando el docente no reflexiona sobre su “teoría” de la enseñanza, adopta, sin quererlo, una, a menudo demarcada por el antojo y la costumbre.
Soy de la idea de que estos ejemplos aplican, en realidad, para cualquier momento de la actividad humana: queramos o no, estemos conscientes o no, cada decisión que tomamos está empapada de nuestro sistema de creencias, de nuestra ética y nuestra política. No hablemos ya de “teorías” o “sistemas”, hablemos de posturas, lo mismo da, pero el problema no desaparece: para alcanzar un grado mínimo de crítica debe existir una reflexión sistemática desde nuestros valores, una revisión de esos valores y una transformación a partir de los resultados de la búsqueda. Crear y recibir arte no tendría por qué ser una excepción a este hábito. Sin embargo, y tal vez como una reacción al comprometido siglo XX, o probablemente por la decepción generalizada de valores e ideologías, pero quizás sobre todo debido al triunfo del fascismo en literatura ‒el llamado ‘arte puro’‒, una gran parte de los escritores y lectores contemporáneos han sentido justificado eludir cualquier lectura que no apele exclusivamente a las “virtudes estéticas” de una obra. ¿A qué se refiere esta fórmula?
Virtud es una palabra de clara raigambre moral ‒y además cristiana: baste recordar las virtudes teologales y cardinales‒, referida a una actitud deseable, desde un paradigma de pensamiento dado: para los pueblos guerreros, el deseo de venganza era visto con buenos ojos; para nosotros sólo está justificado si lo llamamos Justicia y lo ponemos en mayúsculas, como si el idealismo restara en algo la barbarie. Una virtud estética es, entonces, aquello que satisface un presupuesto establecido en el reglamento de la moralidad estética. Es otra manifestación del estatismo: un checklist que restringe el “éxito” de una obra a una serie de requisitos técnicos, en el mejor de los casos, y temáticos, en el peor. Así, cuando seguimos esa moralidad de la estética, amputamos la lectura de sus varias dimensiones: ¿por qué no juzgar que Javier Marías, aún con ser uno de los mejores prosistas vivos en español, perpetúa en sus libros una visión poscolonial y conservadora del mundo? ¿Por qué no habríamos de leer el barroco bullanguero de Pedro Lemebel, más que como una curiosidad lingüística, como un intento desesperado por arrancar del idioma un lenguaje particular para los oprimidos y los invisibilizados?
La moralidad de la estética es una forma del estatismo, ya lo he dicho, pero más importante aún: es una forma de la dictadura. Es, de hecho, a través del argumento irrevocable (no por invencible; por inasible) de la “virtud estética” que los programas políticos engullen las obras de arte y las incorporan a su discurso oficial. No es curiosidad que el siglo de los totalitarismos sea también el de los formalismos y el de las vanguardias. Como ejemplo no hace falta sino regresar tres años en el tiempo, al centenario del nacimiento de tres autores mexicanos: Efraín Huerta, José Revueltas y Octavio Paz. A Huerta se le reconoce lo fresco y cómico de su creación, a Revueltas lo congruente de su programa artístico e intelectual, pero sólo a Paz no se le escatiman, y sobre todo porque carga consigo el Premio Nobel, las medallas de “virtud estética”. Y en consecuencia: los homenajes, la consagración y la comodidad del discurso oficial.
Involucrarse con una obra desde un punto de vista ético o político suena a un punto difícil de defender, uno que ronda peligrosamente con el panfleto. Pero hay que ser sinceros y renunciar a la ingenuidad: las obras intelectuales ‒al menos las relevantes: es decir, las que importan por la amplitud de su recepción‒, como con casi cualquier discurso desde que tenemos noción del poder, han sido utilizadas y asimiladas por programas políticos que buscan legitimarse a través de ellas. Ya conocemos el ejemplo de Octavio Paz, pero no es el único, ni siquiera en este país: López Velarde es la joya priísta de la corona, como Tablada lo fue del Huertismo y Guillermo Prieto del Liberalismo Juarista. Quien juzga una obra según las filiaciones de ésta con cierto discurso ideológico puede esperar la crítica; en eso ha consistido la victoria del moralismo estético: negarnos una integridad en la construcción de nuestro juicio.
Hace unos años tomé una clase en la Facultad de Filosofía y Letras con Alberto Paredes, cuyo mérito docente más grande fue mostrarme por dónde no había que caminar la vida académica. Una suerte de terapia universitaria de shock. En una de las sesiones el profesor encargó al grupo leer uno de sus propios ensayos, publicado en Círculo de poesía con el antológico título de “¿Por qué los estudiantes de literatura no estudian literatura?” Resumo sus argumentos para el, con justicia, reticente lector: hay que abandonar los enfoques ideológicos o temáticos, para concentrarnos en los textos como fenómenos puramente lingüísticos. O, lo que es lo mismo, hagámosle el juego a la moralidad de la estética: está justificado siempre y cuando ocupemos una terminología arcana y tengamos noción de secta. ¡Viva el formalismo!
Alberto Paredes era ese primo en sus domingos de familia.
Pero yo no (bueno sí, pero también soy el primo que habla de política y defiende lo[pez obrador] indefendible). La teoría literaria como repertorio de términos herméticos para hablar de algo que debería ser transparente, la experiencia con el arte, reafirma los prejuicios de los que hablaba al principio; la teoría como acción, para recordar a Óscar Masotta, como dinámica de todos los ámbitos del pensamiento, es el único camino que nos promete algo de redención contra el moralismo estético, contra la dictadura y contra el estatismo. No defiendo la condena de obras que postulan ideas opuestas a las nuestras, pero ya es momento de empezar a preguntarnos si es correcto endiosar la opinión ‒¿qué es consagrar sino endiosar: es decir, evadir la mortalidad y el tiempo?‒ de alguien, sólo porque la ha postulado de una forma que resulta “estéticamente virtuosa”. Sigamos leyendo a Javier Marías, que nos enseñen los estudios de su prosa todos los tecnicismos que ocupemos para dejar boquiabierta a la abuelita, pero no nos detengamos ahí: abolamos los purismos teóricos. Muera el formalismo, mueran la estética y el moralismo; ¡viva el jole de guamolote!
Imagen tomada de El Mundo
Un comentario en “El moralismo estético o ¿por qué los estudiantes de literatura no deben estudiar literatura? | Por Pedro Derrant”