Directores,
Museo de Bellas Artes,
Boston, Massachusetts

Caballeros:

Apenas hoy he recibido, a bordo del S.S. Madrigal su muy amable mensaje, alabando mi trabajo y pidiendo humildemente -como solamente podría pedirse de un verdadero genio-, si podría hacer una estatua de mí mismo para que sea colocada entre las grandes obras de su ilustre museo. ¡Ah, caballeros, aquel mensaje fue para mí la última pieza del rompecabezas!

Me desprecio a mí mismo por lo que he hecho en nombre del arte, la codicia por el dinero y la fama, el hastío de la pobreza y el desprecio por mis inferiores, el odio por el mundo que se negó a ver algún mérito en mi trabajo: todas estas cosas me condujeron a cometer una serie de extraños y terribles crímenes.

En estos días he estado pensando regularmente en el suicidio como una salida (una cobarde), una salida que me proporcionaría la fama que no merecía. Pero desde que recibí su mensaje, por lo que no soy y nunca podré ser, estoy determinado a escribir esta carta para que el mundo la lea. Esto lo explicará todo. Una vez escrita, estoy dispuesto, entonces a expiar mis pecados en una forma irónicamente horrible, pero quizá esa manera sea la más adecuada.

Permítanme regresar a aquella miserable y húmeda tarde en la que entré en el vestíbulo de la casa de huéspedes de la señora Bates: un miserable y sucio edificio para los que, como yo, fueron azotados por la pobreza. Cuando tropecé con aquel lugar, empapado y mareado de hambre, la ancha figura de la dueña estaba bloqueando el pasillo. Estaba discutiendo con un joven alto y mal vestido, cuyo rostro estaba seguro de haber visto antes.

–Sólo una semana –suplicaba, con su profunda y amable voz a la vieja bruja–. Le pagaré el doble en cuanto se cumpla el plazo, tan pronto como pueda cerrar el trato que tengo en mente.

Me detuve, observándolo secretamente mientras sacudía de mi sombrero la aguanieve. Sus finos ojos grises se cruzaron con los míos a través de la cabeza de la dueña demacrada, sus ojos estaban aún más brillantes por la emoción contenida. Había fuerza y carácter en aquel rostro, debajo de esa barba color caoba. Había también un conjunto firme en los hombros de aquel hombre, y una hermosa cabeza bien formada. Ahí, me dije, hay alguien que ha vivido toda su vida peligrosas aventuras, alguien cuyos limpios rasgos, incluso debajo de esa gran barba, le parecían vagamente familiares a mi ojo de escultor, atento siempre al detalle.

–Ni un día más: no, señor –la señora Bates se había cruzado de brazos obstinadamente–. Una semana de renta por adelantado o aquí no me pone ni un pie en las habitaciones.

Por impulso me moví hacia delante, escarbando en mis bolsillos. Le sonreí a aquel hombre y le puse en las manos mis últimos dos dólares a la dueña. Ésta se alejó satisfecha y me dejó solo con el extraño.

–No debió haber hecho eso –me dijo, y estrechó fuertemente mi mano–. Muchas gracias, viejo, se lo pagaré la próxima semana: sí, la próxima semana –susurró y sus ojos adquirieron un brillo anticipado–. Le haré un cheque por mil dólares, por ¡dos mil dólares! –se rio con deleite de mi expresión irrisoria y silbando se sumergió de nuevo en la tormenta.

Descubrir su identidad me paralizó. Paul Kennicott: el joven aviador cuya foto había estado en la primera plana de todos los periódicos del país hace apenas unos meses. Su avión se había estrellado en algún lugar de la selva brasileña: el país entero lamentó su muerte y la de su copiloto ¿Por qué, entonces, había regresado a escondidas a Nueva York como un criminal, sin un centavo, al borde de la histeria, con un aire secreto y para esconderse aquí en un barrio bajo?

Subí las desvencijadas escaleras hasta mi destartalada habitación. Estaba colocando con poco entusiasmo la aguja sobre mi Dancing Group, cuando de repente me percaté de un peculiar zumbido, como el sonido que hace una abeja enojada encerrada en un frasco. Me di palmadas en los oídos varias veces: enojado, creyendo que el ruido estaba en mi propia cabeza. Pero siguió y cada instante crecía en intensidad. Parecía venir del pasillo. Al mismo tiempo, escuché el crujir de unos pasos en la escalera justo afuera de mi habitación.

