“Su representación permanecía inclinada, sosteniendo con una mano su pistola apretada por el gatillo. Su ancha figura, el casco de aviador, su muleta improvisada, e incluso las férulas de su pierna rota eran de reluciente piedra negra. Su cara, y hasta la última de sus pestañas; era una perfecta máscara de piedra negra, que expresaba un horroroso desconcierto.
”Me levanté y caminé alrededor de la figura, luego le di un empujón. Se derrumbó, como cualquier estatua haría: el sonido de su caída fue ensordecedor en aquella silenciosa selva. Al levantarlo, me sorprendí de encontrarlo con 20 kilos menos. Lo intenté enganchar con un formón que había traído del aeroplano en lugar de un machete, pero sólo conseguí partir la herramienta por la mitad. No se desprendió ni una astilla de la estatua. No apareció ni una abolladura en esa superficie pulida.
”Aquello era tan indescriptiblemente extraño que no me lo intenté explicar, pero comencé a llamar de nuevo a McCrea. Si eso era una broma de algún tipo, él la podría explicar. Pero no hubo respuesta a mis gritos aparte del monótono zumbido de aquel dínamo invisible.
”En vez de aterrarme más, ese descubrimiento pareció sacudirme un poco. Haciendo uso de todo lo que había a mi alrededor, comencé a arrastrarme hacia el campamento, pensando que McCrea podría haber regresado tras mi ausencia. El maldito zumbido era tan alto que lastimaba mis tímpanos aunque me cubriera las orejas con las manos. Así anduve, a tropezones, sin despegar los ojos de mis propias huellas que se quedaban en la arena dura y seca.
”Y de repente me detuve. Directamente delante de mí, bajo el arbusto de piedra negra, había algo que hizo que me quedara con la boca abierta.
”No lo puedo describir –nadie puede. No se parecía a nada conocido: era, si acaso, como una baba en forma de estrella, gelatinosa y transparente, que brillaba y cambiaba de color como un ópalo. Parecía ser una especie de animal primigenio, unicelular, no muy grande, quizá de un metro de circunferencia cuando estiraba los miembros sensores en toda su longitud. Se extendía por la arena como un caracol, descubriendo su camino con esas puntas como de estrella… ¡Y de repente zumbó!
”El zumbido de esa cosa no dejaba de resonar en mis oídos. Producía nausea el sólo mirarla y, a la vez, era algo hermoso: todos esos colores incandescentes reluciendo contra el escenario de piedra negra y muerta. Me acerqué atraído por el ritmo que producía. Pensé en empujarlo con el pie, pero no pude atreverme por mí mismo a tocar esa cosa blanda y gelatinosa. ¡Y desde entonces he agradecido a los astros por ser tan temeroso!
”Inmediatamente, me quité el casco y lancé mis gafas hacia el camino de esa cosa. No se detuvo ni giró, simplemente extendió uno de sus sensores y cubrió en parte las gafas. ¡Éstas se volvieron de piedra!
”¡Así como lo oye! Dios es testigo de que esas gafas de cuero y cristal fueron petrificadas ante mis ojos. En menos de un segundo se volvieron una piedra dura y fuliginosa como todo lo demás que me rodeaba.
”Me di cuenta, en un terrible momento, del significado de esa extraña y vívida estatua de McCrea. Supe lo que él había hecho. Había empujado a esa bestia gelatinosa con su pistola: esto lo convirtió –y todo lo que estaba en contacto con él– en una brillante piedra negra.
”Me dieron nauseas. Quise correr y escapar de aquel asqueroso horror, pero la razón vino a mi rescate. Me recordé a mí mismo que era Paul Kennicott, el intrépido explorador. Gracias a una experiencia horrible, McCrea y yo nos topamos con algo que podría revolucionar este mundo. McCrea estaba muerto, o suspendido en una fantasmal forma de vida; pero le debía a él, y a mis instintos, el no haber perdido mi cabeza en ese instante.
