Massimo Tomán, historiador italiano de indias, fue perseguido y ejecutado por canibalismo en el siglo XVI. Entre los documentos del Santo Oficio que narran su proceso, el párroco de su lugar declara que cualquiera de los múltiples crímenes cometidos por Tomán contra la Ley –matar, tomar el nombre de Dios en vano y mentir con Él como testigo- podían ser perdonados; comer la carne de un cristiano hermano suyo, en cambio, cruzaba la línea de lo perdonable y era una ofensa contra algo que se antojaba más grande que la misma religión: “Si no existe una cláusula contra este acto, entre los Mandamientos de Moisés, se debe al horror que significaba, incluso para Dios y su profeta, siquiera imaginarlo; más aún, pronunciarlo y grabarlo en las Tablas de la Ley.”, argumentaba con teología y geometría.
El párroco, hombre de conocimiento apenas superior al del pueblo común, no alcanzaba a ver con sus pocos latines que su declaración tenía algo de hereje y mucho de blasfema: imaginar algo más grande que la religión, y un acto más allá de las capacidades del Supremo, debió costarle a él mismo un proceso o unos paseos en sambenito, cuando menos. Pero nadie le reclamó. El silencio de las autoridades es, quizá, lo más elocuente de todo el juicio: pasar por alto esta declaración, que ignoraba por su parte varios de los Mandamientos, me hace creer que los perseguidores de Tomán estaban tácitamente de acuerdo con el párroco: sobre las Leyes de Dios, sobre todas las enseñanzas contenidas en la Biblia, y aún sobre el Eterno, había algo infranqueable ante lo que debían hincar la rodilla.
Al parecer, durante varios siglos la humanidad estuvo de acuerdo con las conclusiones del Santo Oficio y el párroco blasfemo. A pesar de que, al menos desde la Ilustración, la literatura y otras artes no tuvieron problema en mostrar todo tipo de “degeneraciones”, del canibalismo hay apenas un puñado de menciones, la mayoría en crónicas americanas, como las que el mismo Tomán escribió, hechas con un evidente afán político: justificar el bárbaro ejercicio de la guerra, mostrando el otro bárbaro del canibalismo. Fuego con fuego, a huevo. La misma idea aparece también en el único ejemplo que se me ocurre de una obra de ficción de entonces, Robinson Crusoe, en la que James Joyce veía “the true prototype of the British colonist, as Friday (the trusty savage who arrives on an unlucky day) the symbol of the subject races. The whole Anglo-Saxon spirit is in Crusoe.”
Robinson salva al indio americano, Viernes, de los caníbales, la barbarie, para instruirlo en la religión, la civilidad. Fácil: la obra no es más que un discurso moroso en favor del colonialismo británico –que a nadie le sorprenda su lugar en la Historia de la Literatura-, como las crónicas lo habían sido del español cien años atrás. Pero, más allá de lo que pueda entenderse del “espíritu anglosajón” o el “espíritu hispánico” (donde dice “espíritu” léase “propaganda”) a través del canibalismo, ¿qué revela de nosotros la forma en la que entendemos esta práctica?
Para responderlo hay que dar un salto arbitrario hasta 1979, año del estreno de Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street, de Stephen Sondheim. En uno de los números del musical, “A Little Priest”, Mrs. Lovett, la panadera avecindada debajo de la barbería del protagonista, descubre que Sweeney Todd ha matado a un hombre y no sabe qué hacer con el cadáver. Ella, “practical and yet appropiate as always”, le propone una salida: preparar pasteles con la carne de los clientes que el barbero le haga llegar, a través de un mecanismo que comunica el piso superior del edificio, la barbería, con el inferior, la panadería. El curioso argumento con el que Mrs. Lovett convence a Sweeney debería darnos la clave de lectura: “seems an awful waste. I mean, with the price of meat”. Mrs. Lovett deja fuera de la discusión cualquier consideración moral o sanitaria y se queda con la consideración utilitaria de que tirar carne es un desperdicio terrible. Sweeney confirma el veredicto diciendo que, de cualquier modo, allá afuera, los hombres del mundo están comiéndose los unos a los otros.
El número degenera en una curiosa danza de la muerte posmoderna, en la que, frente al espectador, Mrs. Lovett hace desfilar pasteles de diferentes “sabores”, cada uno con su particular virtud dada por la ocupación ejercida durante su vida. Por más que me gustaría demorarme con el humor negro de este número, sólo podré recordar un chiste que esconde una conclusión perturbadora:
Sweeney: The history of the world, my sweet
Mrs. Lovett: Oh, Mr. Todd, ooh, Mr. Todd
What does it tell?
Sweeney: Is who gets eaten, and who gets to eat
Mrs. Lovett: And, Mr. Todd, too, Mr. Todd
Who gets to sell
Sweeney: But fortunately, it’s also clear
Both: That everybody goes down well with beer
Mrs. Lovett y Sweeney Todd justifican su negocio con el neo-canibalismo del libre mercado. De cualquier manera la vida y la historia es un continuado esfuerzo por devorar a los demás, ¿qué nos detiene a nosotros para trasladar una metáfora a su realización? La lógica dicta que:
Sweeney: The history of the world, my love
[…] Is those below serving those up above
[…] How gratifying for once to know
Both: That those above will serve those down below
Así, para estos personajes el canibalismo ha dejado de ser una forma de la barbarie y se ha transformado en un método lícito de subsistir, aunque macabramente. Esto, que sólo diez años después de la publicación de Robinson Crusoe, Jonathan Swift imaginó hiperbólicamente en su A Modest Proposal For preventing the Children of Poor People From being a Burthen to Their Parents or Country, and For making them Beneficial to the Publick (el famoso folleto en el que proponía que, para solucionar los dos mayores problemas de Irlanda, el hambre y la pobreza, había que vender a los niños pobres como carne de consumo para las clases privilegiadas), se ha convertido en realidad: Swift satirizaba, con una comparación grotesca, la forma en que los nobles se aprovechaban del pueblo como si los estuvieran engullendo; Sondheim ya no satiriza, describe una realidad hecha patente por el capitalismo estadounidense.
El canibalismo se nos muestra bajo diferentes máscaras a través del tiempo, pero en el fondo late una sola noción: una confesión sobre la forma en que concebimos al otro. Como los perseguidores de Massimo Tomán, casi todos hoy aceptaríamos que comer carne humana es un acto atroz. En nuestra cultura, en nuestro código genético – tal vez eso otro que al párroco se le antojaba más grande que la cristiandad-, parece estar grabada una repulsión contra este hecho, tal vez porque es vulnerar lo propio; y, sin embargo, en repetidas y cada vez más constantes ocasiones franqueamos el umbral de su representación (cuando no de su realización). Propongo una hipótesis para entender esta recurrencia: el hombre vuelve sobre este acto porque le revela con claridad la forma en la que se concibe a sí mismo en relación con sus semejantes y con su Creador. En una especie de ceremonia catártica, se observa en aquel que consume a otro ser humano y se descubre desnudo, entre las manos del caníbal. Es, en esa danza de la muerte, al mismo tiempo observador, caníbal y alimento.
Imagen tomada de Blogspot
Interesante el análisis. Si les interesa más el tema podrían consultar el «Manifiesto Antropófago» de Oswald de Andrade, que da una postura sobre el canibalismo cultural en América Latina
Me gustaMe gusta