Caminé hacia la puerta y la abrí de golpe: vi a Paul Kennicott caminando de puntitas, pero con una prisa furtiva, se sorprendió de verme e intentó ocultar debajo de su abrigo una sospechosa caja negra.

Era muy larga: tenía al menos dos pies de largo y estaba hecha de madera y de la tela del ala de un aeroplano. De esto no me di cuenta, ya que parecía estar toda cubierta por una capa brillante de esmalte negro. Cuando la caja golpeó el barandal, se produjo un fuerte sonido metálico: no como se esperaría que sonara la madera envuelta en tela. Aquel zumbido, estaba muy consciente, venía de dentro de la caja.

Salí al pasillo y me paré de frente, bloqueándole el paso:

–Mira –irrumpí–. Sé quién eres, Kennicott, pero no sé por qué te escondes así, de esta manera. ¿De qué se trata todo esto? O me dices o te entrego a la policía.

El pánico se asomó en sus ojos. Me suplicaron silencio por un instante y después oímos los pesados pasos de la señora Bates subiendo las escaleras.

–¿De quién es ese radio? –su quejumbrosa voz la precedió–. ¡Lo escucho zumbar! Sáquenlo de aquí si no quieren pagarme extra por la electricidad que está usando.

–Demonios –Kennicott gimió frenéticamente–. Deténgala, no deje que esa habladora anciana descubra esto. ¡Se arruinaría todo! Ayúdeme y le contaré toda la historia.

Pasó por delante de mí sin esperar respuesta y cerró la puerta tras de sí, el zumbido se calmó y luego se apagó rápidamente.

La señora Bates subió las escaleras por completo y me miró acusadoramente:

–Así que es usted quien tiene la radio encendida, ¿verdad? Le dije bien el día que llegó que…

–Muy bien –dije, aparentando estar irritado–. La apagaré, de cualquier manera, mañana se va. Se la estaba guardando a un amigo.

–Ah… está bien –me miró amargamente, luego bufó y bajó las escaleras murmurando en voz baja.

Me acerqué hacia la puerta de Kennicott y llamé suavemente. Una llave chirrió en la cerradura y entonces fui admitido por mi vecino de mirada furiosa. En la cama, amortiguada por las almohadas yacía la caja negra zumbando levemente en una estridente nota.

“I n—n n—ng—ng!”, sonaba exactamente como un radio sintonizando una estación temporalmente deshabilitada.

La curiosidad me carcomía. Impaciente observaba a Kennicott atravesando la pequeña habitación del ático de un lado a otro, golpeando con el puño la palma de su otra mano.

–¿Entonces…? –le demandé.

Y con obvia obstinación, con una voz torpe por la emoción, comenzó a desenvolver la historia de la cosa dentro de esa caja de ónix. Me senté en la cama al lado de ella, mis ojos rebotaron en la cara de Kennicott, bajo el hechizo de lo que estaba diciendo.

–Nuestro avión –empezó–, fue derrumbado. Hicimos un aterrizaje forzoso en medio de una densa jungla. Si conoce Brasil sabrá cómo habrá sido. ¡Árboles, árboles, árboles! Insectos trepadores tan grandes como su puño. Un hedor de vegetación pudriéndose y, de vez en cuando, el chillido de algún animal o de algún pájaro, lo suficientemente extraño como para ponerte los pelos de punta. Nos quebramos justo en medio de la nada.

“Me arrastré fuera del sitio del accidente con sólo una muñeca torcida y pocas heridas, pero McCrea –como sabes, mi copiloto, se rompió una pierna y se fracturó varias costillas. Estaba en mal estado, pobre diablo. Un hombre pequeño, gordo, calvo, tímido con las mujeres y siempre bromeando.”

La cara del piloto, por un momento convulsa, se quedó mirando la caja en la cama con una peculiar expresión de aversión o de aborrecimiento.

–McCrea está muerto, ¿no? –sugerí.

Kennicott negó con la cabeza y se encogió de hombros:

–Sólo Dios sabe. Creo que eso podría llamarse muerte. Pero déjeme continuar:

“Sudamos y nos hicimos paso a través de una casi impenetrable pared de maleza por dos días, cargados con la comida y los cigarros que teníamos en esa improvisada caja.”

Al tocarla, sentí que esa cosa cuadrada detrás de mí, continuaba zumbando sin descanso en el mismo tono alto.

