Cuando algo se expone ante nosotros, quizá no pretende decirnos algo. Quizá quiere que nosotros lo digamos o, a veces, que únicamente lo pensemos, o lo hagamos, o dejemos de hacerlo, como individuos y como sociedad. Exponer, en el mejor sentido, es visibilizar, enunciar como realidad ante la mirada; en el peor, es colocar en riesgo, disponer al daño, al sufrimiento o la muerte. Y si el solo hecho de exponer puede tener alguna repercusión en nuestros modos de pensar o comportarnos puede poner a contrapelo ambos sentidos de esa palabra, la tarea del artista que busca realizarlo en contextos de violencia se legitima como discurso crítico y como apelación a una sensibilidad más abierta ante ella, por más que el rol de una pieza se pretenda superfluo en relación con la inmediatez de la realidad que cuestiona ante nosotros.
Cuando pensamos en esto, desde cualquier punto de vista, el eje será sin duda el del cuerpo y, más particularmente, el del cuerpo femenino. El cuerpo expuesto, hecho visible, y el cuerpo expuesto a la violencia. Siempre que este tema es abordado desde el arte de las últimas décadas, llega a nuestra mente el nombre de Marina Abramović y su pionero performance Rhythm 0. En un cuarto en el que sólo se encontraban los asistentes y la artista, una mesa tenía 72 objetos que pueden clasificarse como objetos de placer y objetos de sufrimiento: rosas, vino, plumas, tijeras, navajas, una pistola cargada… El cuerpo de la artista fue expuesto voluntariamente, sin oponer ningún tipo de resistencia, a la acción del espectador que, en realidad y mientras avanzaban las horas, ya no era más un espectador como un agente de la violencia que estaba oculta tras la normalidad y que en ese momento podía aparecer. El cuerpo femenino es expuesto, pero lo que verdaderamente se expone a través de ello es la violencia que puede ejercerse sobre él por parte de cualquiera cuando las condiciones lo permiten. Pero ¿qué condiciones lo “permiten”? ¿Acaso no es la idea de permisibilidad e incitación el argumento bajo el cual se cometen algunas de las más atroces vejaciones? Marina no invitó al espectador a desnudarla, a lacerarla, a abusarla sexualmente o a colocarle una pistola en el cuello. La artista sólo dispuso su cuerpo al arbitrio de una colectividad en la que algunos integrantes manifestaron su tendencia a realizar sobre ella todo eso porque, al anular su capacidad de respuesta, no era ya más que el cuerpo-objeto, la cosificación del cuerpo femenino, destituido de una conciencia y por tanto sólo portador de un carácter de usabilidad y desechabilidad.
Se puede criticar —y así ha sucedido— esta forma de exponer el cuerpo y sus violencias, argumentando que la re-presentación de éstas en una pieza, su realización artística, sólo puede conseguir mercantilizarlas, convertirlas en un bien de consumo que no tiene nada más que ver con la referencia real de quienes las han sufrido y las sufren, por más que el artista busque recrear una situación análoga. Ante esto, también han aparecido formas de exponer el cuerpo y la violencia, paradójica pero no menos eficazmente, sin un cuerpo. Tal es el caso del trabajo que durante los últimos años ha realizado Lorena Wolffer en la CDMX con la intervención Evidencias. Una serie de objetos domésticos son expuestos como más que testimonios de violencia contra mujeres. A través de una convocatoria pública, la artista recolectó desde teléfonos celulares hasta correas y cuchillos con los que fueron agredidas y que en apariencia forman parte de un ámbito doméstico e inofensivo. Cada objeto, acompañado con la narración en primera persona de quien lo donó, configura en sí mismo una evidencia del cuerpo violentado, ya no como cosa, sino como memoria. Lo que en Abramovic fue una cancelación de la voluntad, es invertido en la exposición abierta de cada uno de esos discursos-objetos, colocados ahí con la firme intención de visibilizar la violencia oculta en la cotidianidad.
En Evidencias, la representación cede su paso a la metonimia por contacto: el objeto que se expone ocupa el lugar del acontecimiento entero, la violencia sobre el cuerpo es expuesta enteramente en él. Y es quizá este recurso uno de los más utilizados en el arte contemporáneo que busca visibilizar la violencia de género. Piénsese por ejemplo en una de las más recientes apariciones de la guatemalteca Regina José Galindo: Presencia, en la que usa en cada una de diecisiete ocasiones un vestido distinto que perteneciera al mismo número de mujeres asesinadas en su país. Lo que se expone ante la desaparición de los cuerpos, sí, es otro cuerpo, el de la artista, pero más que eso, el lugar que ocupa detrás del vestido, un lugar que reclama memoria y justicia y que al parecer podría ser el de cualquiera.
Lo que en estos casos se expone, se visibiliza, es lo que alguna vez fue expuesto a la violencia, sus rastros y los mecanismos que la hicieron posible. En última instancia, no hace falta analizar cómo es que estas artistas elaboran su trabajo ante esto o preguntarse, como algunos lo hacen, si es “artísticamente legítimo” —lo que quiera que eso signifique—, sino colocarnos ante su enunciación con lo que tiene que proponernos, con todo lo que de protesta y denuncia conlleva. Estas obras no nos dicen, no explican, mucho más difícilmente resolverán algo. Nos piden exponernos con ellas.
Imagen tomada de BoingBoing