”Los usos prácticos de esa cosa me vinieron a la cabeza de repente. Aquella piedra negra que la criatura creaba al contacto con cualquier sustancia de la tierra –por los rayos que emana de su cuerpo, por la secreción de sus glándulas, por sabrá Dios qué extraña metamorfosis– era indestructible. Puentes, casas, edificios, carreteras podrían ser construidas de cualquier material ordinario y luego podían ser petrificados por el contacto con esta criatura gelatinosa que ha caído, seguramente, de algún planeta con vida y energías diametralmente opuestas a la nuestra.
”Millones y millones de dólares mal gastados cada año podrían invertirse en otras preocupaciones de la vida: ningún ciclón, terremoto o inundación podría dañar a una ciudad construida de esta dura piedra negra.
”Hice, por tanto, una oración por mi copiloto, ahora mártir, y luego me decidí a atrapar esa cosa y llevarla conmigo a la civilización.
”Podía ser capturado, estaba seguro, aunque definitivamente ese prospecto me atraía muchos menos que capturar a un leopardo hambriento. Sin embargo, no me aventuré a intentar ese cometido hasta que estudiara el problema desde todos los ángulos posibles y realizara deducciones por medio del experimento.
”Descubrí que cualquier sustancia, una vez petrificada, se volvía inmune al poder de la cosa. Arrojé mi cinturón sobre la criatura: vi cómo se solidificaba en una oscura roca y luego puse mi reloj en contacto con el cinturón de piedra. Mi reloj se mantuvo tal cual estaba. Otro fenómeno que descubrí fue que la petrificación también le ocurre a las cosas que están en contacto directo con algo que la criatura tocó previamente, sólo si eso aún no termina de petrificarse.
”Até mi guante a mi anillo y dejé que la cosa tocara solamente el guante. Ambos objetos fueron petrificados. Lo intenté otra vez pero ahora con tres objetos encadenados uno a otro: descubrí que el primer objeto en contacto y el que inmediatamente está vinculado a éste se convirtieron en piedra negra, mientras que el tercero se mantuvo sin alteraciones.
”Me tomó aproximadamente tres días atrapar esa cosa, a pesar de que no opuso mayor resistencia que la que un caracol gigante opondría. McCrea, pobre diablo, había cometido un error en el negocio; yo, por el contrario, llegué a él de manera científica, conociendo el peligro contra el que me enfrentaba. Tomé el camino de regreso a nuestro campamento para ir por la caja de provisiones –sí, la que está en la cama junto a usted. Cuando la cosa la tocó se transformó en una perfecta caja de piedra negra. Con un horror vago, recogí a la criatura por medio de unas ramas petrificadas y la puse dentro. ¡Por dios! Qué placer se despertó en mí tras aquella sensación que por poco y me hace tocar a ese horrible organismo.
“El viaje de regreso fue una pesadilla. Gasté casi todo lo que tenía contratando asustadizos nativos para que me guiaran por lo menos un kilómetro antes de que se volvieran locos de miedo debido al zumbido de mi caja. Casi pierdo mi captura a bordo de un barco ruinoso con destino a los Estados Unidos. Mi compañero de cuarto pensó que era una máquina infernal y trató de arrojarla por la borda. Me gasté mis últimos dólares haciendo que se callara la boca; y así anduve hasta que llegué a este cuartucho neoyorkino.”
Paul Kennicott rio y extendió sus manos:
–Y aquí estoy. No me atrevo aún a ir a ver a algún conocido. Los reporteros me correrán como a un vagabundo o a un loco: quiero tener el tiempo suficiente para hacer los contactos adecuados. ¿Ahora se da cuenta de qué es lo que está en la caja? –sonrió como niño– ¡Fama y riqueza! Eso es lo que hay. Ni la familia de McCrea sabrá ya lo que quiere. La ciencia recordará nuestros nombres como a los de Edison, Bell y muchos otros. Hemos descubierto una nueva fuerza que enloquecerá al mundo por todas sus múltiples posibilidades. Por eso –afirmó– es que me escabullí al interior del país como un extranjero. Si la gente incorrecta escucha de esto primero, mi vida no va a valer ni un centavo, ¿entiende? Hay millones involucrados en esta cosa ¡Billones! ¿No lo ve?