–McCrea se estaba poniendo febril, entonces hicimos un campamento y me apresuré a buscarle agua. Cuando regresé…

Kennicott se ahogaba. Lo observé esperando que su rasposa voz tenazmente continuara con la historia:

–Cuando regresé, McCrea se había ido. Lo llamé y llamé. Nadie contestó. Después, pensando que tal vez se habría alejado delirante, le seguí el rastro hacia la jungla. No fue difícil porque tenía que hacerse camino a través de la maleza y de tanto en tanto encontraba sangre en una zarza o tal vez un pedazo de tela de su camisa color khaki.

“Estando no más de cien metros al sur de nuestro campamento escuché un zumbido raro. Convencido de que esto había atraído a McCrea, lo seguí. Se hizo más fuerte y más fuerte, como el zumbido de un poderoso dínamo. Parecía llenar el aire y poner todos los árboles a temblar. Apretaba los dientes a causa de la monotonía del ruido, pero seguía adelante e inesperadamente me encontré caminando sobre una parte de la selva que era toda negra. No había huella de un incendio, como primero pensé, sino que estaba muerta en cada detalle. No había ningún color; y en esa selva, con su exuberante follaje, el efecto realmente era devastador. Era como si alguien hubiera apagado las luces y de todos modos pudieras distinguir la forma de cada objeto alrededor tuyo. Era siniestro.

“Había arena negra en el suelo hasta donde podía ver. No era la suave tierra de la jungla, húmeda y fértil. Esta cosa era dura y seca como el esmeril, y brillaba como el carbón. Todos los árboles eran negros y brillosos como antracita, y ninguna hoja se movía, no había ningún insecto. Casi me desmayo cuando me di cuenta por qué.

“¡Era un bosque petrificado!

“Esos árboles, hojas y todo lo que había allí, se habían convertido en una piedra brillosa y negra que se parecía al carbón pero que era mucho más dura. No se astilló cuando la golpee con un pedazo de la misma. No se doblaba; yo simplemente me escabullí a través de los huecos en la baja maleza, más rígidos que el hierro. Y todo era negro, una selva de roca fuliginosa, como salida del Infierno de Dante.

“Tropecé con un objeto y me detuve a recogerlo. Era la cantimplora de McCrea, la única cosa a la vista, a parte de mí, que no estaba hecha de esa extraña piedra negra. Entonces había venido por aquí. Aliviado, empecé a gritar su nombre, pero el sonido de mi voz me asustó. El sonido de ese lugar adherido a mis tímpanos, únicamente interrumpido por el continuo sonido. Pero, verás, me había acostumbrado a él, como al constante tic tac de un reloj, que apenas los seguía escuchando.

“El pánico se apoderó de mí, un miedo irracional, el sonido de mi voz golpeaba contra los árboles y se replicaba en mil ecos, estaba sostenido por ese zumbido que nunca cambiaba de tono. No sé por qué; tal vez por su moliente monotonía o el continuo negro de ese bosque de piedra. Pero mis nervios se quebraron y me retiré por el mismo camino que había venido, llorando como un niño.

“Debí haber corrido en círculos, tropezándome y cortándome con la baja maleza hecha de roca. En mi espanto olvidé el camino hacia nuestro campamento. Estaba perdido –me di cuenta abruptamente– perdido en ese infierno de roca color carbón, sin comida y sin oportunidad de conseguirla, con la cantimplora vacía de McCrea en la mano y sin ninguna idea de por dónde habría andado éste en el delirio de la fiebre.

“Por horas me hundí, y olvidándome de regresar, maldije en voz alta porque McCrea no me contestaba. Ese zumbido ya me había desquiciado, vibrando en esa estridente nota hasta que pensé que me volvería loco, exhausto me senté sobre la negra arena, me agazapé junto al tronco de un árbol. McCrea me había abandonado, pensé locamente. Alguien lo había rescatado y me había dejado aquí a morir –lo cual debería darle una idea del estado de mi mente.

“Todo se resolvió en algo que estaba a pocos pasos a mi derecha –y entonces estuve seguro que me había vuelto loco. Al principio parecía ser un poste del mismo oscuro mineral. Pero no era un poste. Me arrastré hacia él y me senté ahí, boquiabierto, mis sentidos tambaleándose mientras el zumbido sonaba más y más fuerte en mis oídos.

“Era una estatua de piedra negra de McCrea, fiel en cada detalle.”

Termina parte I

Traducción de Jonathan Rosas y Ximena Jiménez

Texto original: “The Black Stone Statue” en Weird Tales.
Vol. 30-diciembre de 1937. no. 6. págs. 677-684.

Imagen tomada de s.C O B O.d

 

Escrito por:paginasalmon

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