Se detuvo, mirándome ansiosamente. Lo miré fijamente y me levanté despacio de la cama. Los pensamientos bullían en mi cerebro –pensamientos horribles y oscuros, bajando y fluyendo al ritmo de esa cosa: “i—n n—n n g—n n g”: aquello inundó la habitación.
Yo también vi las posibilidades del poder que esa criatura gelatinosa tenía para convertir cualquier objeto en piedra negra. Pero yo estaba pensando como escultor. ¿Qué me importan a mí las carreteras y los edificios? ¡La escultura lo es todo en mi vida! A mi ojo superior se elevó nuevamente la imagen de McCrea, tal como la describió Kennicott –una figura, perfecta hasta el detalle, hecha de piedra negra.
Kennicott seguía mirándome ansiosamente –quizá leyendo los pensamientos oscuros que se movían lentamente como una sombra detrás de mis ojos.
–¿Lo mantendrá en secreto? –me rogó–. Haga eso por mí y le pondré el estudio más sorprendente que sus sueños más salvajes han soñado jamás. Haré que se vuelva famoso. ¿Qué dice?
Sus ojos grises se clavaron en mi abrigo sucio.
–Es usted una especie de artista, ¿no? Le mostraré lo mucho que aprecio su ayuda. ¿Está conmigo?
“¡Una especie de artista!” Quizá si no hubiera dicho eso, aplastando mi arrogante orgullo y ambición a la vez, nunca hubiera hecho aquella cosa espantosa. Desgraciadamente, una oscura envidia creció dentro de mí –envidia de ese ansioso hombre que podría ahora salir caminando a las calles con su logro y hacer que el mundo se inclinara ante él, mientras que yo en mi propio campo no era para los demás sino lo que él me dijo: “una especie de artista”. Ese momento fue claro: supe lo que tenía que hacer.
No miré esos sinceros ojos grises. Al contrario, clavé mi mirada en la ruidosa caja negra y mi áspera y ronca voz dijo:
–No. ¿De verdad creyó que me creería esa idiota historia suya? ¡Está enfermo! Voy a llamar a la policía, ellos descubrirán qué sucedió realmente con McCrea en esa selva. No hay nada en esa caja. Es sólo un sucio y estúpido truco.
La boca de Kennicott se abrió y luego se cerró con algo de ira. Inmediatamente se encogió de hombros y esbozó una estúpida sonrisa.
–Por supuesto que no me cree –dijo– ¿Quién lo haría? A menos que hayan visto lo que yo. Aquí –dijo irónicamente–, tomaré ese libro y lo lanzaré dentro de la caja para usted. Verá a la cosa y verá, también, como este libro se transforma en piedra negra.
Di un paso atrás, mi corazón latía, mis ojos se cerraban.
Kennicott se apoyó sobre la cama, desató la caja cautelosamente con una expresión de total concentración y me invitó a acercarme. Miré brevemente sobre sus hombros mientras él arrojaba el libro a la caja.
Vi el terror: una gelatinosa y opalescente cosa como una deforme estrella de mar. Vibró y parpadeó por un momento. La habitación se sacudió bastante a causa del ensordecedor ruido que provocaba la zumbante criatura. También vi el pequeño libro encuadernado en tela que Kennicott había arrojado dentro: era un libro perfectamente labrado, detalle a detalle, en piedra negra.
–Ahí está, ¿lo ve? –Kennicott señaló–. Y esas fueron las últimas palabras que volvió a pronunciar.
Recordando lo que había dicho sobre el poder de la criatura y su incapacidad para petrificar un tercer objeto en cadena, agarré el brazo de Kennicott por la manga y le di un fuerte tirón: vi su mano sacudirse, por un instante, en el fondo de la caja. La manga se endureció debajo de mis dedos. Di un salto atrás, asustado por lo que había hecho.
Paul Kennicott –con sus brazos echados hacia atrás y su fino rostro con la expresión más grande de horror que pude haber visto– había sido convertido en una estatua brillante de piedra negra.
De repente unos pasos se aproximaron escaleras arriba. Me di cuenta de que la señora Bates, seguramente, pudo haber escuchado el violento zumbido que emitió lo que había en la caja. La cerré rápido, pero con diligencia, intentando, sobre todo, amortiguar el sonido, y la empujé debajo de la cama.
Estaba parado en la puerta cuando la señora llegó, caminando e hinchándose a través de las escaleras. Mi cara estaba en calma, mi voz contenida y nadie, salvo yo, podía escuchar el agitado sonido de mi corazón.
–¡Oiga! Voltee –la señora Bates llegó casi corriendo–. Le dije que apagara la radio. ¡Sáquela de la habitación en este mismo instante! ¡Está consumiendo toda la energía eléctrica!
Me disculpé amablemente y con gran habilidad saqué la caja de herramientas diciendo que era la radio portátil que había estado probando para un amigo. La satisfice por un momento pero en seguida, tan pronto como saqué la estatua-Paul Kennicott para guardarla, me detuvo.
–¿Qué es eso? –preguntó la vieja chismosa– Se parece a ese señor que… ah, con que ese era su amigo, ¿verdad?
Pensé con mucho cuidado para poder mentir sin mayor problema.
–Es uno de mis modelos. Estuve trabajando en esta estatua toda la noche, es por eso que no lo vio andar por ahí o salir. Pensé que tendría que rentar una habitación para él, pero tan pronto como terminé la estatua se marchó, no fue necesaria una habitación después de todo. Pero se puede quedar con el dinero de la renta si gusta. Ah, y hágame favor de conseguirme un taxi para llevar mi “obra maestra” a la estación. Está lista para ser enviada al Museo de Bellas Artes.
Y esa, caballeros, es mi historia. La estatua de piedra que, irónicamente, decidí titular “Miedo a lo desconocido”, no es producto de mi destreza. (No es de extrañar que varias personas hayan notado su semejanza con el “explorador perdido”) Tampoco esculpí el grupo de soldados comisionados por la Asociación Antiguerra. Nada de lo que han dado en llamar Sinfonías de la oscuridad brotó de mi mano –pero sí podría contarles qué pasó con los modelos que tuvieron la mala suerte de posar para mí.
Mi verdadero arte no es, quizá, superior al de un novato, aunque después de esta fatídica tarde me he creído capaz, ya, de hacer un excelente trabajo como escultor.
Pero soy un impostor. Ustedes, caballeros, quieren una estatua de mí, según dicen en el mensaje. ¿Una estatua esculpida en esa misteriosa piedra negra que me ha hecho tan famoso? Ah, caballeros, ¡deben entonces tener esa estatua!
Estoy escribiendo esta confesión a bordo del S.S. Madrigal; debo dejarla lista con algún administrador para que les sea enviada en el siguiente puerto. Esta noche sacaré de mi habitación, en su caja, a está horrible cosa que nunca se ha alejado de mí. Tal criatura, contraria a toda naturaleza en este planeta, debe ser exterminada. Tan pronto como llegue la oscuridad iré al muelle y dejaré la caja sobre el barandal, balanceada de tal manera que cuando mi mano toque lo que está adentro, ésta caerá al fondo del océano.
Me pregunto si el proceso de ser convertido en una piedra es doloroso o si solamente va acompañado de un sentimiento de letargo. ¿Y McCrea, Paul Kennicott y todos esos desafortunados modelos a quienes hice pasar como mi obra están muertos, como sabemos que es la muerte, o estarán conscientes y sensibles? ¿Cómo se sentirá el contacto de esa criatura gelatinosa? ¿Acaso transmitirá una especie de corriente eléctrica violenta o provocará una sutil emanación de alguna fuerza más allá de nuestro conocimiento, cambiando la estructura atómica de nuestra carne al momento de convertirnos en piedra? Muchas de esas preguntas me han surgido mientras esperaba despierto, torturado por el remordimiento de todo lo que había hecho.
Pero esta noche, caballeros, esta noche, conoceré todas las respuestas.
FIN
Traducción de Jonathan Rosas y Ximena Jiménez
Texto original: “The Black Stone Statue” en Weird Tales. Vol. 30-diciembre de 1937. no. 6. págs. 677-684.
Imagen tomada de s.C O B O.d